¿Por qué los abusos sexuales de la infancia no se relatan a la vida adulta? ¿Cómo afrontan las mujeres que fueron niñas víctimas de abusos su maternidad y la crianza de sus hijos? Son algunas de las preguntas que se plantearán esta próxima semana, en una jornada organizada en Zaragoza por la Fundación Vicki Bernadet. Carla Román (Zaragoza, 1984) es psicóloga de esta fundación en su sede aragonesa.
El último estudio sobre violencia contra las mujeres encargado por el Instituto Aragonés de la Mujer habla todavía de invisibilización. ¿Hemos avanzado algo en visibilizar la violencia infantil en los últimos años?
La verdad es que poco; esa es la impresión que tenemos casi todas las entidades que trabajamos en protección a la infancia. Siempre hay muchas promesas de cambio a nivel legislativo, pero la infancia se suele quedar relegada a un segundo plano. Los niños tienen poca voz; realmente siempre tienen que acabar siendo representados por los tutores legales, tenemos que ser los adultos quienes les defendemos. Reconocer que la infancia es maltratada implica que algo no estamos haciendo bien y a los adultos nos suele dar mucho miedo reconocer errores. Por eso, al final, mantenemos el secreto, la ocultación del maltrato que sufre la infancia. Además, todavía persiste la creencia de que los menores son propiedad de sus padres, de que ellos no tienen derechos, de que quien tiene que decidir siempre son los padres.
Ahora mismo, ¿qué sería imprescindible hacer para empezar a mejorar la lucha contra este tipo de violencia?
En primer lugar, que los medios de comunicación la visibilicen. Además, tiene que haber un cambio estructural a nivel educativo: introducir una metodología de derechos de infancia en todas las personas que trabajan con niños. Y, en tercer lugar, hace falta formar a las familias y exigir unos máximos en cuanto a la crianza. Se desconocen mucho los procedimientos de protección, se normalizan determinadas actitudes de violencia sutil, como puede ser el chantaje emocional, la manipulación, negligencias, desatención de lo que los menores necesitan… están tan normalizadas que nos cuesta detectarlo. Siempre pongo el ejemplo de que, en todas las relaciones humanas, hay situaciones de chantaje emocional a una escala muy leve, del tipo sentirse mal por no ir a comer el domingo a casa de nuestros padres. Es muy fácil manipular a un niño, hacer que se sienta en deuda con el adulto. Por eso, hay que empezar por darles la voz que tienen, porque son personas y tienen sus necesidades. Lo más complicado es el cambio con las familias, está claro; aunque los tres aspectos forman una cadena: cuando se empieza a hablar de un tema en los medios de comunicación y en los colegios es cuando hay un cambio en la conciencia social, se despierta interés. Por otra parte, estaría el cambio legislativo que comentábamos al principio, porque tiene que haber leyes que realmente protejan a la infancia. Ahora se está trabajando en una última modificación de ley de protección y es fundamental que esto se lleve a cabo porque, hoy por hoy, el maltrato a la infancia prácticamente no está penado. Al final, hay muchísimos procedimientos de casos de menores que están en situación de maltrato que acaban siendo solo un proceso administrativo, sin que haya una repercusión penal, cuando causan un daño enorme.
Es muy duro decir que tenemos normalizado el maltrato infantil...
Sí, cuando pensamos en maltrato, siempre nos viene a la cabeza el maltrato físico, que es algo que se ve y no se cuestiona: cuando alguien ve un maltrato físico hacia un niño, actuamos para protegerlo, por instinto, nos sale protegerle. Pero el maltrato que no se ve es muy difícil de detectar y de demostrar. A la gente nos cuesta más identificarnos y posicionarnos. Me vienen a la cabeza todos los conflictos de padres que se separan: la instrumentalización de los niños en esos conflictos genera un daño muy severo en la infancia, con lo que no deja de ser una forma de tratar mal a los niños de manera continuada; al final, no saben a quién querer, a quién creer y se sienten en deuda constante con el adulto. En las relaciones de pareja en personas adultas, cuando alguien se siente en deuda totalmente con el otro miembro de la pareja, es completamente manipulable y sumiso al poder que pueda ejercer. Del mismo modo, en ocasiones, nos estamos aprovechando de la situación de poder que tenemos los adultos con los niños. Todo esto, sería pensando en violencia no física. Cuando entramos en el abuso sexual, que es la parcela que trabajamos desde la Fundación, todo es mucho más dramático. Si no solemos hablar de maltrato, en general, de abuso sexual infantil todavía menos; porque reúne tres tabús en uno: la sexualidad, la familia y el maltrato.
Ustedes trabajan en la prevención. ¿Cómo se puede prevenir la violencia sexual desde los centros educativos?
Trabajamos intentando que los centros incluyan dentro de su manera de proceder habitual diferentes perspectivas: hay que trabajar la educación afectivo sexual desde el principio, hay que hablar de los derechos de infancia, de lo que está bien y lo que está mal y hay que hablar también de abuso y de maltrato, hay que ponerle nombre. Cuando le pones nombre a aquello que les pasa a los niños, lo pueden identificar, pueden decir que les está pasando y que no les gusta. También intentamos que los colegios incluyan en su práctica diaria el respeto a la intimidad de los menores, los tiempos, sus decisiones... sin olvidar, obviamente, que son necesarios los límites, la estructura y que tiene que haber consecuencias al mal comportamiento. Pero esos límites no pueden llevar a obligar a los niños a vivir experiencias negativas, sobre todo, con el propio cuerpo y con la intimidad.
¿Qué tipo de experiencias negativas en centros educativos pueden estar normalizadas?
