El Premio Nacional de Educación para el Desarrollo “pone en el mapa” a un colegio zaragozano con 12 alumnos

“Este premio nacional nos ha puesto en el mapa”, dice orgullosa Amaya Pola, maestra desde hace más de dos décadas en el Colegio Público de Santa Engracia, un centro educativo que forma parte de los Colegios Rurales Agrupados de Aragón. El pueblo de colonización en el que se encuentra es una pedanía de Tauste, en la provincia de Zaragoza, en la que viven aproximadamente unos 250 habitantes. Once de ellos, y una niña que cada día viaja siete kilómetros desde Sancho Abarca, componen el alumnado del centro que, junto con Amaya, Ana Cristina e Inés, sus profesoras, han ganado el Premio Nacional de Educación para el Desarrollo “Vicente Ferrer”. 

Este reconocimiento lo convoca cada año la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo (AECID), adscrita al Ministerio de Asuntos Exteriores, Unión Europea y Cooperación, junto con el Ministerio de Educación, Formación Profesional y Deportes. Y se concede a proyectos relacionados con educación para la ciudadanía global, es decir, premia experiencias educativas, proyectos o propuestas pedagógicas realizadas durante el curso académico que estén encaminadas a sensibilizar, concienciar y desarrollar el espíritu crítico entre el alumnado, pero, sobre todo, aquellas iniciativas que les impulsan a participar activamente en la construcción de una ciudadanía más solidaria, global y comprometida.

El centro educativo más pequeño y, además, rural

El CEIP Santa Engracia ha sido reconocido a nivel nacional este curso, junto a otros nueve centros educativos de toda España, por su proyecto: “Aldea Gala”. Una Comunidad unida por un desarrollo sostenible. “Cuando conocimos cuáles eran el resto de centros ganadores nos sorprendió muchísimo, porque somos, con diferencia, el centro más pequeño de todos”, asegura Amaya Pola. La maestra ha sido la encargada de recoger el premio en la sede de AECID, en Madrid, después de volver del Seminario de Intercambio y Formación en Buenas Prácticas en Educación para el desarrollo sostenible y la ciudadanía global celebrado en Bolivia. Una experiencia en la que Amaya Pola ha estado inmersa del 18 y el 25 de junio, en las instalaciones del Centro de Formación de la cooperación española en Santa Cruz de la Sierra, junto al resto de docentes responsables de cada una de las experiencias educativas ganadoras del “Vicente Ferrer” este curso.

Una vivencia “enriquecedora” señala esta maestra rural que subraya la importancia de conocer de cerca los proyectos que otros compañeros han puesto en marcha en sus respectivos centros. Unas iniciativas de las que Amaya Pola y su compañera sacarán “muchas ideas valiosas” que aplicarán en el futuro en su Colegio de Santa Engracia. 

Uno de los aspectos más llamativos del proyecto presentado por este pequeño colegio ha sido su “repercusión social en el pueblo”. Las actividades que llevan a cabo trabajan varias líneas: el medioambiente, la y “todas ellas implican a la comunidad educativa en su totalidad” desde los padres y madres del alumnado, al resto de la familia, los vecinos del pueblo y las distintas administraciones que tienen competencia en él. Así, cada acto que se organiza desde el colegio “termina siendo un evento del que disfruta todo el pueblo, como la celebración de Navidad o las acciones de cuidado y conservación de la localidad y de su entorno natural, en las que participan todo el mundo”, apunta la maestra. 

El Colegio de Santa Engracia trabaja las diferentes temáticas del currículo escolar de una manera “adaptada” a las características singulares del centro, teniendo en cuenta el entorno en el que se encuentra, el número de alumnos y las edades de los mismos, y del profesorado del que dispone; en este caso dos maestras y una plaza a media jornada. El hecho de que el colegio se encuentre en un núcleo de población pequeña “donde toda la vecindad se conoce”, hace posible que se organicen talleres de cocina, en los que participan las vecinas mayores del pueblo, jornadas de limpieza de los pinares y de plantación de pinos, en las que también echan una mano los vecinos. “La enseñanza es más accesible y colaborativa” , explican desde el colegio, y este es uno de los logros que premia el “Vicente Ferrer”. 

Rural y pobreza, una mezcla que enriquece vidas

Conocer otras realidades y la erradicación de la pobreza y sus causas, y el desarrollo humano y sostenible son algunos de los valores que se incentivan a través del Premio Nacional que acaba de recibir el Colegio de Santa Engracia. El centro, que forma parte del programa de Escuelas Transformadoras a través del proyecto de educación de la Universidad de Zaragoza, le ha permitido tener contacto con un Colegio Saharaui. “No es un hermanamiento formal, pero colaboramos de manera constante con el alumnado y el profesorado del centro”, explica Amaya Pola “y es una experiencia que está enriqueciendo mucho a los niños, tanto a los que están en Sata Engracia, como a los que se encuentran en su escuela en África”, añade. Una historia que comenzó con el viaje de una compañera del proyecto a la zona, contactó con el centro y desde entonces los niños de Santa Engracia organizan carreras benéficas para recaudar dinero que después envían a través de la profesora a sus amigos en el Sahara. 

