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Claves para no banalizar la sexta ola

6 de enero de 2022 22:38 h

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La banalización de la sexta ola y el empeño en “gripalizar” un problema de salud de mayor calado del que se le atribuye es algo que puede apreciarse desde hace unas semanas, junto a un afán de convertir en endémico lo que aún es pandémico y sigue suponiendo un importante problema de salud pública.  

Tras dos años muy difíciles llenos de restricciones, impactos económicos y sociales, ánimo golpeado, fragilidad sanitaria y en no pocas ocasiones sufrimiento y duelo, no cabe duda de que se ha producido un agotamiento psicológico de la ciudadanía que se refleja en las noticias y en las tertulias de los medios de comunicación. También se aprecia una fatiga de las autoridades sanitarias y los poderes públicos estatal y autonómicos ante la compleja y difícil gestión de una pandemia de esta naturaleza. 

Sin embargo, comprender lo que está pasando y disponer de claves objetivas que eviten la banalización de la sexta ola y de sus consecuencias, debería ayudarnos a evitar importantes reveses en las semanas y meses venideros. 

Para empezar, admitamos los hechos: a finales de octubre pasado éramos uno de los países con menor número de contagios por cien mil habitantes y con mayor cobertura vacunal entre la población de mayores de 12 años de nuestro entorno. Sin embargo, dos meses después, y tras perder de vista la seriedad del problema y de la necesidad de actuar para evitar la transmisión y reducir el número de contagios, a finales de diciembre estábamos a la cabeza de la incidencia de Covid19 en Europa. 

La causa de esto es muy clara: se ha fiado todo a la vacunación y a la responsabilidad individual y tirado la toalla en las medidas de salud pública. En este último y crucial aspecto, se ha optado por el laissez faire prematuramente permisivo con las interacciones sociales desprotegidas, justo en el momento en el que una nueva variante más contagiosa, ómicron, empezaba a dominar el escenario. 

No solo eso. A pesar de las advertencias del Centro Europeo de Control de Enfermedades y de la Organización Mundial de la Salud, se le ha restado importancia a esta nueva variante y se ha querido creer, equivocadamente, que se trata de una variante “menos letal” y “más benigna” que de algún modo nos situaría ante el inicio del fin de la pandemia. 

Los hechos nos están demostrando que este no ha sido el caso y todo parece indicar que nos enfrentamos a un enero del 2022 sumamente difícil, con un numero elevadísimo de contagios, el colapso de la atención primaria, una creciente presión asistencial hospitalaria en la mayoría de CCAA, una creciente proporción de bajas laborales en numerosos sectores, algunos de ellos esenciales, y un número no tan pequeño y creciente de fallecimientos por COVID19.

Entender lo que está pasando requiere una lectura objetiva de la situación epidemiológica, del funcionamiento del sistema sanitario ante el estrés con el que tiene que contender, y del estado y los efectos de la vacunación. Es preciso tener en cuenta estas variables para definir con objetividad cómo responder adecuadamente a esta ola en la que se han solapado los estragos causados por las variantes delta y ómicron. Una ola que probablemente se alargará más que las cinco olas anteriores debido al aluvión de casos que se han producido.

LA FOTO FIJA DE LA PRIMERA SEMANA DE ENERO

Los últimos datos publicados por el Ministerio de Sanidad (el 5 de enero) muestran una incidencia acumulada de 14 días de 2.574 por cien mil habitantes, la cifra más elevada de toda la pandemia y una de las cifras más elevadas de Europa en estos momentos. Sólo es comparable a la incidencia del Reino Unido (3.151), un país que se ha empeñado en no actuar con suficiente contundencia y proporcionalidad, mientras que otros países europeos han logrado abatir notablemente los niveles de incidencia tras las restricciones implantadas en las últimas semanas. Tal es el caso de Austria (423) y Alemania (504), e incluso de Chequia (735), Bélgica (1013) y los Países Bajos (1088). A mediados de diciembre, todos ellos tenían cifras superiores a España que en algunos casos rondaban los 2000 casos por cien mil habitantes.

Llaman la atención y debieran preocupar varios aspectos de la situación española. En primer término, la elevadísima incidencia en varias CCAA, con ocho de ellas por encima de la media nacional y con cifras que rondan los 5000 casos por cien mil en el País Vasco y los 6400 en Navarra (si bien cada vez es más difícil comparar los indicadores ya que no todas las CCAA informan por igual sobre los resultados de las auto pruebas diagnósticas de antígenos, lo que da lugar a una subestimación de la incidencia en varias de ellas). 

