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Cuando en febrero de 2003 el alcalde de Londres empezó a cobrar cinco libras (unos siete euros al cambio de entonces) a los conductores que entraban en el centro para reducir los atascos, solo una pequeña minoría apoyaba su plan. Se trataba del peaje urbano más extenso del mundo y, en aquel momento, había pocos ejemplos de medidas para acabar con los inconvenientes del tráfico. Al cabo de un año, muchos ciudadanos se mostraban contentos con el resultado: los atascos se habían reducido un 30% y el tráfico un 10%.
Algo similar ocurrió en Estocolmo, otra de las pocas ciudades que tiene un sistema de pago para los coches que entran en el centro urbano. Aquí, los atascos disminuyeron más del 20% y la contaminación entre un 5% y un 15%. Hoy, estos peajes se siguen aplicando con éxito en ambas capitales y se han ampliado con políticas que prohíben o penalizan a los vehículos más contaminantes.
Un estudio que presenta esta semana el Centro de Políticas Económicas de Esade (EsadeEcPol), lanza un mensaje discrepante respecto a las zonas de bajas emisiones que se están adoptando en Europa: el peaje urbano –en el que se cobra por circular en una zona– ofrece mejores resultados que prohibir la entrada a los vehículos más sucios.
El documento, en el que se se analizan los resultados de 130 grandes ciudades de 19 países de la Unión Europea y el Reino Unido, lo justifica de este modo: las zonas de bajas emisiones solo afectan a ciertos vehículos, mientras que el peaje incluye casi todas las categorías; no suelen conllevar necesariamente mejoras en el transporte público, mientras el dinero del peaje suele ir acompañado de inversiones en el transporte público. Además de la reducción de la contaminación, reducen más los atascos, lo cual redunda en ventajas económicas. Según la investigación, los ciudadanos de Barcelona y de Madrid pasan 119 y 105 horas extra al volante, respectivamente, que suponen 175,5 millones de euros y 187,5 millones de pérdidas anuales para las empresas.
Sin embargo, las zonas de bajas emisiones, menos efectivas de acuerdo a este estudio para mejorar el tráfico y la contaminación, son las que están creciendo en toda Europa y las que se promueve en el nuevo Proyecto de Ley de Cambio Climático y Transición Energética, donde se impone la adopción de estas zonas a todas las ciudades de más de 50.000 habitantes y a las de más de 20.000 habitantes que tengan mala calidad del aire.
Esto se debe, explican, a que suelen aceptarse mejor: permite a los alcaldes relajar las restricciones de los tipos de vehículos sorteando su impopularidad, son baratas porque no suelen conllevar mejoras en el transporte público y se alinean con los intereses de la industria automovilística ya que fomentan el reemplazo de los coches contaminantes.
“Los consumidores subestiman los beneficios de los peajes”, explica Marta Suárez-Varela, directora de la línea de investigación de Transición verde del Centro de Políticas Económicas de Esade. Por ello, aclara, “establecer periodos de prueba suele contribuir a que perciban la mejora en la congestión, y convencidos de su utilidad, se venza el rechazo inicial”.
Eso es lo que ocurrió en Estocolmo y Milán, que aprobaron por referéndum esta medida tras unos meses en los que se probó cobrar a los conductores por entrar a ciertas zonas de la ciudad. En otros lugares, como Londres, la medida se implementó como parte de las políticas urbanas y fue más tarde cuando recibió el apoyo de la ciudadanía. Su alcalde de entonces, Ken Livingstone, hizo un análisis pasados diez años sobre cómo se produjo el cambio: “Si hubiera tenido un referéndum primero, con toda la histeria de los periódicos –estuvieron dos años y medio diciendo que sería un desastre –nunca se hubiera llevado a cabo. Lo pintaban todo muy negro”, dijo en la BBC.
Hoy en día, solo cinco ciudades europeas –Londres, Estocolmo, Milán, Gotemburgo y Palermo–tienen un peaje para evitar los embotellamientos. En otros lugares donde se intentaron imponer modelos similares, como Manchester o Nueva York, nunca llegaron a aplicarse, bien porque los ciudadanos se opusieron (en una votación en Manchester), bien porque los alcaldes no consiguieron el apoyo político suficiente (Michael Bloomberg en Nueva York).
“Otra de las preocupaciones habituales en discusiones sobre este tema suele ser las posibles consecuencias distributivas”, añade Suárez-Varela. Esta especialista aclara: “Es decir, que los peajes puedan privar del acceso al centro de las ciudades a las clases bajas. Sin embargo, aunque de manera más indirecta, este efecto podría ser incluso mayor en el caso de las zonas de bajas emisiones, ya que en ellas el acceso está condicionado a la sustitución de los vehículos por otros que cuenten con tecnologías más sostenibles y menos contaminantes (eléctrico, híbrido), cuyo coste resulta más gravoso a los hogares de clase baja”.
Hoy, todas las ciudades con peajes urbanos combinan también zonas de bajas emisiones. Para los autores de Esade, utilizar distintas medidas (peajes, zonas de bajas emisiones, mejoras en el transporte público y no motorizado, parking) probablemente sea el sistema que ganaría mayor apoyo. “Además, compaginar políticas generaría un mayor margen de maniobra a las autoridades para ajustar las medidas a las condiciones particulares de contaminación y congestión en cada momento”, añaden.
De momento, los investigadores confían que su estudio sirva para fomentar un debate sobre cómo reducir la contaminación y la congestión de las ciudades españolas, casi todas ellas con niveles de contaminación muy superiores a los recomendados por la Organización Mundial de la Salud.
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