Agnes Sinäi, especialista en decrecimiento: “Habría que instaurar normas sobre el tamaño de los coches”
La periodista Agnès Sinaï (Marsella, 1966) no es optimista respecto al futuro, por una contradicción esencial que vivimos los humanos y que la empuja a escribir libros y enseñar en la prestigiosa Universidad Sciences Po de París sobre decrecimiento. Su reflexión es que vivimos el final de un periodo marcado por una abundancia material jamás conocida en la historia de la humanidad; y cuando los recursos necesarios para lograr esa abundancia entran en un declive irreversible, se produce una contradicción económica generalizada.
El lugar desde el que desarrolla su pensamiento hacia otro modelo de sociedad que afronte esta gigantesca paradoja es el Instituto Momentum, del que ella es fundadora, un laboratorio de ideas en el que participan científicos, periodistas e ingenieros en busca de ideas para salir de la civilización industrial.
En un sistema de decrecimiento, ¿a qué deberíamos renunciar?
A todo lo que nos hace dependientes de materias primas lejanas. Y, si no renunciar, sí fijar umbrales más razonables en el uso de las energías no renovables como el petróleo, por ejemplo. Deberían ser objeto de una deliberación internacional, pero lamentablemente estamos ante un fenómeno de competición y de competencia por los recursos. Todo desarrollo tiene consecuencias y si no las podemos evitar al menos debemos proponer cuotas.
¿Quién debería fijar esos umbrales?
Habría que inventar una institución internacional que ahora no existe. En el año 2000, cuando se habló del primer pico del petróleo, ya se propuso instaurar un organismo supranacional para fijar cuotas previa deliberación y según las desigualdades, pero es una utopía. No ocurrirá jamás. Y como no pasará, seguramente la tendencia será continuar nuestra trayectoria actual y seguir sufriendo las turbulencias que ya empezamos a notar.
¿Es usted pesimista?
Sí, por supuesto. El realismo tiene algo de pesimismo. Si vemos la evolución de las emisiones de CO2, las curvas son las que ya anunciaba el Informe Meadows en 1972 sobre los límites del crecimiento. La actualización de los modelos propuestos por Meadows en esa fecha muestra que esa tendencia continúa.
Supongamos que todo el mundo está de acuerdo en que no podemos seguir creciendo de manera ilimitada, ¿por dónde empezamos?
En los países ricos debería ser prioritario reducir la movilidad en coche, y para los mercados agrícolas se tendría que compatibilizar mejor el cultivo con el mantenimiento del suelo, reducir el uso de agua y recuperar una agricultura extensiva y una ganadería más diversificada. La agricultura basada en un esquema de exportación internacional plantea problemas en Europa y la Política Agrícola Común (PAC) no ofrece una respuesta. Habría que revisar el tamaño de las explotaciones, apoyar el regreso al campo de jóvenes agricultores, valorar ese oficio facilitando el acceso a la propiedad para modelos de policultivo o de horticultura. Sería lo más urgente, porque la agricultura está ligada a la salud del clima.
¿Cuáles son las principales resistencias para un cambio de modelo?
Están ligadas a la herencia del modelo de libre intercambio internacional de los Acuerdos de Bretton Woods (1944) que dividieron el mundo en regiones de producción especializada. África planta y exporta café y cacao, mientras Francia proporciona servicios de descontaminación del agua gracias a empresas como Veolia o la antigua Suez. Debemos crear otra globalización basada en la ralentización de los intercambios y financiar economías locales más resilientes que no se basen únicamente en la exportación. Por supuesto, seguiría existiendo una parte de libre cambio, pero en menor medida. No se trata de volver al pasado, sino de tener en cuenta los límites ecológicos.
Y si no se produce café cerca de donde vivimos, ¿dejamos de tomarlo?
Si usáramos menos energías fósiles para transportar mercancías sí, traeríamos menos café. Tal vez podríamos reemplazar el café por la cebada y desespecializar la agricultura en África, por ejemplo, reintroduciendo los cultivos de ribera. África debería poder alimentarse sin temer la quiebra potencial de sectores dependientes del precio de las materias primas y de las políticas de importación de los países del Norte. En todo caso habría que replantear el aspecto masivo del circuito de exportación e importación.