En segundo lugar, que la incidencia acumulada de los últimos siete días sea más del 50% de la incidencia acumulada de los últimos 14 días claramente muestra una tendencia aún ascendente en el número de contagios. 

En tercer lugar, que el número de contagios sintomáticos de la sexta ola es muy superior al de las últimas dos olas anteriores. 

En cuarto término, que el 10% de las camas hospitalarias y el 21% de las camas UCI están ocupadas por pacientes COVID, unos porcentajes que van en rápido ascenso, y que son especialmente elevados en Cataluña (40%) y el País Vasco (30%). 

En quinto lugar, que el 30% de las pruebas diagnósticas realizadas son positivas lo que revela el altísimo grado de transmisión comunitaria del virus. 

En sexto lugar, que la incidencia más elevada se da en los colectivos de 20 a 29 años, de 30 a 39 años y 40 a 49 años, que son los grupos con menor cobertura vacunal y mayor grado de interacción social muchas veces desprotegida (especialmente preocupante resulta la incidencia de más de 10 mil por cien mil en las personas de 20 a 29 años en Navarra).

A lo anterior se agrega el creciente impacto del aluvión de casos en términos de bajas laborales, que se estima que se han triplicado en el último mes no solo en el sector sanitario (donde, por su función, es algo muy preocupante), sino en toda la fuerza de trabajo en su conjunto.

Para completar la fotografía, convienen algunas consideraciones sobre la vacunación. Aún hay 3,3 millones de personas mayores de 12 años que no tienen la pauta completa y eso les convierte en un grupo altamente vulnerable a sufrir infección severa.  De hecho, en los grupos etarios de 20 a 29 y 30 a 39 años todavía hay un 20% que no ha recibido la pauta completa lo que explicaría la elevada incidencia en estos colectivos. 

Además, y a pesar de su buen ritmo, la vacunación de los niños de 5 a 12 años con al menos 1 dosis es apenas del 30%; es decir, aún faltan por vacunar cerca de 2.200.000 menores, lo que hace que aún tengamos muy al descubierto la protección vacunal ante el retorno a las aulas la próxima semana. Por tanto, urge acelerar la vacunación en este grupo de edad. 

Y la vacunación con dosis de recuerdo aún no se completa en un 12% de los mayores de 70 años, en un 16% de las personas de 60 a 70 años y entre un 33 y un 46% en las personas de 40 a 60 años y entre los vacunados con la vacuna Janssen. En suma, debemos entender que aún tenemos segmentos importantes de población con alta vulnerabilidad que están siendo víctimas de las infecciones agudizadas por la variante ómicron.

Como puede verse, no hay nada que nos permita trivializar la situación o restar seriedad a la magnitud y a la severidad de esta sexta ola y que todavía durará varias semanas.

La evolución de la sexta ola y las implicaciones de no actuar

Desde el comienzo de la pandemia se han registrado 6.922.446 contagios y 89.837 fallecimientos. El lunes 3 de enero la incidencia del coronavirus ya había superado el umbral de los 2000 casos por 100.000 habitantes por primera vez a lo largo de la pandemia. El Ministerio de Sanidad notificó 372.766 nuevos contagios desde el jueves 30. Se registraron asimismo 168 fallecidos en esos tres días. La incidencia acumulada de 14 días subió 520 puntos hasta alcanzar la cifra de los 2.296 casos por 100.000. Estas cifras han seguido evolucionando al alza y a lo largo la semana se han producido alrededor de un millón de nuevos contagios.

Desde el 26 de noviembre de 2021, cuando la OMS calificó a ómicron como variante preocupante, hasta el 30 de diciembre de ese mismo año, el impacto en España, en un contexto sin restricciones, había sido ya de 1,17 millones de nuevos contagios con un incremento de 7.495 nuevos ingresos en hospitalización y de 1.232 nuevos ingresos en UCI, lo que supuso un incremento de algo más de un 300%.

Si se mantienen esos ritmos de incremento en la incidencia y se aplican los porcentajes de ingresos en hospitalización general y en UCI observados en esta ola de ómicron, se puede hacer una proyección que aventuraría terminar enero con entre 16.000 a 18.000 ingresados por COVID en hospitales y unos 3.000 pacientes COVID ocupando camas UCI. 

La cifra de fallecidos desde la aparición de ómicron hasta el 5 de enero ronda los 2000 (en un periodo de poco más de un mes), es decir, más de 65 fallecimientos diarios. 

