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De la corrupta María Cristina de Borbón al aún presunto Juan Carlos I

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María Cristina de Borbón-Dos Sicilias, reina consorte de 1829 a 1833 por su matrimonio con Fernando VII y regente del reino de 1833 a 1840, durante parte de la minoría de edad de su hija Isabel II, pasa por ser una de las mayores corruptas de la historia de España, al nivel de alguien tan acreditado ladrón como lo fue Francisco de Sandoval y Rojas, duque de Lerma y valido de Felipe lll, en el siglo XVII. Desde sus cargos institucionales y fuera de ellos, María Cristina hizo negocios turbios con los ferrocarriles, con las minas, con la sal e incluso con la trata de esclavos, un pingüe negocio que por entonces movía pocas conciencias y una ingente cantidad de dinero. A ella se le calculó una fortuna de unos 300 millones de reales. A su tataratataranieto Juan Carlos I (cuatro generaciones de Borbones hay en medio, las de Isabel II, Alfonso XII, Alfonso XIII y Don Juan) también se le calcula una fortuna millonaria, y en euros, y presuntamente procedente de actividades ilícitas. Ya no lo dice solo parte de la prensa, una examante despechada y los políticos antimonárquicos o republicanos sino también la Fiscalía del Tribunal Supremo.

El escrito de febrero pasado y conocido ahora por el que el teniente fiscal del Supremo, Juan Ignacio Campos, pide en comisión rogatoria a las autoridades suizas información sobre las cuentas de Juan Carlos I en aquel país es demoledor y supone un salto cualitativo en las investigaciones judiciales sobre el anterior jefe del Estado. Por primera vez, al menos que se sepa, una alta instancia judicial española enumera en un documento oficial los posibles delitos de Juan Carlos I que se investigan –“blanqueo de capitales, contra la Hacienda pública, cohecho y tráfico de influencias”– y afirma que el emérito amasó su fortuna ejerciendo como comisionista a escala internacional en negocios empresariales, actividad legalmente incompatible con su condición de jefe del Estado.

La respuesta a la comisión rogatoria a Suiza se está demorando, o al menos su conocimiento público, pero es de esperar que no se demoren las reacciones oficiales aquí. Especialmente, en la Casa Real, donde en anteriores ocasiones se ha sido muy rápido en la reacción tras conocerse avances relevantes en las investigaciones sobre Juan Carlos I. En marzo de 2020, poco después de saberse que Felipe VI aparecía como segundo beneficiario de la fundación 'offshore' que figura como titular de la cuenta bancaria donde se ingresó una supuesta donación de 100 millones de dólares de Arabia Saudí a Juan Carlos I, la Casa Real hizo dos anuncios significativos: que retiraba al emérito la asignación anual pública que recibía, algo más de 200.000 euros por entonces, y que Felipe renunciaba a la herencia económica de su padre. A primeros de agosto de ese mismo 2020, poco días después de que Manuel García Castellón, juez de la Audiencia Nacional, activara un viejo caso de los muchos de Villarejo y citara a declarar a Corinna Larsen, examante del rey Juan Carlos I y partícipe y/o testigo de algunos de sus oscuros asuntos económicos, se anunciaba el traslado al extranjero del emérito, para, según la nota oficial hecha pública por él mismo, contribuir a que su hijo el rey Felipe VI pudiera desarrollar su función “desde la tranquilidad y el sosiego”. La decisión la había tomado Juan Carlos a regañadientes, la iniciativa partía de Zarzuela. 

Poca tranquilidad y sosiego ha tenido en estos 13 meses últimos el rey Felipe con el rey Juan Carlos. Aun alejado, en Abu Dabi, el goteo continuo de informaciones sobre las actividades económicas irregulares del emérito ha seguido minando no solo la reputación de este, que ya está por suelos, sino la de la Corona en su conjunto, por más que el CIS no quiera preguntar abiertamente por ello a los ciudadanos. El escrito del fiscal, la contestación de Suiza, las tres diligencias abiertas –una por el cobro de 65 millones por presuntas comisiones del AVE a La Meca, otra por donaciones varias y una tercera por si oculta fondos en paraísos fiscales– auguran que en breve el goteo se puede convertir en chaparrón, y quizás en gota fría, inundaciones y arrastre de materiales. La Casa Real debería mover ya ficha y de modo contundente, debe construir los diques cuanto antes.

