Poco antes de que el mundo fuera testigo del vandalismo de los seguidores de Bolsonaro, Kevin Owen McCarthy lograba ser presidente de la Cámara de Representantes de los Estados Unidos. Necesitó quince votaciones, quince, y lo que es más importante, tragarse un sapo tras otro ante los más fanáticos de los fanáticos de su propio partido, los republicanos, una humillación tras otra ante el trumpismo más enloquecido. Rendido a sus pies, McCarthy va a ejercer su cargo –es una manera de hablar– atado hasta los límites que le han marcado los protagonistas del circo, negacionistas de todo, payasos sin gracia, domadores de tristes tigres, y lanzadores de cuchillos que rebanan orejas. El espectáculo ya está servido y este es el panorama de vergüenza que espera a Estados Unidos y, por tanto, al resto de la humanidad, que todavía estornuda cuando Washington se constipa.
Ha sido muy interesante contemplar cómo ese personaje increíble que se llama Donald Trump, pueden acumular ustedes cuantos adjetivos denigratorios se les ocurran, manejaba desde atrás los hilos de esos veinte delirantes sectarios que lograban, y ese es el peligro que todos deberíamos tener muy presente para cualquier análisis de los extremismos, que todo el partido republicano dependiera de ese cogollo de afiebrados ultraliberales, ultraconservadores y ultrarreligiosos. El resto de los republicanos –hipócritas, cobardes, temblorosos– escondía la cabeza debajo del ala mientras delante de sus ojos despavoridos se fraguaba el desastre. Menos del diez por ciento de los congresistas –los más delirantes– se hacía con los mandos. Una vergüenza.
Hay consecuencias interesantes de este sucedido que podíamos analizar. Verbigracia, abrir un hilo para intentar averiguar por qué la derecha, prácticamente en todo el mundo, ha olvidado sus principios democráticos y se ha escorado hacia los extremos más insensatos. ¿Dónde está el equivalente a aquel Helmut Kohl que tan buenas relaciones mantenía con los líderes socialdemócratas europeos, incluidos Felipe González o François Mitterrand? ¿Dónde los herederos de Chirac, Cossiga o Major? Eran conservadores, incluso muy conservadores, pero no golpistas.
Hoy la derecha ha perdido toda capacidad de ofrecer a la sociedad un conjunto de medidas que durante décadas se consideraban de centro derecha, en contraposición al centro izquierda, ambos pertenecientes a un mismo tronco que entendía como valores irrenunciables un conjunto de normas y leyes que conformaban el esqueleto de las democracias liberales. Ya no hay tuétano ni un punto liberal en ese espacio de derechas, mientras en la izquierda, con variaciones propias de la evolución de la sociedad, aquellos socialdemócratas de entonces no tendrían graves problemas para reconocerse en sus sucesores. Quizá el ejemplo más obvio, para no adelantar acontecimientos sobre España, que luego abordaremos, es el canciller alemán Olaf Scholz, perfectamente enraizado en la tradición de un Helmut Schmidt, por citar un nombre bien conocido de todos.
La derecha es hoy una caterva de fanáticos dementes, perdonen ustedes el enfado del Ojo, pero déjenme decirles algunos nombres de los políticos que pintan en el mundo a ver si se atreven a llevar la contraria a este humilde plumilla: Marie Le Pen; Giorgia Meloni, Matteo Salvini o Silvio Berlusconi; Boris Johnson o Liz Trust; el polaco Morawiecki o el húngaro Orbán. Solo en Francia permanece como una isla en mitad del océano bravío el centrista Emmanuel Macron, rara avis que surfea el oleaje sin ser ni chicha ni limoná.
Y dejo para el final a los monstruos comegalletas, el inefable Donald Trump y su clon el brasileño Bolsonaro. En este comienzo del siglo XXI, las fuerzas de la derecha solo pueden ofrecer actos tan antidemocráticos como los protagonizados por ambos mandatarios. Basaron su fuerza en la mentira y el desprecio a las mínimas normas de convivencia, y acabaron azuzando a las masas de descerebrados para que asaltaran sus respectivos Congresos y cualquier otra salvajada que hiciera falta tras ser apartados del poder por las urnas. Golpismo y fascismo, las marcas de la nueva derecha.
Claro que podemos hablar de España. Por supuesto que no se salva nuestro país del tsunami ideológico universal que ha arrasado a la derecha centrista. ¿Es posible el trumpismo sin Trump?, se preguntaban los analistas norteamericanos. Pues aquí, fíjense qué cosas, sí ha pervivido el aznarismo sin Aznar. Miren ustedes al PP y ahí lo tienen: ni rastro de aporte valioso alguno a las ya antiguas tesis del mentiroso de las Azores, desmantelamiento del estado del bienestar, sobre todo en salud y educación, con las privatizaciones en lugar privilegiado. Todo el aparato teórico de Génova sigue proviniendo de FAES, la factoría que pastorea el expresidente. Hay otro ismo, todavía peor, si posible fuera tal figura, que es el casadismo, añadido brutal en las formas. Y ahí, atrapado entre esos dos fuegos, más un tercero y un cuarto que ahora mencionaremos, circula en un cochecito de choque, pimpampum, el inane Núñez Feijoo, bocadillo de pan entre dos panes.
