Rosa Gabarri, la gitana asturiana pionera que abrió caminos con sus furgonetas

Raquel L. Murias

Grado, Asturias —

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A Rosa Gabarri Jiménez, la primera mujer gitana que sacó el carné de conducir en Asturias, acaban de darle un reconocimiento en una de las localidades en las que ella, a sus 73 años, sigue trabajando con su puesto de ropa y calzado en el mercadillo. La Asociación de Amigos de Grado ha querido reconocer el espíritu de Rosi, como todos la llaman de forma cariñosa. “Por su contribución a la sociedad moscona y por su manera de ver la vida”, dice el diploma. Rosi una “gitana, gitana” ha sido y es una mujer de las que siempre han abierto caminos, desde que nació en una castañera, en plena calle, en San Andrés de Trubia, una aldea que dista pocos kilómetros de Oviedo. Pero entre San Andrés de Trubia y Oviedo hay en realidad todo un mundo, que a Rosi se le quedó pequeño. No le bastó solo con descubrirlo, quiso salir de él y lo hizo. Y en furgoneta.

Dice Rosi que el hecho de ser gitana lleva asociado el que “siempre te echen la culpa de lo que hacen los payos, porque a nosotros siempre se nos ha perseguido”; pero en Grado a Rosi la quieren. Y cuesta tomar con ella un café en una terraza porque quieren que sea ella la que les elija las mejores sábanas de su puesto, que si por algo se caracteriza es porque solo trabaja con producto nacional. “El que quiera ir a lo barato que lo compre de China. Yo vendo calidad”.

Rosi solo fue tres meses a la escuela, y dice escuela cuando en realidad lo que recibió fue clases particulares, ahí aprendió lo justo para defenderse; el resto lo puso ella, que si volviera a nacer tiene muy claro que sería ingeniera. “La familia andábamos siempre de allá para acá, porque nadie nos quería alquilar por ser gitanos. Fíjate la vida, ahora vivo en un piso que me compré encima del Cuartel de la Guardia Civil, pero yo siempre he sabido adaptarme”, relata. Con doce años ayudaba a su hermano. “Él trabajaba aglomerando carreteras y yo le llenaba el carretillo, luego estuve un tiempo sirviendo en Oviedo. Llevaba mandilín blanco, cofia y guantes; en realidad me contrataron porque no sabían que era gitana”, apunta. Pero a Rosi, en aquella casa de lujos donde ella tenía que comer en la cocina y la llamaban a golpes de campanilla de plata, la ponían a prueba cada día. “Dejaban por el suelo anillos de oro o monedas, porque pensaban que yo los iba a robar. Y ¿qué hacía yo?, pues dárselos a la señora. Oiga, disculpe, que me he encontrado esto en la alfombra o debajo del sofá… Qué casualidad que casi todos los días aparecía algo”, explica. Harta de aquel trato despectivo se fue, sin guardarse ni una joya en el bolsillo. “Nunca pasé tanta hambre como en la casa de un rico, si quieres comer bien has de ir a casa del pobre, que todo lo comparte y te tratan de otra manera. De tú a tú.”, prosigue Rosi.

Y de los lujos de las casas del más rancio abolengo ovetense se fue Rosi a Teverga, donde tenía familia y trabajaba para una señora que era ganadera y en casa de unos sevillanos que la atiborraban a aceitunas. “Yo siempre fui una gitana adelantada a mi tiempo y tuve claro lo que quería hacer. En aquella casa de Teverga la señora me trataba muy bien, era ganadera, gente humilde. Yo trabajaba y cumplía, y al terminar la faena comíamos juntas en la mesa y departíamos. Fíjate si comía bien que engordé diez kilos en un mes”, cuenta con gracia. “Era cuando tenía la melena negra por la cintura”, concreta. Otros tiempos, cuando aún no conducía, cuando no había viajado en furgoneta a Madrid ni a Portugal en busca de la mejor mercancía, cuando el cáncer de pecho tampoco había mostrado la cara. Un cáncer que se encontró ella misma mientras se duchaba. “Fue en plena pandemia, me operaron y me dieron quimio y radio. A los tres meses ya estaba trabajando. Tuve suerte”, remata.

