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El Pacto del Agua muere de viejo con 28 años mientras naufraga en su propia obsolescencia, dictaminada por tribunales y administraciones y ratificada por unos cauces que rechazan los pantanos que ubicaba en ellos el magnificado acuerdo unánime que las Cortes de Aragón alcanzaron el 30 de junio de 1992. Hubo consenso, sí; pero, a la hora de verdad, prácticamente para nada: los escasos avances y materializaciones efectivas de aquel acuerdo se derivan, precisamente, de su reinterpretación hace algo más de una década.
El Pacto del Agua es una criatura extraña en términos políticos: en Aragón se vendía como una hoja de ruta con la que sus instituciones blindaban el desarrollo de su agricultura y ponían deberes a un Ministerio de Obras Públicas que, con tan pocos eufemismos como incluía su marca, en realidad estaba pergeñando aquel megalómano plan de trasvases que impulsaba Josep Borrell, cuya única coartada para hacer de su capa un sayo consistía en incluir el papel en su Plan Hidrológico Nacional, algo que han venido haciendo todos los gobiernos desde aquel de Felipe González del que él formaba parte.
Pero el papel no era más que papel, y sus efectos prácticos tras invertir 800 millones de euros se reducen a pantanos descartados, uno de ellos reubicado en el llano, varios que no prestan servicio porque no existen usuarios, alguno sin llenar porque la inestabilidad de sus laderas lo impide, otro sin un proyecto definido por esa misma causa y dos en obras de incierto futuro.
El balance real, salvo que Lechago y El Val encuentren usuarios para sus aguas, Montearagón los halle para la suya si un día se llena, Santolea sea recrecido en caso de hallar una fórmula y Yesa y Mularroya entren en servicio, se reduce a que San Salvador riega 20.000 hectáreas del sur de Huesca, ya que el carpetazo a Biscarrués convierte también en inviable aquella balsa proyectada en Almudévar ante el recorte de la presa, y a que la Loteta, con su elevada salinidad, sigue formando parte del abastecimiento de Zaragoza y su comarca.
El Pacto del agua tenía un aire de fórmula mágica. De hecho, de él salió un mantra de tal potencia que quince años después llegaría a ser incrustado en todo un Estatuto de autonomía como el de 2007 a pesar de que ya no era lo que había sido, de que había comenzado a vaciarse de significado: los 6.550 hectómetros cúbicos.
“La resolución de las Cortes de Aragón de 30 de junio de 1992 establece una reserva de agua para uso exclusivo de los aragoneses de 6.550 hectómetros cúbicos”, reza esa ley, con rango de orgánica.
Esa cifra es desglosable, tal y como explica el pacto original, en otras tres, de cuya suma sale: los 4.260 hectómetros cúbicos que, barro incluido, sumaban entonces los pantanos operativos en la comunicad, entre los que se incluye alguno como el de Mequinenza, cuyo “uso” tiene tanto que ver con el Bajo Ebro como con Aragón; los 1.440 que sumaban los pantanos proyectados en él y los 850 que constituyen, en realidad, esa etérea “reserva hídrica” de incierta materialización.
Así, la suma de 6.550 sale de añadir a los 4.260 que ya existían esos 850, formalmente repartidos entre el curso medio del Ebro y su tramo bajo, y otros 1.440 que, en la práctica, se están quedando en nada: tras el descarte de Biscarrués solo están operativos los 120 de San Salvador y los 96 de La Loteta, mientras los 633 del recrecimiento de Yesa siguen pendientes de que algún día entre en servicio una obra que ha cuadruplicado su presupuesto inicial y ya ha engullido más de 400 millones y los 103 de Mularroya siguen a expensas de que se perfore un túnel en una zona en la que, al parecer, hay minerales de especial dureza.
Donde ponía 1.440 se lee 216, con otro aspecto a tener en cuenta al margen de los inciertos horizontes de Lechago, El Val y Montearagón: la viabilidad de Yesa recrecido y de Mularroya, si un día llegan a ser finalizados, dependerá de cómo evolucionen la falla sobre la que se asienta la primera de esas presas y las tres que atraviesan el vaso que cerrará la segunda, las cuatro activas.
A principios de mayo, cuando la pandemia remitía y el Pacto del Agua se acercaba a su vigesimoctavo aniversario, el Gobierno de Aragón renovaba el listado de representantes institucionales de la Comisión del Agua, un órgano de participación cuyas finalidades consisten en analizar “cuantos asuntos relativos al agua y a las obras hidráulicas consideren sus miembros que son de interés de la comunidad autónoma” y, “en particular”, realizar “cuantas actuaciones favorezcan el consenso hidráulico en el seno” del país.
Quizá, tras el varapalo que han sentido algunos actores del debate hidráulico con el veto judicial a Biscarrués por motivos ambientales, sea el momento de incorporar a lo que queda del Pacto del Agua un contenido del que carece: el ecológico, un criterio que abriría la puerta a pasar de sintonizar con los planes de Borrell y de Jaume Matas a hacerlo con la Directiva Marco del Agua.
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