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Leíamos hace dos semanas en el Heraldo de Aragón, aunque sin sorpresa alguna, un artículo titulado Aragón, ajeno a la “turismofobia”, trabaja por un turismo de calidad. En este artículo, Heraldo defiende el “turismo de calidad aragonés” frente a la “ola de turismofobia” que se está viviendo en diferentes ciudades españolas.
Pero, ¿qué entendemos por calidad turística?, ¿quién la disfruta?, ¿quién saca provecho?
Mientras batimos récords históricos de visitantes (3.041.060 turistas, lo que supone un 11,11 % más que en 2015), también batimos récords en precariedad, temporalidad y fraudes. El nuevo término “turismofobia”, acuñado por las grandes empresas de comunicación y restauración, nace con la única intención de esconder la realidad laboral y vecinal que sustenta la crítica al proceso de turistificación, convirtiendo en víctima al que es verdugo; convirtiendo en radical violento al que responde a la violencia que sufrimos.
En los últimos diez años en Aragón, los visitantes no han parado de crecer (más visitantes que en 2008, año de la Expo); los ingresos por habitación se han disparado (un 13 % más en 2016 respecto al 2015); y la capacidad de los hoteles no ha parado de crecer (un 16 % más de plazas disponibles). Pero esta es sólo la cara amable de la moneda. La cara que habla de la importancia del turismo como motor de la economía, del turismo de calidad, de la sostenibilidad del turismo y de su responsabilidad con el medio ambiente. Un turismo de calidad pensado para el turista internacional (el cual se ha incrementado un 27 % en estos 10 años frente al turista nacional, que ha disminuido un 6 %) que se encuentra con bonitos paisajes, preciosos monumentos y una rica gastronomía.
Pero la cara oculta de la moneda, de la que no nos hablan, es la que queremos sacar a la luz los “turismófobos”. Esta cara nos muestra que desde 2008, una de cada 4 trabajadoras de la hostelería hemos sido despedidas (en 2016 había 1.237 personas menos trabajando que en 2008), que las que trabajamos lo hacemos en unas condiciones de inestabilidad (un 95 % de contratos firmados son temporales) y que cada vez soportamos más jornadas parciales impuestas, así como el abuso en contratos fraudulentos. La guinda del pastel se la llevan las externalizaciones, impuestas en un 31 % de los servicios prestados por los hoteles y que implican para nosotras trabajar 50 horas más al año, tener 25 días menos de descanso y cobrar 6.000 € menos al año.
Un modelo de crecimiento económico que dispara por los aires los beneficios de las grandes empresas, pero que nos condena a todas nosotras a la precariedad. Si el empleo que genera el turismo no es ni estable, ni de calidad; y dicho empleo es al que más acceso tiene la juventud (la ocupación más contratada en el 2016 para menores de 25 años fue “camarero asalariado”), la única respuesta que cabe es la de la protesta ante la turistificación, la protesta contra un modelo de desarrollo económico que alimenta a las oligarquías españolas, que aceptaron con gusto el rol impuesto por la UE, pero que nos mata de hambre, nos condena a la miseria y la inestabilidad.
En verano el sol calienta los bolsillos de algunos, pero enfría el de todas nosotras. No es miedo al turista, es lucha de clases.
Leíamos hace dos semanas en el Heraldo de Aragón, aunque sin sorpresa alguna, un artículo titulado Aragón, ajeno a la “turismofobia”, trabaja por un turismo de calidad. En este artículo, Heraldo defiende el “turismo de calidad aragonés” frente a la “ola de turismofobia” que se está viviendo en diferentes ciudades españolas.
Pero, ¿qué entendemos por calidad turística?, ¿quién la disfruta?, ¿quién saca provecho?