“Me dijeron que mi abuelo había estado en una cárcel y que su padre había muerto allí. Yo no me lo creía, era imposible. El concepto de cárcel fue creciendo hasta convertirse en campos de concentración nazi”, recapitula Judith Miralles, una joven que reside en Villamayor de Gállego y que siente haber cogido el relevo de su abuelo de visibilizar todo lo que ocurrió en Mauthausen-Gusen.
Todo empezó como la típica curiosidad de una niña que escucha a su abuelo hablar por teléfono de forma recurrente de algo “tabú” entre la familia. Como si una llamada de lo “prohibido” le hubiera impulsado a sentarse con su walkman junto a su abuelo, José Egea Pujantes, para hacerle a modo de entrevista unas preguntas que desembocaron en la “responsabilidad y necesidad de visibilizar y hacer que no se olviden” todas aquellas personas que estuvieron en los campos de concentración nazis por sus ideas.
“Siento que he heredado esa responsabilidad y no me puedo deshacer de ello ni dejarlo a un lado. Soy lo que soy por lo que ha vivido y me ha contado mi abuelo, aunque nunca me ha transmitido ningún tipo de rencor y odio. Solo creo que hay que luchar contra el olvido, tanto de las personas que se liberaron como de los que fallecieron allí”, asegura Miralles.
Su abuelo José Egea Pujantes, natural de Murcia pero arraigado a Sitges y Aragón, nació en 1921 y, cuando estalló la Guerra Civil, era un adolescente de 15 años que soñaba con ser piloto de aviación. En estos años, su padre, José Egea García, tuvo que exiliarse del país al haber sido denunciado por estar metido en política, ejercer de secretario de la CNT en Sitges y ser anarquista. Desde ese momento, le perdieron la pista.
“Mi abuelo acabó formando parte de lo que llamaban la Leva del biberón, que se formaba por los reclutas más jovencitos del ejército republicano en zonas controladas todavía por ellos. En cambio, cuando empezó a actuar Franco, tuvieron que dejar las armas en La Junquera y huir. Terminaron en Argelès-Sur-Mer, un campo de deportados francés”, sostiene Miralles.
En este lugar, que era una playa rodeada por una alambrada en donde para dormir tenían que hacer agujeros en la arena, José Egea (hijo) se enteró de que había otra persona que se llamaba como él y que resultaba ser su padre, del que no sabía nada desde hace tiempo. “Cuando se vieron, se abrazaron y lloraron. Él estaba allí desde hace tiempo con otros dos compañeros de Sitges, Tomás Iglesias y Carlos Fransó, que tenían una edad similar, unos 43 años”.
Pasaron las semanas hasta que les ofrecieron alistarse en el ejército francés para obtener la nacionalidad francesa. Terminaron apuntándose en lo que llamaban la 11ª Compañía de Trabajadores Extranjera (CTE), compuesta por 250 republicanos, junto con otros españoles como Antonio Sospedra Herrera y Mariano Año, quienes ayudaron meses después a Pujantes por petición de su padre al tener solo 20 años y ser retenido por la Gestapo en una de sus huidas.
“La historia de mi abuelo y su padre es de idas y venidas. Se encuentran, se pierden, se encuentran, se pierden. En un bombardeo por parte de la aviación alemana salieron corriendo y, en ese momento, capturaron a mi bisabuelo para llevarlo a un centro de detención previo al campo de concentración”, explica Judith Miralles sobre la llegada de ambos hasta Mauthausen, que fue “muy traumática por el agobio y la agonía del tren en la que durante tres días no se abrieron las puertas ni les dieron de beber”.
La odisea de llegar, servir y sobrevivir en Mauthausen-Gusen
Según cuenta su nieta, llegaron el día 27 de enero de 1941, una fecha que ya estaba marcada en el calendario al ser el cumpleaños de su abuelo. En ese momento, bajaron del tren con medio metro de nieve que solo abría paso al llamado ‘El camino del silencio’ y en donde solo se escuchaba el crujido de las pisadas y los perros de los SS. “En ese momento, mi bisabuelo cogió a su hijo y le dijo: ‘José, de aquí no salimos. Este es nuestro último viaje juntos”, dice.
Después de este recorrido, aquellas personas que llegaban hasta Mauthausen-Gusen debían ser desinfectados despojando toda su ropa y recuerdos, cortándoles el pelo y dándoles un uniforme del que no importaba la talla. Dejaban de tener nombre y apellidos porque les asignaban números para referirse a ellos. Para Pujantes el número 5894 y para García 6315. A continuación, pasaban a protagonizar una cuarentena que los ponía a prueba y en la que las relaciones se veían alteradas y perjudicadas por los duros castigos y presión.
