La vida de Trini y José Luis junto al hórreo más fotografiado de Asturias: “Tenemos muchas anécdotas y todas buenas”

Raquel L. Murias

Coaña (Asturias) —

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Trinidad González siempre fue y será en su pueblo de Savariz, en el concejo de Coaña, 'Trini da Casía', pero eso solo pasa en su pueblo, porque hasta los paquetes de Amazon han desechado el nombre de A Casía para rebautizarla como “a casa del hórreo das calabazas”, desde que hace más de diez años su hórreo se haya convertido, sin duda alguna, en el más fotografiado de Asturias por su decoración tradicional y llamativa cargada de calabazas.

Nunca pensó Trini que su humilde vivienda, donde toda la vida ella se dedicó al cuidado del ganado y la huerta, y que está ubicada en la orilla de la tortuosa carretera que une las localidades de Navia y Boal, en pleno Occidente de Asturias, iba a ser fotografiada por cientos de personas cada año; ella, que siempre había vivido una vida desapercibida, con su mandil de cuadros y al ritmo que marcan los relojes en la zona rural donde todo camina más lento y acompasado a la naturaleza, se vio de golpe y porrazo siendo protagonista de muchas, muchas fotos al día.

Y es que en Asturias no fue Halloween quién puso de moda la calabaza. No lo fue. Fueron Trini y su marido, José Luis de la Uz. A punto de cumplir los cincuenta años de casados, el matrimonio, que sigue mirándose con cariño y respeto, engendró tres hijos: Francisco, Jorge y “el noso hórreo”, tal y como ellos le llaman en su “fala”, el gallego-asturiano.

La cosa no es broma, basta con poner en un buscador “la casa de las calabazas asturianas” para ver la cantidad de fotografías que se han hecho delante de este hórreo que, además de ser un símbolo de la arquitectura tradicional de la Asturias rural, es también el hórreo que a Trini le saca una sonrisa orgullosa, el mismo que a José Luis le guarda lo que más feliz le hace: sus libros.

El hórreo es también, aparte de un escaparate de colores para el turista y el curioso, el lugar en donde ha ido tejiendo José Luis su propia biblioteca. “Pasa mucha gente, muchísima, y se paran a hacer una foto. A mí me gusta charlar con ellos, preguntarles de dónde son y casi siempre les doy algo: naranjas, limones o huevos”, explica Trini. A la gente le fascina ver un hórreo que llegó a tener delante cientos de calabazas, mazorcas de maíz y cebollas. “Algunos hacen las fotos desde el coche, pero la mayoría aparcan y quieren saber. A mí siempre me gustó charlar con la gente así que en realidad lo disfruto”, añade. Y también los hay que, sucumbidos por el encanto de la construcción y sus colores, despistaron el volante y acabaron pagando caro lo de quedarse obnubilados mirando al hórreo. “Era una médica que bajaba de Boal, cuando nos dimos cuenta el coche estaba en el prado, cuesta abajo, no terminó bajando al río Navia de milagro. Tanto mirar el hórreo…”, relata el matrimonio.

Pasa muchísima gente y se paran a hacer una foto. A mí me gusta charlar con ellos, preguntarles de dónde son, y casi siempre les doy algo: naranjas, limones o huevos

Trini, siempre dicharachera y curiosa, jamás pensó que el hórreo que lleva toda la vida erguido al lado de su casa, iba darle tanta vida y menos, una vez vacío de cosecha. Tan quieto y a la vez tan activo. “Antes lo usábamos para guardar las patatas principalmente, pero hace tiempo que no lo hacemos, con los años subir se nos complica, a mí sobre todo”, apunta la dueña apretando con fuerza la muleta que desde hace algunos años la sostiene. Los años van pasando y con ellos la espalda, las rodillas, los brazos… todo se resiente. Y las escaleras para acceder al interior también parece que ganasen desnivel con los años… Trini las mira desde abajo y es solo su marido quién entra al hórreo, pero no pasa nada porque Trini reconoce que ella nunca fue una gran aficionada a la lectura y prefiere disfrutar de vestirlo por fuera.

Ahora las cebollas, las patatas y las mazorcas se guardan fuera, colgadas por la parte exterior, donde también hay un yugo de madera y otros utensilios tradicionales de labranza  que convierten a este hórreo en una construcción de postal, de hecho su imagen ya ha sido galardonada en varios certámenes de fotografía vinculados al mundo rural.

