Este reportaje ha sido publicado en el N23 de la revista Ballena Blanca publicado en septiembre. Para conocer más sobre este proyecto periodístico, infórmate aquí.
Dos semanas antes de que empezara el confinamiento, a Agustina Atrio le plantaron un andamio delante del balcón. Y no era el clásico armazón de hierros, sino que también incluía un caparazón de chapa que parecía estratégicamente colocado para que en su casa no penetrara ni una brizna de luz. Así que para Agustina Atrio, cuando el domingo 15 de marzo entró en vigor el confinamiento por el coronavirus, empezó una larga noche.
Al hacerse otra vez de día, el 4 de mayo, la primera jornada con paseos permitidos, Agustina Atrio se encontró con una ciudad que parecía a estrenar. Habían desaparecido los habitantes de la ciudad apresurada: los coches oficiales que se dirigen a la colocación de la primera piedra de una ruina futura, los paseantes con bolsas arrugadas de Primark, los agentes inmobiliarios con lamparones de bebida energética en las corbatas y los conductores sulfurados lanzándose mensajes en un morse enloquecido con los cláxones. En su lugar, las calles estaban ocupadas por peatones dubitativos, acostumbrándose al escozor de las mascarillas detrás de las orejas, a un picor de ojos leve por el abuso de gel hidroalcohólico, y pisando las aceras como bañistas temerosos del agua fría. “El primer paseo fue emocionante de verdad”, recuerda Agustina Atrio, quien desde enero de 2018 alimenta un proyecto de investigación urbana que se llama Despaseando. “Nos hemos acostumbrado a que todos nuestros movimientos por la ciudad tengan un objetivo concreto, generalmente vinculado al consumo. Y, de repente, empezamos a caminar por las calles sin ningún pretexto, experimentamos sensaciones y descubrimos lugares en los que nunca habíamos reparado. En definitiva, se nos hizo patente que hay muchas maneras de estar en la ciudad”.
La declarada vocación mercantilista de nuestros espacios urbanos no es ninguna casualidad. Quienes los diseñaron tenían en mente a un tipo concreto de persona: hombre, joven, sano, trabajador a tiempo completo y sin responsabilidades de cuidados. Es decir, quienes llevan las normas dominantes adheridas a las suelas de sus zapatos. Resulta particularmente ilustrativa la formulación que, sobre esta realidad, hizo la arquitecta británica Christine Murray: “Últimamente me he visto a mí misma imaginando cómo sería el mundo si la gente que lo ha diseñado –políticos, urbanistas, promotores y arquitectos– fueran más diversos”.
Entre otras cosas, Murray concluye que si las madres hubieran tenido un papel más importante en el diseño de las ciudades habría rampas por todos lados (“ir de aquí para allá empujando un carrito le cambia a cualquiera la concepción sobre las escaleras”, escribe), que si los jubilados hubiesen tenido más peso en los diseños tendríamos más sitios donde sentarnos y más baños públicos (actualmente la ciudad nos obliga a que tengamos “un suelo pélvico de acero”) y que de haber contado más con los adolescentes la carga de teléfonos se habría convertido en un derecho humano y cualquiera que colgase un cartel que prohibiese jugar a la pelota “sería multado por comportamiento antisocial”.
Quienes diseñaron nuestras ciudades, desde luego, no tuvieron en mente a Oyirum, una estudiante de Biomedicina de 22 años que experimenta Barcelona en una silla de ruedas por una atrofia muscular espinal. Una noche de cena con sus amigos, los bomberos tuvieron que sacarla de un restaurante porque el salvaescaleras se había estropeado. A continuación, cuando quiso marcharse a casa, los ascensores del metro no funcionaban. Y cuando puso rumbo a otra parada, se tropezó con un paso de cebra sin el rebaje necesario para que pasara. Aquella fue la gota que colmó el vaso: la imposibilidad de moverse por la ciudad provocó el primer y único ataque de ansiedad que ha vivido Oyirum.
¿Por qué las ciudades pueden llegar a hacer sentir así a quienes las habitan? La desaparición del ciudadano apresurado no fue, ni mucho menos, la única transformación en nuestras ciudades tras el confinamiento. Es probable que los antropólogos del futuro se pregunten en qué momento nos convertimos por voluntad propia en vasallos del asfalto, esa costra rugosa que recuerda tanto a las cintas transportadoras que hay en las cajas de los supermercados. Normalmente, entre el 70% y el 80% del espacio de nuestras calles está dedicado a los vehículos, dejando a los peatones el desplazamiento casi en fila india por los ridículos arroyuelos que forman las aceras. Pero eso cambió temporalmente cuando el 4 de mayo regresamos a las calles. Las restricciones al tráfico permitieron que las aceras ampliaran traviesamente sus lindes y que los ciudadanos caminaran, sin esconder cierto aire transgresor, sobre el asfalto.