Se puede normalizar, por ejemplo, obligar a niños o niñas pequeños a que hagan “pipí” delante de otros niños. Se trata de trabajar en prevención de riesgos. Intentamos que se establezcan protocolos y que, si a un niño o una niña le da vergüenza hacer algo, se intente ayudarle, pero sin forzarle. Cada niño tiene sus tiempos y en todo lo que está relacionado con el propio cuerpo, con la exposición, con obligar a los niños a dar besos... hay que respetar la personalidad de los niños. Si un niño es muy tímido, hay que darle herramientas para que le dé menos vergüenza hacer ciertas cosas, pero tampoco hay que obligarlo a tener experiencias de abrazos o de afectividad para las que quizá no está preparado. Si le obligamos, lo que transmitimos es que tiene que aceptar cualquier cosa que un adulto le diga, que se tiene que aguantar, aunque algo no le guste. Con niños un poco más mayores, en vestuarios… se trata de evitar conductas ambiguas. Nuestros protocolos de trabajo para centros educativos y deportivos recomiendan que el profesorado y los monitores o entrenadores sepan qué cosas no pueden hacer, para evitar malos entendidos y para evitar situaciones que generen incomodidad. Por ejemplo, recomendamos evitar quedarse a solar con un grupo determinado de niños, evitar crear niños especiales... La idea de que son especiales y de que son únicos lleva a que los niños permitan cosas para no perder ese status. Hay que cuidar cómo tratamos la infancia y las ideas que generamos en su mente.
¿Y en casa? ¿Qué aconsejaríais a los padres?
Algunos consejos coinciden, por ejemplo, las recomendaciones sobre el respeto a la intimidad. Hay familias que son de puertas abiertas y otras, de puertas cerradas. Hay gente más o menos pudorosa. Es decir, el respeto a la intimidad no significa que tengamos que ir escondiéndonos por la casa. Pero se trata de ser consciente de que, si soy una madre más desinhibida, que hago que mi hijo vea el desnudo como algo normal, posiblemente él lo imitará. Esto no tiene por qué suponer un problema, pero si a un niño le genera incomodidad el desnudo o no quiere que le veamos desnudo, no deberíamos forzarle; tampoco con esa idea que se defiende a veces de que es para que pierda la vergüenza. Eso lleva a que los niños repriman la emoción de la vergüenza que, a veces, es buena. El pudor no tiene por qué ser siempre malo. Las emociones más primarias, como el asco, el miedo, la vergüenza, la sorpresa, la alegría, la tristeza... son fundamentales, son adaptativas, existen por algo. Cuando encontramos a alguien que nos genera cierto rechazo es porque se ha activado el asco y ese asco es funcional: por el motivo que sea, esa persona, no nos da seguridad. Sin embargo, a veces obligamos a los niños a aceptar a alguien al que, en principio, han rechazado. Esto pasa mucho con los besos; les pedimos que den besos al abuelo, a la abuela o a un tío del pueblo que acaban de conocer. Obligamos a los niños a hacer cosas que los adultos no hacemos: no vamos por la vida dando besos a todo el mundo y menos todavía si alguien no nos genera seguridad. Si bloqueamos la capacidad de los niños de decir que no les gusta algo o no se sienten cómodos, lo que estamos bloqueando es que, si el día de mañana les pasa algo, no puedan decir que no. Evidentemente, este ejemplo es una generalización muy amplia, pero por algo se empieza. También se empieza por hablar, por hablar de las partes de cuerpo, de para qué sirven, de ponerles nombre, hablar de vulva, hablar de pene, normalizar la masturbación infantil, reconduciéndola hacia espacios de intimidad... se trata de que el tema de la sexualidad no sea un tabú. Nuestra experiencia es que, cuando hemos hecho prevención, si después se detecta un abuso, la recuperación es mucho más rápida: porque las familias están preparadas para escuchar, para dar soluciones y los niños no lo viven como un tabú, con lo que pueden verbalizarlo antes. Cuando antes lo verbalicen, se minimiza el daño.
¿Cuáles son las formas más habituales en las que se detectan los abusos?
Si los profesionales están bien preparados, en los centros educativos se detectan antes conductas sospechosas. Es muy rápido, porque los niños normalmente se sienten muy seguros en los centros escolares y aparecen conductas de imitación. Las revelaciones como tal, que consisten en explicar lo que ha pasado, si hay buena vinculación en el ámbito familiar, suele darse en esa familia o con una persona concreta de su entorno. Por desgracia, lo que nos estamos encontrando es que, al no trabajarse la prevención, las revelaciones se alargan en el tiempo. Por eso, nos encontramos con el problema que tenemos ahora, que la mayoría de las personas que revelan ya son adultas y, en muchos casos, el delito ya ha prescrito.
¿Cuánto puede costar que se detecte un abuso o que se revele?
Detectar no es fácil, porque los niños son grandes expertos en ocultar aquello que les hace daño. Lo expresan de muchas maneras, pero no suelen atreverse a decirlo explícitamente, a no ser que sea algo de lo que previamente ya se haya hablado. Normalmente, en revelar se tarda muchos años. Se suele hacer entre los 30 y los 35, que son épocas de cambio. Los psicólogos solemos hablar de hitos evolutivos, en los que de repente en el entorno empieza a cambiar: se empiezan a ver más niños, se empieza a movilizar la maternidad o paternidad, la idea de si queremos o no afrontarlas, relaciones de pareja más estables... hay un revoltijo interno a nivel emocional y es en ese momento cuando, muchas veces, uno empieza a querer verbalizar. Muchas veces, el abusador puede seguir estando en el entorno y, si aparecen nuevos niños, las víctimas se asustan porque piensan que puede volver a ocurrir.