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OPINIÓN | La jeta y chulería de Ábalos la paga la izquierda, por Antonio Maestre

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Ya hay una ley en España que regula a la prensa, una que solo sirve para avergonzarnos como país. Está fechada en 1966, hace más de medio siglo. Está completamente obsoleta, no solo por lo que supone Internet: es una norma previa a la llegada a España de la televisión a color. Pero es la ley que está en vigor, la que promulgó Manuel Fraga en sus años de ministro de Información y Turismo. Aquí la puedes leer, empezando por un preámbulo donde se explica que el objetivo de la norma es “cumplir con los postulados y las directrices del Movimiento Nacional”.

Es una ley firmada “desde el Palacio del Pardo” por Francisco Franco: la ley de prensa de un dictador.

No es la única ley franquista que, con algunos tachones, aún sigue en vigor. Pero sí la más indignante para un país democrático. No conozco otro lugar en Europa donde la ley de prensa de una tiranía haya sobrevivido hasta hoy. 

En 1978, la Constitución española reconoció el derecho a comunicar o recibir libremente información veraz. Y un año antes, en 1977, el primer Parlamento tras el franquismo derogó buena parte de los artículos de la ley de prensa de la dictadura, los más obscenos, como los que permitían el secuestro de periódicos que cuestionaran “la unidad de España”, la monarquía o “el prestigio” de las fuerzas armadas. Pero no se hizo después mucho más. La ley de prensa de Fraga ahí se quedó, parcialmente mutilada pero aún en vigor. Como una norma que no solo está desfasada: también es una amenaza latente para ese derecho constitucional a la información.

Ningún gobierno democrático se ha atrevido nunca a aplicarla hasta sus últimos extremos. Afortunadamente. Pero no quiero ni imaginar qué podría hacer con ella, en el futuro, un Consejo de Ministros en el que se sentara Vox.

El artículo 67 permite al Gobierno sancionar a los medios y periodistas que publiquen “documentos de carácter reservado”; el artículo 68, a los que tengan la “intención manifiesta de deformar la opinión pública”. El artículo 69 también da autoridad a la Administración para multar o inhabilitar al director o al editor de un periódico. El artículo 3 deja la puerta abierta para aplicar la censura previa en los estados de guerra o excepción. Y no hablo solo de la ley que hizo Fraga para Franco: me refiero a la norma que hoy sigue estando en vigor.

Durante años, buena parte de la profesión periodística ha mirado hacia otro lado ante esta anomalía democrática. Sobre este debate, la frase más repetida entre muchos periodistas es que “la mejor ley de prensa es la que no existe”. Y eso es de facto lo que ocurre en España: tras el recorte de 1977 y el paso de los años, la ley de prensa de Fraga y Franco se ha convertido en un fósil; una norma donde la mitad de los artículos no tienen hoy mucho sentido y la otra mitad son de difícil aplicación, sin chocar frontalmente con la Constitución. Buena parte del articulado refiere a un Ministerio de Información que ni siquiera existe desde hace décadas.

La ley de prensa está caduca. Pero pocos en la prensa quieren una nueva ley.

Es llamativa la contradicción. También lo podemos llamar hipocresía. La prensa suele defender la regulación: para los partidos, los sindicatos, la patronal, la banca, las eléctricas, las aerolíneas, las grandes empresas tecnológicas o la inteligencia artificial. Para todos menos para la propia prensa. También somos el sector que más aboga por la transparencia: para todos los demás, no para los medios de comunicación, que suelen ser opacos cuando se trata de informar sobre sí mismos.

Me atrevo a escribir este artículo, a tirar esta primera piedra, porque en elDiario.es hacemos las cosas de otra manera. Nuestros socios y socias lo sabéis bien. Cada año, detallamos nuestros ingresos y gastos con total transparencia, hasta el último euro. El nombre de nuestros accionistas es público: somos el equipo que fundamos este periódico. Nos hemos sometido voluntariamente a una estricta autorregulación, el Estatuto de elDiario.es, que establece límites tanto periodísticos como de gestión empresarial. Y también cumplimos con los estándares éticos y profesionales de la Journalism Trust Initiative, que lidera Reporteros sin Fronteras.