“Yo no me animé a moverme mucho sobre el asfalto, porque tengo muy interiorizado que los coches son un peligro, pero que muchos peatones lo hicieran sí me permitió desplazarme con más facilidad”, dice Oyirum, quien se sorprendió de que las aceras no estuviesen salpicadas de morros y culos de coches aparcando de cualquier manera. “El distanciamiento social también ha permitido que pueda moverme por algunos lugares que antes tenía vedados porque apenas había espacio. En este sentido, me he sentido más libre”, asegura. La ausencia de vehículos hizo más libre a otro colectivo: el de los ciclistas. Al detenerse en los semáforos, todos parecían vestir un traje hecho a medida y recién estrenado; estaban radiantes. Fernando García, miembro de las agrupaciones Pedalibre y Carril Bici Castellana, recuerda sus primeros paseos por Madrid tras el confinamiento. “Recuerdo especialmente un paseo por la Gran Vía y el Paseo del Prado. Era una escena que llevaba muchísimos años imaginando, y que de repente se había convertido en realidad. Creo que fue una sensación compartida: muchas personas que no estaban tan acostumbradas a desplazarse en bicicleta también sintieron que una ciudad sin apenas coches era perfectamente posible”.
Las costuras de la ciudad rápida siguieron saltando una a una tras el confinamiento, también porque las autoridades determinaron que los paseos solo podían extenderse a un kilómetro de distancia y durante una hora. “Este tipo de medidas nos hizo prestar más atención a lo que tenemos en nuestro entorno más cercano”, afirma Yolanda Riquelme, una de las integrantes, junto con Bea Martins, del colectivo La liminal, que desde 2015 busca generar reflexión sobre los espacios urbanos a través del paseo.
Frente a los centros de nuestras ciudades hipervitaminizados, con tantos estímulos culturales, turísticos y administrativos, y también frente a nuestros tenebrosos ensanches, de avenidas como desfiladeros de wéstern y donde los tótems son centros comerciales, existe un modelo de ciudad cercana, en la que todas las necesidades pueden cubrirse a tiro de piedra. Este último modelo de ciudad ha inspirado “la ciudad de los 15 minutos”, de la que tanto se ha hablado desde que se levantó el confinamiento y que reivindica urbes con todos los servicios necesarios a un cuarto de hora caminando.
Cuando se permitieron los paseos, cada vez que salía de su casa en el barrio madrileño de Lavapiés, Yolanda Riquelme pasaba por delante de una despensa solidaria abierta por unos vecinos para atender a aquellas personas en situación de emergencia a quienes no llegaba la atención municipal. “Junto a la proximidad, la ciudad que siguió al confinamiento también nos hizo pensar mucho en los cuidados”, afirma la integrante de La liminal. Locales convertidos en improvisados almacenes de frutas y verduras para su posterior reparto, octavillas en farolas que ofrecían ayuda mutua, asociaciones que se han ocupado de los hijos de personas trabajadoras… Estas postales urbanas no solo han sido testimonios de nuestras carencias sociales, sino también del impulso solidario que late bajo el barullo de la ciudad espídica.
Ya lo hemos dicho más arriba: las ciudades se han diseñado teniendo en cuenta a personas que generalmente no asumen tareas de cuidados. Nuestras plazas se están convirtiendo en cráteres lunares, orientados a la circulación automatizada de viandantes antes que al encuentro, por ejemplo. “Para repensar adecuadamente nuestras ciudades deberíamos escuchar cuáles son las necesidades de las personas que se han ocupado de los cuidados, mayoritariamente mujeres, como ha venido reclamando el urbanismo feminista”, recuerda Yolanda Riquelme.
Allá por el año 2003, Inés Sánchez de Madariaga elaboró un estudio sobre la forma en que cuidamos, que, a la vista de lo ocurrido durante la crisis sanitaria, ha cobrado una actualidad insospechada. Esta urbanista observó cómo los países escandinavos habían abandonado la construcción de residencias de ancianos y habían creado programas de apoyo a los ancianos que viven en sus casas. Unos programas que consistían, entre otras cosas, en potenciar los servicios de barrio, en la atención a domicilio, y en la construcción de edificios adaptados con servicios comunes, en particular de comida, lavandería y enfermería. Las residencias quedaron como soluciones para personas muy incapacitadas y enfermos de alzhéimer. En España hemos seguido apostando por un modelo de residencias de ancianos y más de dos tercios de las muertes por coronavirus se han producido en ellas.