También les envían material escolar, y cartas personales. “En el colegio saharaui estudian español, y cuando reciben las cartas, las leen y envían sus respuestas de vuelta con nuestra compañera”, comenta Pola. Gracias a esas misivas, los niños y niñas de esta pedanía de Tauste, en la provincia de Zaragoza, conocen la realidad del día a día de niños de su misma edad que han nacido en otro continente, con unas condiciones sociales y políticas muy diferentes a las suyas. Una experiencia que les involucra de lleno en una realidad paralela que las profesoras introducen en su temario académico como “formación para la vida”. 

El premio nacional no libra al colegio de la cuerda floja

El equipo docente del Colegio de Santa Engracia está compuesto por dos maestras a tiempo completo, y una media plaza. El alumnado lo componen 12 niños y niñas de entre 3 y 12 años. Actualmente pueden estar divididos en dos aulas, en una infantil y los primeros cursos de primaria, y en otra los más mayores. Pero el curso que viene las cosas van a cambiar, y nada tiene que ver con el sistema y la calidad de la docencia de este colegio. Los niños se hacen mayores, cuatro de ellos pasan a la educación secundaria, y solo entran dos niños nuevos en infantil. ¿Qué implica esta evolución natural en un centro de enseñanza rural? Por el momento, la desaparición de la media plaza de inglés que tenían hasta la fecha. “En el curso 24/25 ya no contaremos con Inés, que estaba a media jornada, aunque como todas, hacía mucho más trabajo”, apuntan. 

El miedo es que, con 10 alumnos, el cole se queda en la cuerda floja. “Es la ratio mínima para tener dos maestras, si desciende el número de alumnos, pasaríamos a ser una escuela unitaria, es decir, solo quedaría una maestra, con lo que eso dificulta las cosas”, expone Amaya Pola. Esta docente lleva 20 años en este mismo colegio, “y si puedo no me voy a mover”, asegura. Es feliz viendo evolucionar a los niños de una manera tan cercana. 

La enseñanza rural proporciona una educación “individualizada, personalizada y enriquecedora”, subraya Pola, que explica cómo cada año se enfrenta a una realidad diferente que le impone retos constantes, impidiéndole así entrar en la zona de confort. “Cuando tienes a los mismos niños en el aula durante varios años, las experiencias no se pueden repetir, los contenidos tienen que ser siempre distintos”, observa. 

Por supuesto, la maestra es consciente de las dificultades que tiene la educación en un colegio como el de Santa Engracia. Una de ellas es precisamente la preparación del temario “no puedes dar una materia con el libro de texto porque hay varios cursos juntos y uno la tiene en uno capítulo, otro en otro, y es un caos”, expone la maestra. Una de las soluciones a las que han llegado en este colegio aragonés ha sido “elaborar temarios propios, utilizando el libro de texto como material de consulta”, confiesa Pola. Y en este sentido, cooperación, es una de las palabras mágicas. Aprender a trabajar en equipo en los colegios rurales es clave, aseguran las maestras. “Que los mayores ayuden a los pequeños, tanto dentro como fuera del aula es fundamental para su aprendizaje y en el día a día de sus vidas”, añaden. 

Otro de los miedos a los que cada año se enfrenta el equipo docente de las escuelas rurales es al salto de su alumnado a la educación secundaria. “Que pasen de estar como polluelos, a un sistema en el que tienen muchos más profesores y hay más alumnado genera vértigo”, confiesa Amaya Pola. Sin embargo, las estadísticas no marcan que la forma de trabajar en la escuela rural avoque al fracaso escolar sino todo lo contrario. El curso pasado, la mejor nota del Bachiller del IES Río Arba de Tauste fue una antigua alumna del colegio de Santa Engracia. “La niña era excepcional, pero supongo que su base en la primaria ha contribuido de alguna manera en este éxito”, sostienen sus antiguas profesoras.

Pero la realidad de los pueblos es que tienden a despoblarse, la gente joven decide mudarse a vivir a lugares más grandes donde la oferta laboral, sanitaria o de ocio es mayor. Sin embargo, el profesorado del mundo rural ofrece una visión diferente a esta situación. Junto a la movilidad o al precio de la vivienda, explican cómo algunas familias empiezan a incluir la calidad y el tipo de enseñanza que recibirán sus hijos entre los aspectos a valorar a la hora de decidir dónde vivir. Sobre todo, aquellas familias en las que los trabajos de los padres o tutores son liberales o se pueden llevar a cabo a distancia. “Cuando una familia con hijos llega nueva al pueblo, las maestras y maestros somos los primeros en enterarnos”, confiesa Amaya Pola. Y son uno de los pilares fundamentales y un remo a favor para la integración de las familias en el entorno, porque “si los niños se quedan, significa que la escuela sigue viva y abierta”.