Rebeca Sanz Pamplona atiende la entrevista de la que nace este artículo entre un descanso del trabajo y la hora a la que los peques salen del colegio. Esta bióloga de 44 años es madre de dos niños de tres y ocho años. La necesidad de conciliación y la crianza fueron determinantes para Rebeca y su marido, Marc, a la hora de decidir volver a vivir al pueblo, Urrea de Gaén, hace ahora cuatro años. “Salí de aquí cuando tenía 18, para estudiar Biología en Barcelona, pero ni en el mejor de mis sueños hubiera pensado que podría volver a Aragón, y a mi pueblo, a trabajar como investigadora”, explica Rebeca, que estuvo en la ciudad condal los 22 años siguientes de su vida: “Y no fue porque no intentara marcharme a otros lugares”, añade.
Inquieta por naturaleza, Sanz aplicó para conseguir varias becas de estudios en Madrid y en el extranjero, pero finalmente “el destino quiso que siguiera en proyectos vinculados a Barcelona”. “Echando la vista atrás estoy contenta, no me arrepiento de haber hecho este camino a mi manera; es más, creo que me ha ido muy bien”, asegura esta bióloga que encontró en la bioinformática el trabajo que verdaderamente la hace feliz: “Descubrí que gracias a la bioinformática puedes analizar muchos genes al mismo tiempo, ahora trabajo en este campo y no puedo decir que es un hobby, pero sí que me siento realizada y que siempre que tengo algo de tiempo libre abro el ordenador y me pongo a trabajar, porque de verdad me gusta lo que hago”, asegura Rebeca Sanz.
La pandemia fue el momento en el que Rebeca Sanz tuvo la oportunidad de salir de Barcelona y pasar un par de meses en el pueblo teletrabajando. Una decisión que tomó apoyada por su marido, informático nacido en Barcelona al que siempre le había gustado Urrea: “De hecho era él quien más insistía en que viniéramos aquí a vivir, su apoyo ha sido fundamental, siempre ha puesto mi carrera por delante porque sabe lo importante que es para mí”, confiesa la investigadora, que al principio dudaba de que un trabajo de alta cualificación pudiera llevarse a cabo desde un pueblo.
Tras esta breve experiencia, que resultó muy positiva para ambos: “Nos dimos cuenta de era viable llevar esta vida, y que era lo que queríamos para nuestros hijos”. Rebeca optó a una beca en Zaragoza que también “salió bien, me la concedieron, pedí una excedencia en Barcelona y nos instalamos en Urrea”, cuenta la turolense que admite que, aunque la beca era de un año, siempre tuvo la esperanza de poder prolongarla todo lo posible.
Un grupo de investigación con seis profesionales a cargo
Tres años después, Rebeca Sanz lidera un grupo de investigación, con seis profesionales a su cargo, viaja un par de días a la semana a Zaragoza: “Me gusta tener contacto con los compañeros, socializar y vernos en persona” y el resto del tiempo teletrabaja desde Urrea de Gaén.
Vivir en un pueblo no la ha limitado a la hora de mantener y estrechar lazos con otros compañeros de profesión. Prueba de ello es que, uno de cada dos viernes mantiene un encuentro por videoconferencia con sus colegas de Estados Unidos: “Aunque tenemos una relación fluida por correo electrónico, cada dos semanas compartimos experiencias a través de la pantalla, casi como si estuviéramos en una reunión física”, apunta la investigadora, que se conecta desde su pueblo de 400 habitantes en la provincia de Teruel, con compañeros de la City of Hope, una de las organizaciones más importantes a nivel mundial en investigación y tratamiento del cáncer, que se conectan desde los estados de Ohio y California. Y, como por arte de magia, cuando cierra la conexión, con EEUU, Rebeca y su familia, se van a cenar de tapas por el pueblo.
Lejos de lo que pudiera parecer, Rebeca Sanz asegura que tomar la decisión de vivir y trabajar desde un pueblo “no ha sido un paso atrás” en su carrera profesional: “Todo lo contrario, me ha dado la independencia que necesitaba desde hace tiempo, ahora trabajo con la libertad que una parte de mí reclamaba desde hace tiempo”, apunta. Una autonomía que no había podido experimentar hasta ahora en otros proyectos presenciales en los que estaba más tutelada, y lastrada profesionalmente, bajo la figura de un superior. “Ahora incluso tengo a personas a mi cargo, y puedo trabajar con más libertad, aunque no viva en una ciudad. Vivir en un pueblo, en cierta manera, me ha ayudado a avanzar como profesional en el campo de la investigación”.
Y confiesa que, aunque no de manera consciente, la vida más tranquila, con menos estrés y ruido visual y sonoro del pueblo ha sido beneficiosa para el desarrollo de su labor investigadora: “Vivo al final del pueblo, desde la ventana donde trabajo veo el campo y, a veces me he sorprendido a mí misma mirando el horizonte, pensando. Sí, creo que este cambio de vida ha sido beneficioso para mí en muchos sentidos”, asegura.
Médicos, carreteras y conexión a internet
Médicos, especialmente pediatras, carreteras más seguras y una buena conexión a internet son las demandas que Rebeca Sanz hace como mujer que vive en el medio rural en Aragón. Desde hace poco, el centro médico de Híjar, localidad en la que los hijos de Rebeca eran atendidos, se ha quedado sin servicio de pediatría: “De momento, como es muy reciente, no sabemos cómo se va a solucionar, todo apunta a que se solucionará, pero, de cualquier forma, este sería un problema grave para las familias jóvenes con niños que viven en cualquier pueblo, la atención pediátrica es vital”. La investigadora pone el acento en la problemática que supone la carencia de profesionales de medicina y enfermería en el mundo rural, pero también en el estado de las carreteras y la falta de conexión del transporte público con las cabeceras de provincia: “La frecuencia en los horarios de tren a Zaragoza es desastrosa”, denuncia Sanz.