El título de emérito no se le puede quitar a Juan Carlos I porque oficialmente no lo tiene. En un real decreto del 13 de junio de 2014, pocos días después de saberse que iba a abdicar y pocos antes de la abdicación efectiva, se disponía literalmente lo siguiente: “Don Juan Carlos de Borbón, padre del Rey Don Felipe VI, continuará vitaliciamente en el uso con carácter honorífico del título de Rey, con tratamiento de Majestad y honores análogos a los establecidos para el Heredero de la Corona, Príncipe o Princesa de Asturias, en el Real Decreto 684/2010, de 20 de mayo, por el que se aprueba el Reglamento de Honores Militares”. El real decreto se dictó “a propuesta del presidente del Gobierno”, entonces Mariano Rajoy, “y previa deliberación del Consejo de Ministros”, y lleva en el BOE la firma tanto de Juan Carlos como de Rajoy. Retirarle ahora el título de Rey debería requerir los mismos pasos.

“No había proyecto industrial en el que la reina madre no tuviera intereses”, se escribió sobre María Cristina de Borbón-Dos Sicilias. En una carta que O'Donnell, entonces presidente del Gobierno, le escribe a Isabel II le habla de la “insaciable sed de oro de que está devorada” su madre, y añade: “Apenas ha habido contratas lucrosas de buena o mala ley, especulaciones onerosas, privilegios monopolizadores a que no se haya visto asociado el nombre de la reina madre”. Al cabo, María Cristina se ganó tantas antipatías populares que en 1854 fue expulsada de España y se le retiró la pensión vitalicia que le habían concedido las Cortes.

Corrupción y exilio son dos constantes en la historia de los Borbones en España. A todos ellos, y ya van 11, les ha tocado una o las dos cosas. Al vigente, Felipe VI, por ahora solo la primera e indirectamente, por su padre. De sí mismo, de los cortafuegos que ponga, depende en buena medida para no verse en la segunda.

María Cristina de Borbón-Dos Sicilias, reina consorte de 1829 a 1833 por su matrimonio con Fernando VII y regente del reino de 1833 a 1840, durante parte de la minoría de edad de su hija Isabel II, pasa por ser una de las mayores corruptas de la historia de España, al nivel de alguien tan acreditado ladrón como lo fue Francisco de Sandoval y Rojas, duque de Lerma y valido de Felipe lll, en el siglo XVII. Desde sus cargos institucionales y fuera de ellos, María Cristina hizo negocios turbios con los ferrocarriles, con las minas, con la sal e incluso con la trata de esclavos, un pingüe negocio que por entonces movía pocas conciencias y una ingente cantidad de dinero. A ella se le calculó una fortuna de unos 300 millones de reales. A su tataratataranieto Juan Carlos I (cuatro generaciones de Borbones hay en medio, las de Isabel II, Alfonso XII, Alfonso XIII y Don Juan) también se le calcula una fortuna millonaria, y en euros, y presuntamente procedente de actividades ilícitas. Ya no lo dice solo parte de la prensa, una examante despechada y los políticos antimonárquicos o republicanos sino también la Fiscalía del Tribunal Supremo.

El escrito de febrero pasado y conocido ahora por el que el teniente fiscal del Supremo, Juan Ignacio Campos, pide en comisión rogatoria a las autoridades suizas información sobre las cuentas de Juan Carlos I en aquel país es demoledor y supone un salto cualitativo en las investigaciones judiciales sobre el anterior jefe del Estado. Por primera vez, al menos que se sepa, una alta instancia judicial española enumera en un documento oficial los posibles delitos de Juan Carlos I que se investigan –“blanqueo de capitales, contra la Hacienda pública, cohecho y tráfico de influencias”– y afirma que el emérito amasó su fortuna ejerciendo como comisionista a escala internacional en negocios empresariales, actividad legalmente incompatible con su condición de jefe del Estado.