No somos los únicos. Pero sí muy pocos quienes actuamos así. 

Buena parte de la prensa ha asumido la libertad de expresión como un absoluto, imposible de regular sin cercenar ese derecho. Como si la libertad de circulación estuviera amenazada porque existan las multas de tráfico, los alcoholímetros y los límites de velocidad. 

Es justo al contrario: hace falta una regulación de la prensa, precisamente para proteger el derecho de la ciudadanía a recibir información veraz. Porque una parte de lo que aparenta ser periodismo, y no lo es, se ha convertido en una industria contaminante que está intoxicando a la sociedad.

¿Alguien duda hoy de que los bulos y la desinformación son una verdadera amenaza para las democracias de todo el mundo, también la española? ¿De verdad hay alguna manera de arreglar este gravísimo problema que no pase por algo de regulación? No es un debate ideológico, de izquierdas y derechas: afecta a toda la sociedad. 

Aunque no lo parezca, en teoría existe un amplio consenso político sobre este tema. Y no lo digo solo por esa “estrategia nacional” contra las noticias falsas que trató de poner en marcha el Gobierno de Rajoy. Hace pocos meses, en marzo, la mayoría abrumadora del Parlamento Europeo (464 votos a favor, 92 en contra y 65 abstenciones) aprobó la Ley de Libertad de Medios de Comunicación. Casi todos los partidos españoles también estuvieron de acuerdo en la necesidad de esa regulación. Votaron a favor los eurodiputados del PSOE, del PP, de Ciudadanos, de ERC, del BNG y una parte de los de Unidas Podemos –otra se abstuvo, Miguel Urbán e Idoia Villanueva, pero porque querían una norma aún más estricta–. También se abstuvieron los eurodiputados de Junts porque querían que la ley fuera aún más clara en el veto al espionaje a periodistas. ¿En contra de regular y proteger a la prensa? Solo Vox.

Esta ley europea, mejorable pero muy interesante, establece unos estándares mínimos para todos los países europeos y reconoce una serie de derechos para la prensa. Entre los más importantes, blindar el secreto profesional y la protección de las fuentes, o limitar el uso de programas espía por parte de los gobiernos –solo con una orden judicial–. Pero también hay obligaciones. A partir de agosto de 2025, cuando entrará plenamente en vigor, los medios europeos tendrán que ser más transparentes: detallar sus accionistas, la identidad real de las personas que los controlan, y también qué parte de sus ingresos viene de los anunciantes públicos, de la publicidad institucional. Unos datos que los distintos gobiernos también tendrán que publicar.

¿Es mucho pedir esta mínima transparencia? Yo creo que no. Más bien al contrario. Es bastante escandaloso que buena parte del gasto en publicidad de muchísimos gobiernos locales y autonómicos sea completamente opaco y no se sepa a qué medios ha favorecido cada administración (el resultado suele ser indecente, cada vez que accedemos a este tipo de información).

También es de cajón obligar a los medios a revelar quiénes son sus dueños. La prensa no es un negocio más: es un servicio público, ya que afecta al derecho constitucional a la información. Saber quiénes son las personas que están detrás de cada medio –para así descubrir si tienen otros intereses– es algo que la ciudadanía tiene derecho a conocer. 

A la inmensa mayoría de la sociedad le parece obvio que la financiación de los partidos debe de ser transparente, porque afecta a la democracia. ¿Por qué entonces con la prensa no?

La ley europea también obliga a crear un organismo regulador independiente para los medios de comunicación. España tendrá que poner en marcha el suyo y definir sus atribuciones –y cuando ocurra, no descartes que el mismo PP que votó a favor de la ley se escandalice por la medida, porque la política en España funciona así–. 

