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Archivo - El expresidente de la Generalitat Carles Puigdemont comparece ante el Parlamento Europeo, a 13 de diciembre de 2023, en Estrasburgo (Francia).
2 de marzo de 2024 08:35 h

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Supongamos, como hipótesis, que el juez Manuel García Castellón tiene razón; que también están en lo cierto los fiscales y magistrados del Supremo que respaldan su investigación. Supongamos que el expresident Carles Puigdemont fuera el “líder absoluto” de un grupo terrorista, el máximo responsable de una organización violenta y criminal; alguien dispuesto a matar y secuestrar, alguien que cuenta con una banda organizada capaz de llevar estos objetivos tan siniestros hasta el final. 

De ser así, de ser esto verdad, ¿cuál sería el grado de incompetencia de estos eminentes juristas? ¿Qué explicaciones tendrían que dar por el enorme retraso que acumula esta investigación?

Porque aceptar que Puigdemont es un presunto terrorista implica algo más. Los supuestos delitos por los que esta semana se le acaba de imputar no ocurrieron ayer: son de septiembre de 2019, de hace más de cuatro años. Y si aceptamos pulpo como animal de compañía –o Puigdemont como líder terrorista, que es un disparate similar– también habría que pedir responsabilidades al juez instructor, por su negligente retraso en actuar.

Si Puigdemont es el presunto líder de una organización criminal, y es tan obvia esta conclusión como ahora dicen, ¿por qué permitieron cuatro años de impunidad? ¿Por qué ni el Supremo ni la Audiencia Nacional avisaron antes a las autoridades de otros países de que había un terrorista suelto, campando por el Parlamento Europeo? ¿Por qué no se incluyó este gravísimo delito –peor que la sedición– en las distintas euroórdenes donde se instaba a su detención? ¿Por qué no se hizo nada contra el “terrorismo” de Puigdemont  hasta –casualmente– esa epifanía a la que llegó el juez Manuel García Castellón, justo cuando la ley de amnistía se empezó a negociar? 

Parece muy extraño. Porque lo es. Y no solo por este retraso de cuatro años largos en desenmascarar al presunto terrorista Puigdemont.

Se ha resaltado en distintos medios que el auto del Tribunal Supremo donde se imputa por terrorismo al expresident catalán ha sido una decisión “por unanimidad”. Se da a entender así que es un asunto indubitable: que no hay siquiera discusión.

Es un dato engañoso, que conviene explicar. La decisión no se llevó al pleno de la Sala de lo Penal. Los jueces que firman este auto son cinco: Manuel Marchena, Julián Sánchez Melgar, Juan Ramón Berdugo, Carmen Lamela y Eduardo de Porres. 

Todos ellos tienen algo en común: son del sector conservador. 

Todos ellos, sin excepción, fueron ascendidos al Supremo a propuesta de los vocales en el CGPJ elegidos por el PP. 

No hay un solo progresista entre los cinco. Ni uno. 

Carmen Lamela es la jueza que también vio terrorismo en la agresión a varios guardias civiles en un bar en Alsasua: algo que la sentencia después descartó. También es la jueza que encerró durante dos años a un inocente: al expresidente del Barça Sandro Rosell. Poco después de esa polémica decisión, en 2018, fue ascendida al Supremo por el sector conservador.

Juan Ramón Berdugo es miembro de la APM –la asociación conservadora– y llegó al Supremo en 2004, ascendido por el CGPJ conservador de la mayoría absoluta de Aznar. Es uno de los jueces que condenó al cantante César Strawberry por varios tuits –una sentencia que fue después anulada por el Tribunal Constitucional–. También firmó la sentencia del ‘procés’.

Julián Sánchez Melgar es también conservador. Y de la plena confianza del PP: en 2017, el Gobierno de Mariano Rajoy le nombró fiscal general del Estado. Su carrera tiene un punto de inflexión en Ávila, donde fue presidente de la Audiencia Provincial; allí conoció al entonces alcalde de la ciudad, Ángel Acebes, que más tarde se convertiría en ministro de Justicia con Aznar. Fue Acebes quien después le apoyó para el Tribunal Supremo, al que llegó en diciembre de 1999. Entre otras polémicas, es el principal ideólogo de la ‘doctrina Parot’, para alargar artificialmente las condenas de terrorismo, y  que después fue declarada ilegal por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos.

