Los expertos en Salud Pública José Martínez Olmos, Daniel López-Acuña y Alberto Infante Campos analizan las medidas clave para hacer frente a la pandemia de coronavirus.
Ante una Europa desbordada por la tercera ola solo cabe una estrategia común para actuar con anticipación y energía
La situación de la pandemia en Europa entera, España incluida, es grave e incierta. El número de contagios se ha multiplicado vertiginosamente, la presión asistencial evoluciona al alza, con una atención primaria desbordada y con situaciones preocupantes en los hospitales, muchos de ellos al borde del colapso, y un incremento en el número de fallecimientos con proporciones cada vez más trágicas.
Las cosas han llegado a un punto tal que la última cumbre de países de la Unión Europea en los últimos días de la semana pasada tuvo como tema central de discusión la gestión de la pandemia, la necesidad de un enfoque europeo unificado para afrontarla incluyendo un posible cierre de fronteras intracomunitarias, la posibilidad de contar con un certificado comunitario de vacunación, así como el progreso y la coordinación de las acciones de vacunación y de suministro de la vacuna en los países de la Unión.
Ahora, al iniciarse la última semana de enero la pandemia de COVID-19 sigue avanzando en todo el mundo. Hasta el momento se han notificado más de 98 millones de contagios y más de 2,1 millones de muertes en todo el planeta. En el caso de Europa las cifras son también apabullantes: más de 30 millones de casos y más de 660.000 fallecimientos. Una tragedia de magnitud semejante a una guerra. A estas alturas, nadie duda de que las cifras reales, tanto de contagios como de fallecimientos, son sustancialmente mayores.
Esta situación ha llevado a numerosos gobiernos europeos a adoptar nuevas medidas de limitación de las actividades económicas, principalmente en los sectores del ocio y la restauración, así como de supresión de la enseñanza presencial, el fomento del teletrabajo y el endurecimiento de las restricciones a la movilidad de las personas, incluyendo confinamientos poblacionales localizados y toques de queda cada vez más extensos. En varios países, estas medidas han llegado al punto de establecer un confinamiento domiciliario de la población en extensas zonas (Reino Unido) o en la totalidad del país (Portugal) al estilo de los que se vivieron en muchos lugares durante la primera ola afectando incluso a la actividad escolar.
Por si fuera poco, la detección de nuevas variantes del coronavirus dotadas de una mayor capacidad de transmisión, en particular la denominada “variante británica”, en casi todos los países europeos, incluyendo España, ha introducido un elemento de preocupación adicional sobre la evolución de la transmisión de la pandemia en el continente durante las próximas semanas. En ese sentido, la situación que se vive en el Reino Unido, con los servicios de salud de Londres y otras zonas del sureste de Inglaterra literalmente colapsados, lo que ha llevado al gobierno británico a prolongar prácticamente sine die las estrictas medidas de limitación de las actividades económicas y de confinamiento poblacional, resulta muy preocupante
Por todo ello, el pasado día 21 el Centro Europeo para la Prevención y el Control de Enfermedades (ECDC) elevó al máximo el nivel de alarma ante el surgimiento y extensión de las nuevas cepas, cuya propagación comunitaria consideró “muy alta”. En consecuencia, recomendó restringir al máximo la movilidad y evitar desplazamientos no esenciales. También pidió a los Estados que refuercen sus capacidades en salud pública y vigilancia epidemiológica, así como sus sistemas de atención de salud, ante la previsible escalada de casos.
Ese mismo día, la prestigiosa revista The Lancet publicó un artículo de un grupo de investigadores del Instituto Max Planck que alertaba sobre los riesgos de las nuevas variantes e insistía en la necesidad de actuar antes de que se hubieran diseminado ampliamente para reducir el número de casos lo más rápidamente posible, tanto a escala europea como en cada uno de los países, porque de otro modo los daños sanitarios, sociales y económicos serían mucho mayores.
