Es un escándalo, y lo que más llama la atención es que nadie habla de ello. Hemos sido colonizados, abducidos. Hay algunos triciclos eléctricos coronados con una escoba pero la flota de barredoras es de la era anterior al cambio climático. Nadie dice nada. Las nuevas son más grandes y hacen un estruendo horrísono. El propio ayuntamiento incumple las normas, las suyas, las universales, el sentido común, las leyes en cuanto a decibelios. Ruido y furia y co2. Todo nuevo.
Si se aplicara la normativa para vehículos contaminantes, que está redactada pero en suspenso, las barredoras del diablo no podrían trabajar.
Volcados en la electrificación y en la reducción de contaminación y de ruido compramos una flota nueva llegada directamente del pasado. Esperemos que sea de alquiler, y que se puedan cambiar sin penalización. Nadie dice nada. El silencio de los corderos es unánime. En 2018 se presentó una eléctrica que funcionaba bien y de la que nunca más se supo. Hay una noticia sobre esa barredora. Quizá fue humo.
Salir a la calle es respirar co2, el olor es infame, y la ruidera es directamente ilegal. Es una agresión permanente, una desvastación de la vida ciudadana, del vecindario y del turismo. La gente sale espantada… y enseguida se acostumbra. No pasa nada. ¿Qué será lo próximo?
Es una agresión institucional, una ofensa a la libre circulación y un motivo para huír cuando aparece el escuadrón de temibles monstruos que van destruyendo las conversaciones, las interacciones y los pensamientos flotantes que caracterizan la vida urbana. El flâneur, el paseante de Walser. La ciudad paseable, civilizada, con aspiraciones de ser peatonal… y entonces aparece esta contrata brutal. No se entiende. ¿Sabrá algo de esto la Unión Europea? Quizá ha pagado parte de esta locura.
La flota de barredoras nuevas/viejas es un atentado contra la ciudad. Como resume la expresión popular autóctona: mata la cabeza.
Las barredoras nuevas/viejas son un horror. Y nadie dice nada. Hay que ponerse los cascos bien prietos, dejar de respirar o usar la mascarilla para no ingerir esa bazofia.
Debe de haber alguna explicación pero todo se da por hecho, hechos consumados, el horror diario permanente. Las calles están llenas de terrazas y cuando pasa el bicho bramando la gente aguanta impasible, quieto el ademán el café en alto, el churro untado… de toxinas.
Estoicismo resignado ante decisiones absurdas que vienen de poderes y de contratos misteriosos. La realidad municipal, que parecía cercana y accesible, discutible, debatible, es tan impenetrable como las demás. Hay una democracia débil si la limpieza produce más daños que ventajas y todo es opaco.