Eduardo de Porres es el último de todos ellos en llegar. Fue ascendido al Supremo en 2018 por el CGPJ conservador que salió de la mayoría absoluta en 2011 del PP de Mariano Rajoy. Fue el ponente de la sentencia de los ERE –y de la polémica condena a Cháves y Griñán que se aprobó por la mínima: con dos votos en contra frente a tres a favor. En este juicio, el PP estaba presente como acusación popular. Y sobre la imagen de imparcialidad de Porres había una sombra: tras la sentencia se conoció que tanto la mujer como el hijo de este juez militan en el PP. Algo que, según De Porres, no le condicionó. 

En cuanto a Manuel Marchena, he escrito ya mucho sobre él. Llegó al Tribunal Supremo en 2007 –cuando el sistema de elección obligaba a acuerdos entre los distintos bloques del CGPJ, en un pacto donde también entró Luciano Varela por el sector progresista–. En 2014, el CGPJ de la mayoría de Rajoy le nombró presidente de la Sala de lo Penal. Más tarde, en 2018, fue candidato a presidente del CGPJ, en la renovación que estuvo a punto de firmar Pablo Casado; renunció después de que un senador del PP, Ignacio Cosidó, presumiera de que su liderazgo ayudaría al partido a “controlar la Sala Segunda desde detrás”.

Cinco jueces del Supremo, elegidos entre todos los que hay en la Sala de lo Penal por las normas de reparto. Que no haya entre todos ellos ni un solo juez progresista no es casual: es la consecuencia de que el PP haya controlado 22 de los últimos 27 años del Consejo General del Poder Judicial, gracias a los distintos bloqueos a la renovación cada vez que la derecha pierde las elecciones. Por eso solo hay cuatro jueces progresistas de los quince que hoy forman la Sala de lo Penal del Supremo. Es casi imposible que los jueces promocionados por la derecha no tengan la mayoría en este tribunal.

Pero dejemos a los jueces y vayamos a lo que acaban de decidir. Que hay mucho que contar.

El Tribunal Supremo, en el auto donde se imputa por terrorismo a Puigdemont, ha decidido ignorar uno de los asuntos más polémicos de la instrucción de García Castellón. Seguro que lo recuerdas: ese turista francés que murió de un infarto y que este juez de la Audiencia Nacional presentaba como una presunta víctima del terrorismo. El Supremo, en su auto, ni siquiera menciona esta cuestión. Los cinco magistrados han hecho como si esa acusación, tan ridícula, nunca se hubiera puesto sobre la mesa.

Si no hay víctima del terrorismo –ni se menciona siquiera– ¿cuál es la violencia terrorista que justifica una acusación así? 

El Supremo va por otras vías. Por un lado, la de la ‘kale borroka’, el “terrorismo de baja intensidad”, donde cita distintas sentencias de los años en los que ETA mataba.

Hay solo un problema. Uno no menor: la ‘kale borroka’ se calificaba como terrorismo –y no como disturbios callejeros– porque respondía a la estrategia del terrorismo de verdad. El entorno de ETA era terrorista también –según la Justicia– porque había un núcleo central, armado y violento, que dirigía todo lo demás. Esto es algo que no ocurrió en el procés: no hay un grupo armado que permita acusar de terrorismo a quien comparte estrategia y objetivos con él.

En esta curiosa banda terrorista liderada por Puigdemont no hay ni muertos ni nadie con intención de matar. Así que se acusa a los líderes de la banda de otro delito: detención ilegal.

Está en el Código Penal junto con el delito de secuestro. La diferencia entre uno y otro es que el segundo exige que se haya pedido un rescate, una condición para la liberación. Para la detención ilegal basta con que se impida la libertad de movimientos.