Este nuevo regulador, según establece la nueva ley europea, tendrá que evaluar el nivel de concentración de los medios: si están en pocas manos y eso pone en riesgo la pluralidad informativa. O vigilar para que el reparto de la publicidad pública de distintos gobiernos no sea arbitrario o se utilice en beneficio de intereses partidistas, como ahora ocurre.

Ese organismo regulador, casi como su primer paso, tendrá también que responder a la pregunta clave: qué es un medio de comunicación. Y qué no lo es. 

Hay maneras de hacerlo, sin caer en la arbitrariedad; a través de criterios claros y objetivos. Y la propia ley europea da algunas pistas en su artículo 18, donde define los requisitos que tendrán que exigir las plataformas digitales –como Google o Meta– a los medios de comunicación antes de amplificar sus artículos. Entre otras cuestiones, piden estos tres mínimos: 

  1. Que sean independientes de partidos políticos o de terceros países.
  2. Que estén sujetos a normas editoriales, bajo la supervisión de alguna entidad externa independiente o un mecanismo de autorregulación.
  3. Que no ofrezcan contenidos elaborados por una inteligencia artificial sin revisión humana.

Yo añadiría tres más. Un medio de comunicación tiene que tener un equipo de redacción, porque no existe el periodismo sin periodistas. Tiene que ser transparente en su financiación, porque no existe información veraz desde la opacidad. Y, en el caso de la prensa escrita, tiene que tener una comunidad de lectores que lo financie, porque no existe la prensa libre sin ellos: solo la propaganda. 

Ojalá una nueva ley española de libertad de medios de comunicación. Ojalá el Parlamento afronte este problema de una vez. Un reto que es complejo y que se debería abordar bajo una premisa básica: que su eficacia no dependa de la bondad de ningún gobierno, que esa ley no suponga una amenaza para la libertad y el derecho a la información incluso si llega a La Moncloa alguien como Donald Trump. 

No solo la ley de prensa necesita una nueva redacción. Todas las normas que regulan el derecho a la información son un parche tras otro y se han quedado viejas. Como la ley de protección del derecho al honor, que es de 1982 y tiene enormes lagunas. O la que permite el derecho a rectificación, de 1984, que está anticuada porque se diseñó para la prensa en papel y obliga a rectificar hechos que el afectado “considere inexactos”, aunque realmente sean hechos ciertos. O el delito de revelación de secretos, que en infinidad de ocasiones lleva a los periodistas al juzgado por simplemente cumplir con su trabajo –sé de lo que hablo, nos pasa mucho en elDiario.es–.

Sé que no sucederá, que la oposición remará en contra. Pero no debería ser tan difícil el consenso cuando la mayoría de los partidos han estado de acuerdo en Europa de la necesidad de una ley así. Y ya va siendo hora de que el Parlamento entierre definitivamente a ese zombi que es la ley de prensa de Fraga y construya en su lugar una regulación más acorde con una democracia europea del siglo XXI. 

Lo dejo aquí por hoy. Te deseo un buen fin de semana. Y espero que algún día tengamos una ley de prensa que no esté firmada por un dictador.

Un abrazo, 

Ignacio Escolar

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Ya hay una ley en España que regula a la prensa, una que solo sirve para avergonzarnos como país. Está fechada en 1966, hace más de medio siglo. Está completamente obsoleta, no solo por lo que supone Internet: es una norma previa a la llegada a España de la televisión a color. Pero es la ley que está en vigor, la que promulgó Manuel Fraga en sus años de ministro de Información y Turismo. Aquí la puedes leer, empezando por un preámbulo donde se explica que el objetivo de la norma es “cumplir con los postulados y las directrices del Movimiento Nacional”.

Es una ley firmada “desde el Palacio del Pardo” por Francisco Franco: la ley de prensa de un dictador.