Pero lo guapo del hórreo de Trini y José Luis no está solo por fuera, ¡qué va! Dice el refranero que “en casa del herrero, cuchillo de palo”, pues eso mismo le pasa a José Luis con las calabazas. Setenta años sin querer saber nada de comerlas, concretamente desde el día que su madre le pusiese delante un plato “hondo, hondo” de puré siendo él un niño de diez años. Nunca acabó de comerlo ni piensa volver a intentarlo. A José Luis siempre le ha gustado mucho más el sabor de un buen libro que el de una calabaza. “Calabazones los llamo yo”, apunta con sorna. Así que dentro de aquel hórreo que tantas cosechas guardó y protegió del ataque de los ratones, hizo José Luis la suya propia, con una colección de más de mil libros colocados con cariño y esmero y que fueron buscando su hueco a medida que él los iba devorando. Libro que se lee, libro que se coloca en el hórreo. Lorca y su Poeta en Nueva York también están en un hórreo de Savariz.  “Ahora mismo estoy con estos dos (explica José Luis en relación a los libros) en realidad hay muchos que los leo dos o tres veces, siempre fui un enamorado de la lectura y me encantaban las colecciones por fascículos. Algún día quiero ponerle un cartel a esta biblioteca particular, me parece que llenar un hórreo de libros es una alternativa fantástica y más ahora que, por desgracia, cada vez se va cultivando menos la tierra”, explica José Luis de la Uz, que reposa en la mesa del salón los dos ejemplares con los que anda matando el tiempo estos días. Novela histórica, como casi siempre: “Crónica del Antifranquismo” y “Los días contados”. Aunque él es también un hombre de poesía. “Me encanta”, murmulla mientras trepa por las escaleras de su hórreo para mostrar su interior, donde para él está el verdadero carisma de esta construcción.

Son ahora los hijos de José Luis y Trini quienes siguen manteniendo viva la tradición de engalanar el hórreo con la cosecha y también de vestirlo de luces en Navidad, el éxito del hórreo es tal, que la mayoría de las personas que paran a hacerse una foto quieren llevarse también una de las calabazas, pero la cuenta está fácil de hacer: si cada selfi costase una calabaza… el hórreo de Trini estaría vacío. “La gente quiere que se las vendamos, pero entonces no podríamos tenerlo tan guapo”, insiste ella. Pero como Trini y José Luís tienen el corazón generoso, resulta que hay casi tantas calabazas como excepciones. “Hay un señor de Gijón al que le gusta hacer morcilla de calabaza y claro, pues siempre le damos unas pocas. Fíjate si es agradecido que siempre nos trae luego el embutido para que las probemos”, dice el matrimonio. Y es ahí, en la morcilla de calabaza, donde José Luis se reconcilia con el plato de calabazón que aquel día su madre le puso delante. “El embutido lleva un poco de picante y hay que decir que está bueno, sí”, asegura él sonriente.  

Aunque este año hubo menos calabazas porque la cosecha no fue de las mejores, toca renovar el decorado del hórreo y en ello están, engalanándolo justo ahora que, además, llegan las fiestas del pueblo. Uno nunca sabe qué casualidad de la vida o qué decisión pueden llevar a colocar en el mapa a un pueblo como Savariz, donde nunca nada ni nadie había sido tan famoso. “Lo cierto es que nadie lo decoró con intención de que fuese tan visitado y fotografiado, pero tenemos muchas anécdotas y todas buenas. Fíjate que hasta una vez vino un hombre que resultó que había coincidido estudiando conmigo en La Laboral, pues nos dimos un abrazo. Y unos cubanos que eran amigos de unos parientes y con los que acabamos hablando por videollamada, relata José Luis.

El matrimonio, que a punto está de celebrar sus bodas de oro, aún no se ha parado a pensar cómo la van a celebrar, pero saben que ese hórreo que siempre les ha acompañado es el símbolo vivo de una vida en compañía. “Hace años que le arreglamos el tejado y lo mejoramos un poco por dentro”, apunta José Luis. Y después vino la fase de engalanarlo por fuera.

Entre las rendijas de dentro, justo entre dos libros de Kafka y Molière, se cuela un halo de luz de color anaranjado. El es otoño que anuncia el tiempo de recoger las calabazas, de recogerse también a leer a contraluz o con una vela. Cincuenta años juntos, afincados a su pueblo con la misma entereza que se mantiene el hórreo cargado de calabazas, las que nunca se darán a ellos mismos ni Trini ni José Luis.