¿Una disminución del consumo de energía iría de la mano de un modo de vida más lento?
Sin lugar a dudas. Habría que ralentizar tanto la producción como el consumo, la movilidad y el flujo de materias primas. Hay que pensar en sociedades más lentas, liberarse de la satisfacción inmediata, un deseo mantenido de manera artificial por el ambiente hiperconsumista en el que estamos inmersos.
Con Yves Cochet y Benoit Thévard plantean un escenario 'biorregional'. ¿En qué consiste?
Sí, se trata de una investigación sobre la vulnerabilidad y las posibilidades alimentarias de una región muy agrícola como es la capital francesa. Se partió de sus especificidades para plantear un modelo de evolución en ocho 'biorregiones' organizadas a partir de la coherencia geográfica de los paisajes agrícolas.
¿Ese modelo es exportable a cualquier gran ciudad como Madrid o Barcelona?
Nosotros nos basamos en la biografía de la región parisiense y eso no es exportable, pero el método sí. Consiste en hacer un inventario de las potencialidades agrícolas, de la zona rural de la metrópoli a partir de sus cuencas hidrográficas, del modo en que llega el agua potable a los habitantes y de los recursos vitales que permiten a una capital como París funcionar las 24 horas.
El crecimiento verde es lo que se llama un oxímoron, es decir, dos términos completamente paradójicos. La idea no es seguir creciendo, sino usar la energía de manera sobria y compartida
Ese es el punto de partida de la investigación y eso permite, en primer lugar, un diagnóstico de la resiliencia territorial, estableciendo como prioridad la autonomía alimentaria potencial, las capacidades energéticas ligadas a la geografía del territorio y por último la movilidad, que podría rediseñarse con una red ferroviaria revalorizada y orientada al transporte de mercancías agrícolas del campo a la ciudad. Estos aspectos serían aplicables a otras ciudades.
La biorregión no es un concepto nuevo.
Es una bella visión nacida en California en los años 70 gracias a un grupo formado por el activista Peter Berg, el poeta Gary S. Snyder y el ecólogo Raymond Dassmann, que está en el origen de la noción de biodiversidad y que en 1965 había publicado un ensayo titulado La destrucción de California. La biorregión es a la vez una noción geográfica y una utopía que busca la coherencia en términos ecológicos.
¿Pueden las ciudades volver a establecer ese vínculo con la naturaleza?
Hay que pasar más tiempo en la naturaleza, desarrollar una educación ecológica, saber en qué cuenca hidrográfica vive uno, saber de dónde viene el agua del grifo. Esa es una base biorregional. Evidentemente, los políticos locales pueden ayudar, pero antes deben tener esa sensibilidad y no es el caso, porque estamos en un modelo productivista.
Si todo esto lo sabemos desde los años 70, ¿cómo hemos llegado hasta aquí sin hacer nada?
Porque este modelo no le interesa a nadie y lo que funciona es el consumo. Nuestras propuestas son muy marginales. La ecología se desprecia y se trata de ecoterroristas a quienes se manifiestan en contra de las autopistas o de la agricultura intensiva.
¿Qué habría que cambiar en los sistemas económicos de las sociedades postindustriales para que la biorregión fuera una realidad?
Habría que tener en cuenta el aspecto global y local, y reintroducir la diversidad productiva, además de desarrollar una economía de los cuidados, de los recursos y del paisaje para permitir la sostenibilidad del ciclo del agua y de microclimas que ralentizarían el shock climático. La escala biorregional ofrece una respuesta interesante a problemas que nos superan. Permite recuperar la cuestión de los recursos, de los límites, del arraigo a los lugares que construyen nuestras vidas, la cercanía a especies que están a nuestro lado y que desconocemos. Está igualmente el tema de la democracia a escala comunitaria o de biorregiones, que podrían ser entidades de debate y encuentro para conocer mejor a todos aquellos que permiten que ese territorio sea habitable ahora y a lo largo del tiempo. Es un proyecto muy ambicioso que propone una forma de pedagogía ciudadana.
