Arsenio Escolar es periodista y escritor. Con sus 'Crónicas lingüísticas del poder' –información, análisis y opinión de primera mano–, entrará semanalmente en elDiario.es en los detalles del poder político, económico, social... y de sus protagonistas. Con especial atención al lenguaje y al léxico de la política.
Cifuentes, porque yo lo valgo y sin mala conciencia
Hace casi ochenta años, en diciembre de 1939, el sociólogo estadounidense Edwin H. Sutherland, uno de los padres de la criminología moderna, presentó en el congreso anual de la American Sociological Society, que se celebraba en aquella ocasión en Filadelfia, una ponencia que hoy es histórica. Fue la ponencia central del congreso. La más impactante, la nuclear, la que no se ha olvidado.
Se titulaba The White collar criminality (La delincuencia de cuello blanco), y en ella Sutherland no sólo acuñaba este término –que él mismo desarrollaría diez años más tarde en un libro polémico y en parte censurado por presiones de las grandes corporaciones, y que se ha popularizado en la mayoría de los idiomas como una de las expresiones que definen el siglo XX–, sino que además teorizaba por primera vez sobre “los delitos de la clase alta compuesta por personas respetables o, en último término, respetadas, hombres de negocio y profesionales”.
“La delincuencia de cuello blanco en el mundo de los negocios –escribía Sutherland– se manifiesta sobre todo bajo la forma de manipulación de los informes financieros de compañías, la falsa declaración de los stocks de mercancías, los sobornos comerciales, la corrupción de funcionarios realizada directa o indirectamente para conseguir contratos y leyes favorables, la tergiversación de los anuncios y del arte de vender, los desfalcos y la malversación de fondos, los trucajes de pesos y medidas, la mala clasificación de las mercancías, los fraudes fiscales y el desvío de fondos realizado por funcionarios y consignatarios. Éstos son los que Al Capone llamaba los negocios legítimos”.
Aunque Sutherland focalizaba su reflexión en el mundo de los negocios, aludía también como se ve a lo que después ha sido una de las grandes modalidades de la delincuencia de cuello blanco, por desgracia en países de todo el mundo y con regímenes de todo tipo: la corrupción política.
¿Es un caso de corrupción el del máster de Cristina Cifuentes?, se preguntan muchas personas estas últimas semanas. Si nos atenemos a una de las definiciones más comúnmente aceptadas del término, por la que corrupción es “el mal uso del poder público para conseguir una ventaja ilegítima, generalmente de forma secreta y privada”, el del máster de la durante el curso 2011-2012 vicepresidenta de la Asamblea de Madrid y luego delegada del Gobierno sería un caso de corrupción palmario, de libro, de manual. Queda por determinar quién o quiénes corrompen y quién o quiénes son corrompidos, qué papel han desempeñado la hoy presidenta de Madrid y algunos profesores y miembros del personal administrativo de la Universidad Rey Juan Carlos -pública, no se olvide-, pero ya han quedado acreditadas varias cosas. Primero, una enorme ristra de irregularidades que indican cuando menos un trato de favor, una ventaja ilegítima, en la consecución de ese título por parte de Cifuentes. Segundo, la aparición de indicios sólidos de una posible falsificación en documento público, delito que se habría cometido para contrarrestar las primeras informaciones sobre el escándalo.
Se sabe, en resumen, que Cifuentes se matriculó cuando el máster ya había consumido uno de sus tres trimestres, y ella misma lo ha admitido. Que le pusieron notas excelentes en asignaturas que ya se habían impartido cuando ella hizo su matrícula. Que pese a que era obligatorio, no fue a clase, y ella misma lo ha admitido. Que pese a que era obligatorio, no hizo exámenes, y ella misma lo ha admitido. Que el trabajo de fin de máster no aparece. Que el acta de defensa del trabajo de fin de máster tampoco aparece, y la que ella esgrimió para protegerse se ha revelado falsa. Que la que había sido señalada como presidenta del presunto tribunal que según Cifuentes había escuchado su defensa del trabajo fin de máster dice que tal tribunal no se reunió nunca para esa alumna. Que dos asignaturas –una de ellas el importantísimo trabajo de fin de máster- en las que en su expediente académico figuraba en 2012 como “no presentada” fueron transformadas en 2014 en notables por una funcionaria amiga o conocida suya que ni siquiera era del mismo campus del máster...
En fin, irregularidades a porrillo -y quizás algún delito-, y muchas de ellas admitidas por la propia Cifuentes. Y aun así: “No voy a dimitir. Es la universidad quien tiene que aclarar las cosas”.
Pillada, en conclusión, con un máster más que sospechoso y en docenas de mentiras, y algunas de ellas en sede parlamentaria, la presidenta de Madrid no solo no muestra signo alguno de arrepentimiento o de reconocimiento de los errores ni asume responsabilidades, sino que se pone a sí misma como ejemplo moral y de espíritu de superación, se hace la ofendida en su honor, intenta desacreditar la información atribuyendo la filtración del caso a diferentes conspiraciones urdidas contra ella y arremete con “querellas criminales” contra los periodistas que han revelado la multitud de irregularidades palmarias con que obtuvo el título de marras y con acusaciones contra la propia universidad que las cometió… a beneficio -qué curioso- de la propia doncella ofendida.
Y, lo que es aún más grave: su partido, el PP, la aclama por la heroicidad del sostenella y no enmendalla; y el partido que la mantiene en el poder, Ciudadanos, que dijo venir a la política para regenerarla y limpiarla y darle un nuevo impulso ético, juega al ratón y al gato, a amagar y no dar, por ahora con no mucho fruto, quizás por demasiado tibio en su presión.
Estamos, así, ante un caso de presunta corrupción muy peculiar y novedoso. La presunta corrupción que niega las evidencias, que insiste en que es de día aunque todo indica que es noche cerrada, que dice que todo está claro como el agua clara cuando todo está turbio como una sentina. La corrupción de se me hizo un traje a medida porque yo lo valgo. La corrupción sin mala conciencia.
Como en su día Edwin Sutherland, sociólogos, politólogos y otros profesionales de las ciencias sociales habrían de reflexionar ahora sobre estos nuevos métodos por los que algunos poderosos -personas respetables o, en último término, respetadas- se creen impunes, se consideran por encima del resto de los ciudadanos, con mayores derechos, con menor obligación de dar explicaciones. Para el conjunto de la sociedad, los efectos de estos comportamientos quizás sean aún más devastadores que los de la corrupción a secas.
Hace casi ochenta años, en diciembre de 1939, el sociólogo estadounidense Edwin H. Sutherland, uno de los padres de la criminología moderna, presentó en el congreso anual de la American Sociological Society, que se celebraba en aquella ocasión en Filadelfia, una ponencia que hoy es histórica. Fue la ponencia central del congreso. La más impactante, la nuclear, la que no se ha olvidado.
Se titulaba The White collar criminality (La delincuencia de cuello blanco), y en ella Sutherland no sólo acuñaba este término –que él mismo desarrollaría diez años más tarde en un libro polémico y en parte censurado por presiones de las grandes corporaciones, y que se ha popularizado en la mayoría de los idiomas como una de las expresiones que definen el siglo XX–, sino que además teorizaba por primera vez sobre “los delitos de la clase alta compuesta por personas respetables o, en último término, respetadas, hombres de negocio y profesionales”.