Un día después, la reunión de los presidentes de Gobierno de la Unión Europea acordó coordinar una respuesta común para evitar la caótica situación de la movilidad entre los Estados miembros y con terceros países vivida durante la primera oleada. El primer paso consiste en la creación de una nueva categoría de regiones –incluidas regiones transfronterizas– de color rojo oscuro en el “semáforo” del ECDC, en las que se restringirán los movimientos no esenciales. Si bien la arquitectura final de esa “zonificación europea” se concretará en los próximos días, tomando en cuenta los últimos datos oficiales publicados en el informe del Ministerio de Sanidad del 22 de enero, en estos momentos toda España menos Canarias estaría probablemente en color rojo oscuro.
Por desgracia, España figura en un lugar destacado en la escala europea de la pandemia: ocupa el quinto lugar tanto por número de casos confirmados (por detrás de Rusia, Reino Unido, Francia e Italia) como de fallecimientos por COVID-19 (por detrás de Reino Unido, Italia, Francia y Rusia). Hasta el momento la pandemia no da muestras de remitir a pesar de las medidas que han sido adoptadas. Por el contrario, como una consecuencia esperable tras el incremento de las interacciones sociales producidas por la permisividad y la relajación durante las festividades navideñas, a lo que se añaden las condiciones climáticas del invierno, el número de contagios diarios, de ingresos en los hospitales, de ingresos en las UCI y de fallecimientos por COVID-19 no ha cesado de crecer durante las tres primeras semanas de enero, tal y como ha sucedido en muchos países europeos. Al término del mes unas 600.000 personas se habrán contagiado de coronavirus y en torno a 4.800 habrán fallecido en España.
Debemos recordar que en esta última semana España ha batido tres veces el récord de contagios y de fallecimientos de toda la pandemia. Y que la situación de los hospitales, y en particular de las UCI, está cercana o ha alcanzado ya el nivel de saturación en la mitad de las comunidades autónomas. Los profesionales que trabajan en ellos lo expresan a menudo con justificado dramatismo.
Por todo ello, creemos errónea la negativa a modificar el actual estado de alarma para dar cobertura jurídica al reforzamiento de las medidas que las comunidades autónomas consideren necesarias para hacer frente al rápido ascenso de la tercera ola, tales como la ampliación del horario de los “toques de queda” o los confinamientos domiciliarios.
Por si fuera poco, a la preocupante situación epidemiológica y de presión asistencial arriba descritas se añaden los datos que expresan la presencia cada vez más extendida en España de la “variante británica”, a pesar de la infravaloración que se hizo inicialmente por parte de las autoridades sanitarias. La perspectiva oficial ha cambiado: el último pronóstico hecho por Fernando Simón estimó que esta variante puede llegar a ser la causante del 40 a 50% de los nuevos casos en marzo.
Por otra parte, la vacunación que se inició en Europa y en España a fines de diciembre de 2020 es una medida muy importante para ir reduciendo el número de personas susceptibles, pero tardará aún varios meses contribuir a abatir sustancialmente la incidencia y la presión asistencial. No puede dejar de tenerse en cuenta que el programa de vacunación enfrenta elementos de incertidumbre derivados de la disminución del ritmo esperado de llegada de las dosis de las vacunas ya comprometidas (Pfizer-BioNTech y Moderna) o de las que están previstas que se autoricen ya que el consorcio Oxford-AstraZeneca ha anunciado una reducción de hasta un 60% del suministro inicialmente acordado con la Comisión Europea.
Las causas de esta disminución de los suministros pueden ser varias, incluidas las aducidas por alguna de las empresas fabricantes para justificar –de forma temporal, han dicho– la disminución del número de dosis entregadas. Pero también es posible que estén relacionadas con un súbito aumento de la demanda por parte de países que han iniciado aceleradas y masivas campañas de vacunación (por ejemplo, Israel) o con el más que esperable e importante aumento de esa misma demanda en los Estados Unidos de Norteamérica tras la toma de posesión del nuevo presidente, Joe Biden, quien ha adoptado una política mucho más activa contra la pandemia y en favor de las vacunas que su predecesor Trump y ha propuesto incrementar el ritmo de vacunación con el objetivo de inocular 100 millones de dosis en sus primeros cien días de mandato.