Rosi tiene una chispa en los ojos que irradia vitalidad, frescura y honradez. Y ganas, muchas ganas. Por eso cuando un día su cuñado llegó a casa “un poco bebido y rompió un cristal de la puerta con el brazo y casi se nos desangra porque no había un coche para llevarle al hospital, me propuse a mí misma que si salíamos de esa, yo sacaría el carné de conducir. Y no dije nada en casa, porque intuía que me encontraría con la negativa de mis padres”, esgrime. Fue un vecino quien casi milagrosamente logró llevar a su cuñado al hospital y “nos atendió un cirujano estupendo que le paró la hemorragia. Al día siguiente ya fui a apuntarme a la autoescuela, que estaba en la calle Covadonga en Oviedo”, cuenta Rosi.

Pero cuál fue su sorpresa que a sus 22 años aquella chavalina tenía que pasar un examen básico que la obligada a tener nociones de puericultura, labores del hogar, saber hacer un ojal, lo que era un alcalde…etc. “Lo pedía Franco, pero a mí aquello no me paralizó yo seguí para adelante. Estudiaba cuando podía, me dormía con el libro encima y también lo iba leyendo en el autobús. Me costó más superar aquella prueba que sacar el carné. ”El día que me fui a examinar éramos más de doscientas mujeres, la única gitana yo. Me temblaban las manos“. A los pocos días de pasar el examen le llegó una carta a casa con las calificaciones y ella, que buscaba el aprobado, se encontró con que el boletín ponía notable. ”Pensé que había suspendido, pero había ido a formarme con una maestra y ella me explicó que mi examen estaba más que aprobado. Así que seguí mi camino y me presenté al teórico de conducir. Cuando me colocaron encima la plantilla de las respuestas me dijeron que no tenía ni un fallo y que podía pasar a pista“, explica Rosi.

Sacó el carné a la primera en un Sescientos y el mismo día que le dieron el resguardo se fue con su hermano a comprar la que sería su primera furgoneta, una Mercedes de segunda mano. Pronto decidió que quería más, y aunque se inició en el mundo de la venta ambulante con la chatarra y después vendiendo fregonas, calderos, escobas y productos de limpieza por los pueblos a los que nadie llegaba, vio en la ropa de hogar y en el calzado una brecha de negocio. “Iba a Madrid a buscar calzado de liquidación y a Portugal a comprar la ropa de cama, las toallas, los rodillos de cocina… Siempre he trabajado mucho porque me gusta tener algo de dinero, y ahora, aunque estoy jubilada pues con una pensión que no llega a 800 ya me dirás tú. Si me quedo en casa me muero”, explica sonriente, con esa serenidad que a Rosi le han dado los años y con el aplomo y el orgullo de haber podido hacer de su vida lo que ella quiso.

Setenta y tres años tiene Rosi, y fue también en el año 73 en el que ella sacó su licencia de conducir, concretamente en septiembre. “A los gitanos de ahora les doy mil vueltas, hay gente que se niega a evolucionar, por eso yo siempre digo que soy una gitana evolucionada”. Rosi va con los tiempos y por su octava furgoneta… y sí, sigue saliendo a pista cada día, en Grado, en Pravia y en Luanco, los mercados que aún mantiene porque quiere. “En verano veo a las señoras pudientes, que por cierto me compran mucho, venir a mi puesto en Luanco a comprar y van acompañadas de las chicas del servicio a las que siguen obligando a llevar bata y cofia y mandil, les gusta presumir de que tienen muchacha. ¡Qué pena!”, y es como bien dice Rosi, aún falta mucho por evolucionar. Quizás Rosi también le des a los payos otras mil vueltas.