En el marco de este crecimiento vertiginoso, cuando más había que extremar las medidas que redujesen la transmisión del virus, las autoridades (con la excepción de las de Cataluña y, parcialmente, de otras CCAA del norte de España) han pretendido que todo estaba bajo control dejando transcurrir las cosas sin intervenciones decisivas, confiándolo todo a las altas tasas de vacunación que, como se ha venido advirtiendo desde hace meses, es una variable muy importante, pero a todas luces insuficiente. 

Peor aún, la banalización de esta sexta ola ha calado en gran parte de la población, que ha interpretado que podía bajar la guardia y relajarse durante los puentes de diciembre y las festividades navideñas con la equivocada idea de que el virus produce ya únicamente una enfermedad leve con la que habría que convivir.

Todo comenzó al elevar los umbrales del “semáforo COVID” definido en su día por el Consejo Interterritorial para desatar las alarmas y actuar con medidas restrictivas al alcanzar niveles elevados de riesgo. Esto difirió la activación de las intervenciones y llevó a la parálisis y a la inacción cuando más efectivas podían ser las intervenciones restrictivas aplicadas en función del nivel de alerta. 

Las cosas prosiguieron con el precipitado acortamiento del aislamiento de contagios positivos asintomáticos a siete días sin contar con la suficiente evidencia que lo respalde, con el consiguiente riesgo de que las personas aún contagiosas se reintegren a la interacción social cuando todavía son transmisores de la enfermedad. Al contrario de la posición errada y precipitada en ese sentido del Centro de Control de Enfermedades de los Estados, la OMS ha señalado que debe mantenerse en 14 días para minimizar los riesgos de incrementar contagios con el acortamiento prematuro del aislamiento. 

A ello le han seguido la incentivación muchas veces indiscriminada de la realización de pruebas de antígenos (incluidos los muy poco fiables autotest) junto a la falta de una definición clara de lo que constituyen los “positivos” que deben ser notificados al registro central de contagios, con definiciones variables según cada CCAA, lo que lleva a que tengamos un notable subregistro en algunas y estemos “comparando peras con manzanas” en términos de incidencia. 

Y ahora, los últimos desarrollos tienen que ver con la modificación de los criterios de vigilancia epidemiológica que de hecho dejan de diagnosticar y rastrear a contagios estrechos, así como con la decisión unilateral de CCAA como Madrid y Andalucía de a no “cuarentenar” a los escolares que sean contactos estrechos de otros niños diagnosticados como positivos en su misma clase sin facilitar siquiera la realización de una PCR.

Lo que todavía se puede y se debe hacer ya para abatir la sexta ola

En muchos sentidos el tsunami de contagios de la sexta ola y su impacto sobre la presión asistencial, sobre las bajas laborales y sobre fallecimientos (directos por Covid19 e indirectos por los retrasos y la inadecuada atención debidos a la sobrecarga de los profesionales) se está banalizando, al ignorar sus consecuencias. El ejemplo a imitar no es la estrategia del Reino Unido, cuyos resultados desastrosos les llevan a situaciones de desabastecimiento de productos por el enorme impacto en bajas laborales o en tal número de casos que ya no se encuentran ambulancias para que los infartados vayan a los hospitales y las autoridades recomiendan que acudan por sus propios medios. 

Mientras tanto, Alemania, que tomó medidas serias a primeros de diciembre tiene hoy una situación mucho más manejable con incidencias de en torno a 500 y con tendencia hacia la baja.

Asimismo, la posición de plantearse la idea de levantar las restricciones para fomentar y asumir un contagio masivo, como lo ha hecho Israel, es un absoluto despropósito; es un error dejar crecer el número de contagios y volver a caer en la tentación del espejismo de la inmunidad de grupo y de la banalización de la infección. Tampoco está sustentada en la evidencia la posición de caminar con excesiva premura hacia una cuarta dosis de las actuales vacunas cuando aún no sabemos si ómicron y otras nuevas variantes pueden eludir su eficacia.

No podemos olvidar que aun si se confirmara que los casos actuales producidos por la variante ómicron tienden a ser menos severos, aunque no en todas las circunstancias, su vertiginosa contagiosidad produce tal número de casos que muchos requieren hospitalización o ingreso en UCI y esto lleva al colapso asistencial e incluso al incremento en el número de defunciones directa o indirectamente. No digamos si tenemos en cuenta el colapso funcional de la atención primaria y sus implicaciones. 

Además, no pude soslayarse el impacto de las infecciones en términos de COVID persistente y sus secuelas crónicas. 