De esto hablamos cuando hablamos de la ciudad de los cuidados, némesis de la ciudad urgente y mercantil. Cuando se levantó el confinamiento se permitieron los paseos, pero solo individuales o para quienes vivían juntos, todo un desafío para un colectivo como La liminal, especializado en paseos grupales. Entonces, sus fundadoras pidieron a sus seguidores que les mandaran imágenes y reflexiones a propósito de sus reencuentros con las calles tras el confinamiento.
Y así nació el libro digital Derivas cruzadas, que recopila las aportaciones recibidas. Al ojearlo resulta llamativa la fascinación de sus participantes por “el fuerte despertar de la primavera”, en palabras de uno de ellos. Efectivamente, debido a la ausencia de mantenimiento municipal, las plantas callejerasse desmelenaron, regalándonos una convivencia entre la ciudad y la naturaleza insospechada. Los más fantasiosos pudieron soñar esos días con animales prehistóricos que doblaban las esquinas con sus osamentas colosales. Justo después del confinamiento, la divulgadora botánica Aina S. Erice se emocionó cuando una amiga le contó que ella y su hija habían comenzado juntas un herbario. “Me gustaría que retuviésemos esa atención, ese contemplar con ojos nuevos y maravillados lo que el mundo no humano es capaz de hacer si lo dejamos tranquilo. Y que lográsemos convertirlo en acción, en una serie de peticiones razonadas y razonables para que los organismos competentes reconsideren sus políticas de gestión del verde urbano”, cuenta Aina S. Erice.
Pero en uno de sus paseos por Palma de Mallorca también le deparó una imagen menos halagüeña: unos operarios afeitaban un trebolar en una rotonda, deshaciendo, con ensañamiento innecesario, el terreno que la naturaleza había recuperado con su avanzadilla de malas hierbas. Estas escenas condujeron a que Aina S. Erice se planteara hasta qué punto las “malas hierbas” se merecen ese nombre: “Quizás deberíamos cambiar 'malas' por 'rebeldes que se empeñan en crecer donde ellas quieren en lugar de atenerse a los deseos humanos'. Si las sembramos nosotros y se quedan quietas y obedientes, entonces son buenas; si se siembran solas y demuestran una independencia total respecto a nosotros, entonces son malas”. Y eso, escribió en un artículo reciente, a pesar de que esas “malas hierbas” podrían mejorar el entorno urbano, embellecerlo, hacerlo más habitable para los polinizadores.
El confinamiento también tuvo otro efecto secundario en nuestras ciudades: “Nuestros cuerpos se hicieron más presentes que antes. Oímos y olimos mucho más”, afirma Yolanda Riquelme. Los cantos de los pájaros limpiaron nuestros oídos exhaustos, desplazando, entre otros sonidos, al repiqueteo de los trolleys de los turistas sobre las aceras. En plena crisis sanitaria, el escritor mexicano Juan Villoro describió este despertar con mucha poesía: “Ya tenemos oídos de náufragos”. También desapareció la sensación de algodón sucio que deja en nuestro olfato el terrible cóctel formado por el dióxido de azufre, las partículas en suspensión, el dióxido de nitrógeno y el monóxido de carbono. “La ciudad posconfinamiento no solo se me quedó grabada en la retina, sino en todos los sentidos. El aire olía a cosas buenas, casi a campo”, dice Fernando García, quien pedaleó sobre su bicicleta sin que apenas se notara la polución. La propia Oyirum ofrece una descripción del momento en que la ciudad se sumió en el silencio tan poética como la de Villoro: “Fue como cuando apagas la campana extractora de la cocina”.
Durante los últimos meses, no solo hemos leído muchos artículos sobre la ciudad de los 15 minutos, sino también sobre las supermanzanas. Las supermanzanas son un arañazo en la coraza asfáltica de las ciudades aceleradas y, mediante el cierre al tráfico de algunas calles contiguas, persiguen la creación de nuevas células urbanas. Los vehículos solo podrían circular por los perímetros de las áreas designadas, mientras que el resto del espacio quedaría a disposición de los peatones.
Dos ciudades españolas, Barcelona y Vitoria, ya han puesto en marcha supermanzanas. Oyirum, que vive en la capital catalana, las ha experimentado de primera mano. “Me parecen espacios reconquistados. Las calles hierven y pasear se convierte en algo memorable, no un mero trámite. Yo me he encontrado con actividades para niños, músicos tocando jazz... Creo que las ciudades, tal y como las conocemos, han convertido nuestras vidas en un eslabón más de una gigantesca cadena de producción. En vez de adaptarse a nuestros cuerpos, sus creadores han pretendido que nuestros cuerpos se adapten a ella. Confío en que, después de la experiencia posconfinamiento, nos decidamos a enmendarlo y se la devolvamos a las personas”.