¿Y quiénes son, para García Castellón y el Tribunal Supremo, las víctimas de ese delito terrorista de detención ilegal? Pues al parecer los controladores aéreos, que no pudieron llegar a la torre a la hora del cambio de turno por la manifestación de Tsunami Democràtic en los accesos del aeropuerto. Y también se extendería a los pasajeros, que no pudieron ni entrar ni salir durante unas horas de las terminales de pasajeros. Miles de personas en total.

Por las mismas, las personas bloqueadas en las carreteras por las tractoradas de estas últimas semanas, o los trabajadores de la sede del PSOE en Ferraz que tampoco pudieron salir de su oficina por las protestas ultras, ¿serían también víctimas del terrorismo, por otra detención ilegal?

Hay un añadido más: las penas por los delitos de detención ilegal con el agravante de terrorismo van de entre 10 y 15 años. Pero es por persona, por cada detenido. En este caso, habría que multiplicar esos años de condena por todos los viajeros que estuvieron ese día en El Prat. Todos ellos, además, podrían tener derecho a una indemnización como víctimas del terrorismo. 

En cuanto al argumento de la “kale borroka”, el Supremo describe unos curiosos “artefactos de similar potencia destructiva a los explosivos” que, hasta donde se conoce, no suelen explotar: carritos portaequipajes, vallas, extintores de incendios, vidrios o láminas de aluminio. Todos estos objetos, según el auto, se lanzaron contra la policía en los disturbios. Algo que, por otra parte, ha ocurrido y ocurrirá en centenares de manifestaciones más, sin que en ellas se acuse a nadie de terrorismo.

El auto para abrir la causa judicial por terrorismo contra Puigdemont solo se puede entender bajo dos prismas. Ninguno bueno para la imagen de imparcialidad del Tribunal Supremo español.

El primero, la ley de amnistía. Solo desde el análisis político se puede entender que esta acusación por terrorismo haya aparecido justo ahora, cuatro años después. El jaque es doble, en esta jugada de ajedrez: por un lado, evitar que Puigdemont pueda beneficiarse de la amnistía, si es que se aprueba. Por el otro, tensionar la negociación entre PSOE y Junts, de la que depende la estabilidad del Gobierno. 

El otro análisis posible, compatible con el anterior, pasa por lo que algunos juristas han teorizado como “el derecho penal del enemigo”. Consiste en aplicar la Justicia contra estos acusados que suponen una amenaza para la estabilidad del Estado de la forma más dura y restrictiva posible, incluso sobrepasando algunos límites. Lo que se hizo durante años en España contra los terroristas de ETA. Lo que pasó, por ejemplo, con la doctrina Parot: un castillo jurídico en el aire muy similar al que se está construyendo hoy.

Hay un factor extra, uno que roza lo personal. El Tribunal Supremo ha sido ridiculizado por Carles Puigdemont. Sus éxitos en Europa –en tribunales de Bélgica, Alemania o Italia, que se negaron a conceder su extradición– han sido la mayor derrota de la historia del Supremo: su mayor humillación. 

En las próximas semanas, la Justicia tendrá que resolver un asunto que, en circunstancias normales, hundiría toda esta investigación. Manuel García Castellón cometió en 2021 un gravísimo error judicial: se retrasó en la aprobación de una de las prórrogas para investigar este caso.

Hay bastante jurisprudencia del Tribunal Supremo sobre lo que supone un fallo así. Lo habitual es que anule casi toda la causa: que se archive todo lo que se investigó después de ese error, incluyendo lo que ahora afecta a Puigdemont. Es lo que ocurrió en el pasado con algunos casos de corrupción –como el que afectaba al expresidente de Murcia, Pedro Antonio Sánchez–. Hay incluso un caso de homicidio que quedó impune por un fallo así.

¿Y ahora? ¿Qué hará el Supremo? ¿Seguirá su doctrina de siempre y archivará la causa? ¿O aplicará el derecho penal del enemigo hasta encontrar una excusa con la que cambiar su propia jurisprudencia?

Lo dejo aquí por hoy. Gracias por leerme. Gracias por tu apoyo a elDiario.es.

Un abrazo,

Ignacio Escolar

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