El tercer fuego, tan peligroso, nace de las propias entrañas del partido, y no es otro que la conocida variante madrileña del virus integrista que afectó a los congresistas republicanos. Desde un rincón les saluda a todos ustedes José Luis Martínez–Almeida, el infame alcalde que, envuelto en las sombras nocturnas, arranca placas en homenaje de personas decentes para hacer la piedra con la que erigir esculturas descomunales a agresivos legionarios en honor del fascista Millán–Astray. Y en el otro lado de la cama, aparece la reina del vermú, escondida en el Zendal y gritando frases inconexas desde su atrabiliaria condición de política vedette. Isabel Díaz–Ayuso, dicen, es la principal protagonista del sokatira que arrastra al insulso Núñez al extremo de la ultraderecha montaraz. Será de esa manera, naturalmente, siempre y cuando el susodicho se deje remolcar, como un pobre títere, a ese destino.
El cuarto incendio, ya lo habrán adivinado, proviene de los aledaños, del Vox feroz que tanto se asemeja a esa derecha que antes citábamos en el veloz recorrido por Europa y que se atreve en ocasiones a plantearle problemas, ideológicos y de votos, a su hermano mayor, ese PP del que desciende la banda de Abascal, al que tanto deben y al que tanto van a dar –véase Castilla y León– en cuanto la precariedad del hermano mayor así lo exija.
Nada tiene que envidiar la derecha española a esos espejos que desde otros países nos devuelven la imagen del horror. Llevan meses y meses, desde que la izquierda llegó a La Moncloa con escrupuloso respeto a los votos de los ciudadanos, hablando de gobierno ilegítimo. Este domingo, tras el bárbaro asalto de Brasilia, la muy moderada Cuca Gamarra utilizaba aquellos acontecimientos no para condenar el golpismo brutal, sino para atacar a Sánchez. Con mentiras, como es habitual. Veremos cuáles son los límites, si es que los hay, de esa política denigratoria y antidemocrática del PP junto con Vox, su colega de fechorías. En esta locura fanática nada extrañaría, si pierden, hasta una impugnación de las elecciones. Tiempo al tiempo.
¿Tiene entonces más posibilidades la izquierda de ganar en las urnas ante este terrorífico panorama de la derecha salvaje? Pues así debería ser. Pero fíense y no corran.
Adenda. ¿De verdad que ustedes no pueden conciliar el sueño sin saber qué profundas motivaciones sentimentales y psicológicas han llevado a Isabel Preysler y a Mario Vargas Llosa a abandonar su convivencia? Qué curioso, oigan, porque el Ojo duerme, puedo aportar testimonio médico si alguien lo requiere, a pierna suelta.
Poco antes de que el mundo fuera testigo del vandalismo de los seguidores de Bolsonaro, Kevin Owen McCarthy lograba ser presidente de la Cámara de Representantes de los Estados Unidos. Necesitó quince votaciones, quince, y lo que es más importante, tragarse un sapo tras otro ante los más fanáticos de los fanáticos de su propio partido, los republicanos, una humillación tras otra ante el trumpismo más enloquecido. Rendido a sus pies, McCarthy va a ejercer su cargo –es una manera de hablar– atado hasta los límites que le han marcado los protagonistas del circo, negacionistas de todo, payasos sin gracia, domadores de tristes tigres, y lanzadores de cuchillos que rebanan orejas. El espectáculo ya está servido y este es el panorama de vergüenza que espera a Estados Unidos y, por tanto, al resto de la humanidad, que todavía estornuda cuando Washington se constipa.
Ha sido muy interesante contemplar cómo ese personaje increíble que se llama Donald Trump, pueden acumular ustedes cuantos adjetivos denigratorios se les ocurran, manejaba desde atrás los hilos de esos veinte delirantes sectarios que lograban, y ese es el peligro que todos deberíamos tener muy presente para cualquier análisis de los extremismos, que todo el partido republicano dependiera de ese cogollo de afiebrados ultraliberales, ultraconservadores y ultrarreligiosos. El resto de los republicanos –hipócritas, cobardes, temblorosos– escondía la cabeza debajo del ala mientras delante de sus ojos despavoridos se fraguaba el desastre. Menos del diez por ciento de los congresistas –los más delirantes– se hacía con los mandos. Una vergüenza.