Urrea de Gaén cuenta con dos bares, uno de ellos es además restaurante y casa rural, también tienen farmacia, una carnicería, médico de familia, colegio y guardería “que se sigue manteniendo con los niños que van llegando”. Uno de los principales avances ha sido la implantación del servicio de comedor en el colegio: “Se trata de un aula tupper, los niños llevan la comida de casa, una monitora les ayuda a calentarla y después tienen actividades hasta las 5 de la tarde”, explica Rebeca Sanz.
Actualmente diez niños de entre tres y ocho años utilizan este servicio que se consiguió gracias al empeño de las madres del colegio. “La mayoría de los niños que hacen uso del aula tupper son hijos de madres que trabajan en el pueblo o cerca, y su puesta en marcha nos ha ayudado a conciliar nuestros empleos y la crianza”, asegura la investigadora. Este tipo de iniciativas también son fundamentales para que la gente joven vea factible quedarse a vivir en las zonas rurales. Como el servicio gratuito de ludoteca dos tardes a la semana, gracias a la implicación de la comarca, a la que los vecinos y vecinas le están muy agradecidos.
Mujer rural: más allá del sector primario
Rebeca Sanz se considera una mujer rural no solo porque le gusta la forma de vida de un pueblo; más relajada y con la naturaleza en la puerta de casa, sino porque intenta participar en todo lo que se organiza en el pueblo y también consumir en los servicios de la localidad “compro los congelados al hombre que viene con el camión y encargo lo menos posible en Amazon si lo puedo comprar en un comercio local”. Gestos que “hacen comunidad” y que se notan especialmente en los lugares pequeños.
El caso de esta investigadora turolense demuestra que el perfil de las mujeres que viven en los pueblos es muy diverso. “Que todas somos agricultoras o ganaderas es casi un tópico”, aclara Rebeca Sanz. Entre el grupo de madres que han logrado poner en marcha el aula tupper en el colegio se encuentran una enfermera, la administrativa de una empresa, una trabajadora social, la investigadora que es protagonista de este artículo, y otros perfiles de mujeres que residen en Urrea y que trabajan en ocupaciones que nada tienen que ver con el sector primario o la transformación agroalimentaria. Una reivindicación que llevan años haciendo desde la Federación de Asociaciones de Mujeres Rurales, subrayando que “las mujeres rurales somos muchas y diversas”.
La innovación, la investigación, la formación de alta cualificación y las profesiones liberales tienen cabida en el medio rural si se dan las herramientas necesarias: conexión a internet, vivienda y transporte y comunicaciones de calidad. Estas son las demandas que encabezan la lista de servicios prioritarios en las zonas rurales para intentar atraer y retener población.
Un pueblo: una red
Vivir en un pueblo tiene sus cosas “menos positivas”, admite Rebeca Sanz. Y una de ellas es la falta de privacidad “hay mucha menos gente que en un lugar más grande y todos nos conocemos, para lo bueno y para lo malo, a veces las relaciones al ser tan cercanas, son también más intensas”, apunta. Sin embargo, la balanza, en el caso de la bióloga se inclina hacia lo positivo. “Residir en Urrea tiene muchas más ventajas”, asegura. Algunas de ellas son los desplazamientos más cortos, la confianza a la hora de pedir a una vecina o a tus padres que recojan a tus hijos, o la flexibilidad de los horarios “aquí no tienes que depender de las frecuencias de metro o autobús para desplazarte, voy dos días a la semana a pilates, mis hijos van a actividades deportivas, van al parque, y a dibujo al pueblo de al lado para que amplíen amistades, hago más cosas en Urrea de las que me daba tiempo de hacer en Barcelona, aunque allí la oferta de ocio fuese mayor”, asegura Rebeca.
Esta investigadora, que se considera una defensora del modelo de vida en un pueblo, es muy consciente de que, el hecho de ser madre, ha sido clave en la toma de decisiones como dónde vivir: “Esta es la vida que quiero para mis hijos, noto mucho la diferencia del mayor, que nació en Barcelona, al pequeño que vino a Urrea con solo quince días”, confiesa Rebeca. La “crianza en tribu” es una de las características que muchas mujeres rurales que son madres, y que no quieren renunciar a su desarrollo profesional, valoran de la vida en un pueblo. “Tengo cerca a mis padres, Trini y Emiliano, que son fundamentales para mí, y les puedo pedir un favor, pero sin tenerlos esclavizados”, explica la bióloga, que reconoce que las distancias más cortas y la “facilidad de la intendencia” ayuda a la conciliación de las familias y hace que no haya una dependencia tan acusada como la hay en una ciudad cuando tienes hijos, “aquí pueden salir a la calle un rato solos sin la vigilancia constante de un adulto, y eso es sano para ellos como niños, y para nosotros como padres”.
Antes de terminar la conversación, Rebeca cuenta que otra madre del pueblo le ha dado unos rebollones que tienen una pinta espectacular, “nos la hemos cruzado en la calle cuando subíamos a buscar a los chicos” y añade sonriendo: “Este tipo de cosas es algo normal para nosotros en el pueblo, pero seguro que en una ciudad que te den unos rebollones, huevos o verdura en la calle, sería toda una anécdota”.