Al principio, José Egea Pujantes estuvo trabajando en la cantera de los 186 escalones y fabricando piezas de motores y de armamento. Sin embargo, en abril de 1945, lo mandaron a Gusen, un cambio que significaba que “en poco tiempo podía estar liquidado”, ya que ahí “todo se aceleraba y los mataban a través de métodos mucho más macabros”. Pero antes de este traslado, que no anticipó su muerte ya que fue liberado el 5 de mayo de 1945, Pujantes tuvo que enfrentarse a la muerte de su padre, al cual llevaron a Gusen el 8 de abril de 1941 al “no servir como trabajador ni ser rentable para el régimen” (cáscaras vacías para Hitler) y al que mataron el 15 de agosto de 1941 en el castillo de Hartheim por inhalación de gas.
“Iban mandando prisioneros a través de una especie de camioncito que estaba blindado. En el camino los mataban conectando un tubo de escape a esta parte del vehículo para que el aire y los gases del camión se introdujeran. En el castillo los quemaban. Al final, en Gusen y Mauthausen no daban abasto”, confiesa Miralles acerca de los procesos que se modificaban burocráticamente “para evitar que se conociera la existencia de estos centros” a pesar de esa chimenea “echara humo y oliera a carne quemada” durante todo el día.
“Los alemanes utilizaban tal producto que te abrasaba las vías respiratorias y te tenían 20 minutos agonizando. Los que estaban allí incluso perdían el control de los esfínteres. Es una muerte horrible y me parece sorprendente que a las personas de un bando sí se les haya homenajeado y las de los otros sigan bajo tierra o convertidos en cenizas”, recalca la joven.
En el momento en el que mataron a su bisabuelo, se lo comunicaron a su hijo, quien “solo se permitió llorar ese día”, ya que en el campo “no podías pensar en lo que le estaba pasando a otra persona o si tenías familia fuera porque solo quedaba la propia existencia como herramienta de convivencia y supervivencia”. Tal y como añade Miralles, “los nazis admiraban la fortaleza mental de los españoles por la solidaridad colectiva y el compañerismo que tenían” a pesar de cohabitar más de 30 nacionalidades diferentes.
"Te deshumanizan tanto que ellos aprendieron a convivir con la muerte. Inconscientemente acaban dándole normalidad e incluso en los recuentos sacaban a sus compañeros muertos para que los tuvieran en cuenta"
“Él decía que no se podía permitir pensar mucho en él, si lo iban a matar o liberar. Era un poco vivir al día, el llegar por la noche a la barraca y decir: otro día más”, sentencia Judith, aunque también recuerda “las pequeñas acciones de sabotaje” como trucar las balas de su abuelo y sus lágrimas por la “incertidumbre” el día que lo liberaron.
“Te deshumanizan tanto que ellos aprendieron a convivir con la muerte. Inconscientemente acaban dándole normalidad e incluso en los recuentos sacaban a sus compañeros muertos para que los tuvieran en cuenta. Entraban a formar parte de ese macabro sistema en donde solo eran los peones más bajos y en donde el sufrimiento acaba muy dentro de todos y normalizándose”, explica sobre el campo de Mauthausen, que era de categoría tres y significaba que “no te aniquilaban a la primera, sino que intentaban sacar toda la rentabilidad posible de los reclusos”.
La vuelta a casa, la construcción de una nueva vida y la herencia que lucha contra el olvido
José Egea Pujantes consiguió salir de allí junto a otras personas que acabaron asumiendo su posición y papel de transmitir lo que habían vivido, aunque no todas lograban hacerlo temprano -en su caso tardó tiempo en contárselo incluso a su mujer- o querían recordarlo por el “delicado momento” por el que estaba pasando España, en el que era “fácil ser carne de cañón”.
Cuando volvió a casa gracias a un salvoconducto, su madre “se desmayó porque llevaba muchos años sin verlo ni saber nada” y a él “le costó mucho volver a sentarse a comer con su familia al no sentirse una persona”.
“Su carácter fue abriéndose poco a poco siendo capaz de verbalizar lo que había ocurrido, a pesar de que la familia de mi abuela al principio no lo aceptara por ser pobre y trabajar como albañil”, admite Miralles sobre su abuelo, del que destaca su “valor, entereza, sentimiento de lucha y resiliencia”.
Con el tiempo, Pujantes formó una familia e incluso volvió hasta el campo de concentración para grabar un documental. En cambio, sus años allí hicieron mella en su salud física y mental, algo que se vio alterado por el alzhéimer que le llevó a vivir un episodio determinante con su nieta Judith en uno de sus ingresos cuando ya residía en Aragón.
“De repente yo entré en la habitación, lo saludé y él repasaba como códigos de manera acompasada. Empecé a notar que eran números en alemán y, al preguntarle qué pasaba, me miró aterrorizado. En ese momento me quedé paralizada yo también porque me di cuenta de que en su mente le estaban pegado los 25 latigazos que le daban en el campo, que su mente había viajado hasta esos momentos y que si perdía la cuenta tenía que volver a empezar y sentir ese dolor”, confiesa.
Aun así, algo que la llevó a coger ese “relevo” fueron las palabras de su abuelo, que le dijo “esto te va a tocar a ti”, después de tener un brillo especial en los ojos al observar que se iba a hablar del campo de concentración de Mauthausen-Gusen en los libros de historia universal de los institutos, algo por lo que había luchado en su vuelta para “nunca caer en el olvido”.