En este sentido España debería jugar un papel mucho más activo en el ámbito de la Unión Europea para que esta exija un escrupuloso cumplimiento de los compromisos por parte de los fabricantes, así como para que la Comisión Europea adopte una política de mayor transparencia sobre las condiciones reales de los contratos.
Sea como fuere, la realidad es que aun cuando se ha aplicado el 86,6% de las dosis que han llegado a nuestro país, el mejor ritmo de administración (unas 60.000 dosis diarias) queda todavía muy lejos del que se requiere (unas 300.000 dosis diarias) para haber vacunado al 70% de la población al final del verano. La velocidad no es suficiente: tenemos que multiplicar por cinco el ritmo diario de vacunación, como mínimo deberíamos administrar dos millones de dosis por semana. Al ritmo actual, el objetivo marcado no se alcanzaría siquiera en las Navidades de 2021, por lo que las comunidades autónomas deberán adoptar las medidas necesarias (incluyendo eventuales refuerzos) para evitar demoras.
Sin dejar de condenar los comportamientos pícaros y oportunistas a la hora de vacunarse que se han producido en España, aunque solo sea porque contribuyen a deslegitimar la estrategia de vacunación acordada, nuestro principal reto sigue siendo éste: vacunar al 70% de la población a final de verano. La incapacidad de varias comunidades autónomas, pese a haber sido alertadas desde hace meses, de proveerse de las jeringuillas necesarias para no desperdiciar la “sexta dosis” vuelve a poner en el dedo en la llaga de la desigual gestión que del proceso de vacunación están haciendo los gobiernos autonómicos.
En conclusión, enfrentamos unas semanas muy difíciles en las que al aumento de la presión asistencial y del número de fallecimientos debido al aumento de la incidencia tras las fiestas navideñas, podrían sumarse incrementos adicionales causados por las nuevas variantes del coronavirus, así como también disminuciones y/o retrasos en el ritmo del suministro de vacunas que podrían comprometer el logro del objetivo de inmunización planteado. Una conjunción de tendencias que tendría efectos extraordinariamente negativos sobre unas sociedades muy fatigadas y unos sistemas de salud exhaustos.
Por supuesto, no se trata de un escenario inevitable y ojalá que al final de cuentas no se produzca. Pero para evitarlo, la evolución de las variables que lo configuran –incidencia de nuevos casos, presión asistencial y ritmo de suministro y administración de las vacunas– deberán ser seguidas con gran cuidado, interviniéndose sobre ellas con las indispensables anticipación y contundencia, tanto en el ámbito de la Unión Europea como en el de los Estados miembros.
España debe presionar para que la Unión Europea mejore sus mecanismos de información y de propuestas de actuación conjunta a los Estados miembros en la lucha contra la pandemia, con recomendaciones claras y precisas. Aun cuando muchas de las competencias sanitarias sigan residiendo en los Estados miembros, desde el inicio de la pandemia ha quedado clara la necesidad de fortalecer una autoridad sanitaria europea con mayores capacidades y atribuciones frente a aquellos retos de salud pública que afecten a más de un Estado miembro.
De todos modos, seamos claros: no habrá recuperación económica en el espacio económico europeo sin abatir drástica y rápidamente la curva de contagios y aumentar sustancialmente el ritmo de vacunación. Y esto no se logrará actuando como se ha hecho desde el final de la primera ola hasta aquí, es decir, arrastrando los pies cuando la curva de contagios sube y corriendo para desescalar las medidas cuando se llega a la meseta o se apunta un cierto descenso. La experiencia ha demostrado que este comportamiento “procíclico”, muy distinto del seguido en varios países de Asia y de Oceanía que decidieron ser mucho más contundentes para frenar desde un principio la transmisión comunitaria, nos lleva a pagar un altísimo precio en sufrimiento y mortalidad evitables sin que, pese a ello, se reactive la actividad económica.
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