En pocas palabras, lo más seguro es frenar los contagios y aplicar restricciones para no dejar que la gente se infecte sino, más bien, limitar los contagios para impedir que se surjan nuevas variantes y para mitigar el impacto en términos de presión asistencial, fallecimientos y de COVID persistente.

Creemos equivocada la narrativa de “convivir con el virus” si se vincula a la idea de que estamos en el fin de la pandemia y el comienzo de una endemia; es errónea la idea del COVID como si fuera una gripe, porque obvia los daños directos (objetivos y concretos) y los colaterales que ocasiona la infección y la enfermedad. Es una visión coincidente con una lógica economicista que no prioriza la salud y la prevención de fallecimientos evitables. Lamentablemente, son muchos los que han caído en esta tentación. 

Una endemia no satura la atención primaria ni las camas hospitalarias ni las UCI. Una endemia no genera 1 millón de casos en una semana ni 1600 muertes en un mes, como ha sucedido en España y como ocurre en muchos otros países europeos. Banalizar la situación es creer que ómicron es leve y que el COVID se ha tornado una enfermedad poco preocupante. Hacerlo es faltar a la verdad de los hechos epidemiológicos.

Mucho de lo que resumimos en párrafos anteriores pudo haberse evitado con actuaciones públicas y comportamientos individuales y sociales diferentes que debieron haber sido claramente planteados y explicados hace cinco o seis semanas. 

Buena parte de lo ocurrido era prevenible y/o mitigable. Había que haber actuado con mayor determinación, fomentando las medidas de protección, estableciendo restricciones a la interacción social desprotegida y manteniendo y reforzando las medidas de salud pública, fortaleciendo las capacidades de la atención primaria y apuntalando la resiliencia del sistema sanitario en su conjunto. Fiar casi todo a la aplicación de vacunas ha sido y es un error. Las vacunas actuales son muy buenas para proteger de la enfermedad grave y la muerte a una elevadísima proporción de las personas vacunas con pauta completa. Pero son insuficientes para doblegar una sexta ola que se está mostrando muy dañina

Lamentablemente en la Conferencia de Presidentes del 23 de diciembre ninguna Comunidad (salvo Cataluña), propuso actuar como era necesario. Y el Ministerio de Sanidad y el Consejo Interterritorial y sus órganos consultivos no han tomado las decisiones que hubieran podido evitar la evolución de una sexta ola que, aún hoy, no está doblegada.

Sigue siendo necesario actuar, aunque ahora resulte más difícil.  Necesitamos frenar esta sexta ola y salir de ella lo antes posible. Pero para ello se requiere abandonar la lógica de la profecía autocumplida de que algún día llegaremos al pico y bajará la incidencia. Probablemente eso ocurrirá (aunque no sabemos ni cómo ni cuándo), pero a un coste, tanto sanitario como económico, muy superior al que pagaríamos si hubiéramos actuado. 

Si le seguimos dando oportunidades, el virus seguirá encontrando a las personas vulnerables y enviará a muchas de ellas a los hospitales. Saturará aún más nuestro muy fatigado sistema de salud. Incrementará todavía más las listas de espera. Aumentará el número de personas que padecerán Covid persistente. 

Sigue siendo necesario hacer una lectura no sesgada de la situación y compartirla con la ciudadanía, construir un relato social con direccionalidad estratégica y actuar en consecuencia. Se necesita abandonar el autoengaño y afrontar con valentía y determinación la realidad que tenemos. El futuro de la pandemia dependerá en gran medida de lo que hagamos o no hagamos hoy. La inacción solo servirá para alejar la salida de este atolladero.  Lo cual tendrá costes sanitarios, económicos, sociales y psicológicos adicionales. Por no mencionar los sufrimientos añadidos que podrían haberse aliviado y las vidas que podrían haberse salvado.

La banalización de la sexta ola y el empeño en “gripalizar” un problema de salud de mayor calado del que se le atribuye es algo que puede apreciarse desde hace unas semanas, junto a un afán de convertir en endémico lo que aún es pandémico y sigue suponiendo un importante problema de salud pública.  

Tras dos años muy difíciles llenos de restricciones, impactos económicos y sociales, ánimo golpeado, fragilidad sanitaria y en no pocas ocasiones sufrimiento y duelo, no cabe duda de que se ha producido un agotamiento psicológico de la ciudadanía que se refleja en las noticias y en las tertulias de los medios de comunicación. También se aprecia una fatiga de las autoridades sanitarias y los poderes públicos estatal y autonómicos ante la compleja y difícil gestión de una pandemia de esta naturaleza.