‘Zona de sacrificio’: término acuñado por la sociedad civil chilena para designar aquellas zonas del país con una concentración masiva de industrias contaminantes, sobre todo carbón, pegadas a la población, para el desarrollo económico del país.
Hernán Ramírez muestra el gesto de saborear algo al recordar su trayecto en bus al trabajo cada mañana en Ventanas, ciudad de playa a 180 kilómetros de Santiago, la capital. “Abría la ventana y la boca me sabía a polvo, a azufre”. Solía tener carraspera, le costaba respirar, y sentía la presencia constante de esa realidad invisible y a la vez chiclosa.
Varias termoeléctricas, bodegas de cemento, una fundición de cobre, una refinería de petróleo, una terminal química, fábricas de lubricantes, ocupan prácticamente toda la bahía de nueve kilómetros en el mapa que despliega este ingeniero de pesca ante la audiencia presente en el pabellón chileno de la Cumbre del Clima esta semana en Madrid. Él vivió durante siete años en esa región, un amigo le avisó de un puesto para trabajar ayudando a pescadores artesanales a diversificarse y no depender tanto de la pesca extractiva, que es un gigante en este país. Al cabo de dos años, la autoridad sanitaria prohibió la venta de ostras porque contenían metales pesados. “Nunca se supo quiénes fueron los responsables de la contaminación, nunca se sabe nada”, relata.
Después de aquel episodio quiso conocer más sobre el impacto que estaba dejando toda esa actividad industrial, porque no solo eran las ostras, él veía cómo sus vecinos enfermaban. En 2011, la Fundación Terram, una organización ambientalista con la que él ha venido a Madrid como investigador asociado, junto a Oceana, empiezan a hablar de “zonas de sacrificio” en Chile. Porque además de Ventanas, el impacto ambiental es palpable a lo largo de toda la costa desde el norte hasta el centro del afilado y estrecho país: Quintero, junto a Ventanas, con cuatro centrales termoeléctricas de carbón; Tocopilla, con seis; Huasco, al norte, con cinco; Mejillones, con nueve; y Coronel, con tres. De las 26 centrales de carbón que operan en el país, 15 son propiedad de AES Gener (EEUU), siete de la francesa Engie (Suez), tres de Enel (propietaria de Endesa) y una de la chilena Colbún.
“En esta grave problemática, la responsabilidad directa cae en el funcionamiento y operación de termoeléctricas a carbón, que actualmente emiten en nuestro país un 97% del dióxido de azufre, un 91% del dióxido de carbono y un 88% del material particulado del parque eléctrico nacional”, comentan desde Terram.
La actividad de las plantas de carbón se ha concentrado al norte y en el centro, pegada a poblaciones pobres. Se colocaron en la costa porque las centrales, en funcionamiento día y noche, necesitan enormes cantidades de agua para enfriar las turbinas. “¿Cómo se llama este lugar? ¿Ifema? Bien, cuatro termoeléctricas usan unos 90.000 metros cúbicos de agua, el volumen de este espacio, cada seis horas”, traduce Hernán. El problema, uno de tantos, es que estas plantas que succionan agua de la bahía también arrastran con ella moluscos, plancton, la vida del agua, y la devuelven con cloro y otros químicos y a una temperatura mayor. “Se convierte en agua tropical, por eso los pescadores ya no pueden continuar su actividad”.
En 2011 hubo una intoxicación masiva de niños y adultos en la escuela de La Greda por las nubes tóxicas. El año siguiente, otra. “Se está sacrificando a la población por el crecimiento económico del país”, relata Hernán.
Siete años después, el Gobierno lo reconocía: “Necesitamos un país en que todo chileno y toda chilena tenga el derecho de vivir en un ambiente sano y libre de contaminación. Y para eso no pueden existir zonas de sacrificio. No pueden existir en ninguna parte: no pueden existir en Quintero, no pueden existir en Huasco, no pueden existir en Coronel”, lanzó en 2018 la ministra de Medio Ambiente, Carolina Schmidt.
Incluso el presidente Sebastián Piñera pidió perdón ante la ONU, durante la Cumbre de Acción Climática celebrada en septiembre: “En primer lugar les pido disculpas, yo como presidente de Chile no quiero ninguna zona de sacrificio en mi país”.
Hernán dejó Ventanas para irse al sur. “Ya no tenía mucho sentido, no había proyectos sobre la pesca artesanal y mis amigos se habían ido marchando”. Recuerda la sensación de respirar mejor cuando llegó a Puerto Montt, una localidad a las puertas de los fiordos de la Patagonia: “El cambio de la exposición a los contaminantes era totalmente notorio, te cuesta menos respirar, te sientes con más ánimo, con más fuerza”.
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