¿Habría que modificar la organización territorial del Estado?
El Estado debería interesarse en la biorregión y desempeñar su papel de protector del interés general. No hay que desechar el Estado, en absoluto. No es incompatible que haya biorregiones y al mismo tiempo una realidad más global, un estado diferente al actual, con otros valores. En Francia tenemos un modelo muy centralizado que hace que nuestros conciudadanos sean unos quejicas porque esperan mucho del Estado al tiempo que lo desprecian.
En su libro Réhabiter le monde. Pour une politique des biorégions habla del peso ecológico de la demografía en los países occidentales. ¿Qué deberíamos hacer?
No es tanto un problema de natalidad como del nivel de vida al que aspiramos. Me refiero al de los países ricos, claro, que es escandalosamente elevado respecto al resto de los habitantes del planeta. ¿Será sostenible? ¿A partir de qué umbral podrá un país como Francia crecer en un espacio donde hay cada vez más problemas de alojamiento? ¿Es una cuestión de demografía o de reorganización de un hábitat con pueblos completamente abandonados y ciudades inaccesibles por el precio inmobiliario?
Algunas propuestas son consideradas como una forma de 'eco-fascismo' o de tiranía, pero si no somos coherentes en las políticas, entonces sí vamos a lograr el fascismo de verdad porque seguimos favoreciendo un individualismo amargo que lleva a votar a la extrema derecha
Además, somos cada vez más viejos y ese es otro problema, porque el nivel de vida de las personas mayores es alto, por tanto, ¿cómo fijamos un nivel de “decencia común”, como decía Orwell, sin frustrarnos porque el vecino tiene una casa más grande que la tuya? Me preocupa la presión del consumo, por un lado, y la escasez de espacio, por otro. El coste aumenta y la gente se encuentra atrapada en una paradoja de frustración. Esa cuestión afecta también a nuestra democracia.
Frente a las demandas del mundo académico y científico muchas instituciones, entre ellas las europeas, plantean un crecimiento verde. ¿No es contradictorio?
Sí, lo es. El crecimiento verde es lo que se llama un oxímoron, es decir, dos términos completamente paradójicos. Es algo obsoleto, una visión de la transición que perpetúa un modelo simplemente reemplazando unas energías por otras y basado en la electrificación. No se trata de construir más centrales nucleares, porque no estarían listas a tiempo y nos encontraríamos con un 'gap' energético, con una brecha entre los objetivos del crecimiento verde y la oferta real de electricidad, que es cada vez más cara y debería reservarse para usos fundamentales y no para que todos tengamos un coche eléctrico en la ciudad. La idea no es seguir creciendo, sino usar la energía de manera sobria y compartida.
¿Hay algo que los consumidores podamos hacer para contribuir al decrecimiento?
Diría que no podemos hacer nada porque eso no tiene ningún impacto, y porque nos sentimos solos y culpables cuando se dirigen a nosotros como consumidores. Es injusto dar a los individuos una responsabilidad que les supera completamente cuando de lo que se trata es de tomar decisiones políticas y de ser coherentes a nivel global. Enviar mensajes contradictorios a los consumidores contribuye a crear un clima tóxico. Se deberían implantar algunas medidas y explicarlas.
¿Por ejemplo?
Normas fáciles que podrían aplicarse de inmediato, como el tamaño de las casas individuales, un coeficiente de ocupación del suelo, facilitar las viviendas compartidas, –las cooperativas de viviendas para compartir la propiedad y los servicios– e instaurar normas sobre el tamaño de los coches, sobre el consumo anual de energías fósiles por persona mediante una 'tarjeta carbono' y prohibir determinada publicidad. Algunas propuestas son consideradas como una forma de 'eco-fascismo' o de tiranía, pero si no somos coherentes en las políticas, entonces sí vamos a lograr el fascismo de verdad porque seguimos favoreciendo un individualismo amargo que lleva a votar a la extrema derecha.
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