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Su largo abrazo al peronismo: de Menem a Alberto Fernández

Diego Genoud

Buenos Aires, Argentina —

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Reconstruir el itinerario político de Diego Armando Maradona a lo largo de su vida es posible, aunque esconde el riesgo cierto de un mar de imágenes y momentos que se escurren en la memoria y se burlan de los archivos. Tratar de descifrar cuál era la clave que guiaba sus movimientos es más difícil y es probable incluso que no tenga sentido siquiera intentarlo cuando su ausencia lo cubre todo. Las futuras generaciones lo aprenderán de mil maneras. Dentro y fuera de la cancha, el jugador de fútbol más grande de todos los tiempos tenía un imán que atraía a las millones de almas anónimas que constituyen el sufrido pueblo argentino. Pero también cautivaba al poder, que se desvivía por tenerlo cerca, en ese acto reflejo de la política por bañarse de una popularidad prestada. 

Sus últimos años, cuando a la larga década kirchnerista le sobrevino la fugaz aventura macrista, son los que se ven ahora más nítidos y muestran una línea de continuidad en la que se observa en Diego la mayor de las coherencias. Gustase a quien le gustase, el astro que nació en Villa Fiorito y es sinónimo de Argentina se definía como peronista, amaba a la Cuba de Fidel y había sellado un compromiso irreductible con la Venezuela de Hugo Chávez. Su identificación con el proyecto de Néstor y Cristina Kirchner era de lo más plena y tuvo su punto más alto con el tren del Alba que llegó a Mar del Plata para oficiar de contracara de la Cumbre de las Américas con Evo Morales y Emir Kusturica a la cabeza. Sin embargo, Maradona estuvo siempre, cada vez que lo llamaron: se cansó de repetir su apoyo al gobierno del Frente para la Victoria, se declaró “cristinista hasta los huevos”, acompañó el lanzamiento del Fútbol para Todos -que le arrebató los derechos de transmisión al Grupo Clarín- y acompañó a CFK incluso en el funeral de Kirchner. 

Con Macri, en cambio, la distancia era múltiple y absoluta. Bastante antes de que el ingeniero diera el salto a la política, en 1995, el Diez había fulminado al entonces presidente de Boca con uno de esos apodos que entró en la historia doméstica: decidió bautizarlo “cartonero Baez”, en alusión al testigo fallido del femicidio de la actriz Alicia Muñiz a manos de Carlos Monzón. Una historia cargada de dramatismo y pistas falsas que la estrella del club de la Ribera tradujo al lenguaje callejero para golpear al empresario devenido dirigente del fútbol. Para ese Diego que tenía un mechón amarillo, pese a la fortuna que lo arropaba desde la cuna, Macri era un miserable. Mucho peor que eso: no sabía dónde estaba parado. “Si piensa que los jugadores de Boca somos empleados de SEVEL -por la automotriz de su familia- está muy equivocado”, dijo. Certeras hasta el hueso, ese tipo de críticas iban a lastimar toda la vida el proyecto político del líder del PRO, tanto como para ser voceadas después en off the record por los propios ministros de su gobierno. 

Herido por su propio fracaso en la gestión, el ex presidente que ahora se enrola públicamente entre los que lamentan su pérdida afirmó hace poco más de un mes que entre sus méritos iniciales había estado, precisamente, el de barrer a Maradona de Boca para dar paso a “la racionalidad”. La respuesta no se hizo esperar. “Mauricio, te digo que a mí no me echaste de ningún lado. Fui yo el que dejó el fútbol, para proteger la salud de mis viejos. Esa fue una decisión mía, y no le hice mal a nadie. Pero por más bombas de humo que tires, vos sabés que tus decisiones le cagaron la vida a dos generaciones de argentinos. Hacete cargo, querido. Ya lo dijo tu padre”. 

Hincha de Argentinos Juniors, el club que vio nacer a Diego, Alberto Fernández tuvo rápido motivos para recibir al mito viviente en Casa Rosada y cruzarlo con Martín Guzman, el ministro de Economía que es hincha del último club que dirigió Maradona, Gimnasia y Esgrima La Plata. Fue apenas dos semanas después de haber asumido como sucesor de Macri, el 29 de diciembre pasado. Ese día, de saco y zapatillas, Diego le llevó al Presidente un plan solidario para recuperar los “potreros”, las canchas de tierra en las que él aprendió a jugar. Fernández le agradeció por “haber existido” y haber llevado a los argentinos a “lo más alto del mundo”. La Casa de Gobierno será mañana su lugar de velatorio.

Volver con la memoria a los años noventa, aquellos que sobrevinieron tras su apogeo futbolístico, es perderse en laberintos donde las clasificaciones resultan esquivas y la polarización se revela insuficiente. Como la gran mayoría de un país desprevenido y todavía casi virgen en desilusiones, en 1989, Maradona apoyó de entrada a ese Carlos Menem ficticio y de patillas que hablaba de “salariazo” y “revolución productiva”.  Se sabe que más adelante se distanciaron y pasaron un tiempo sin contacto hasta que se reconciliaron, en el segundo mandato del riojano, tras la muerte de Carlos Menem Junior en un accidente. 

Algún buscador conserva una frase del genio del fútbol que hoy resulta difícil de inscribir en su genoma político. Era 3 de diciembre de 2001, Argentina era gobernada por el radical Fernando De la Rúa, estaba a días del estallido de la Convertibilidad y Menem ya soñaba con volver al poder que había ejercido con mano de hierro durante una década. De visita en Perú, el Diez dio una entrevista al programa “Panorama” de la cadena Panamericana Televisión. Alguien le preguntó por el riojano de las patillas: “Si él me lleva como vicepresidente yo voy. Eso es verdad, si me dice que lo acompañe lo acompaño”, dijo y afirmó estar seguro de que Menem se postularía una vez más para el cargo y sería nuevamente presidente de su país en las elecciones de 2003. Poco antes, Maradona había ido a visitar al ex presidente a la quinta de su amigo Armando Gostanian en donde cumplía prisión domiciliaria. Como con todo, Diego se asumía sin beneficio de inventario y no eludía nada de su pasado, ni siquiera lo más doloroso. Por eso, daría cuenta de aquellas afirmaciones y buscaría más adelante explicar ese vínculo con un gobierno que, aún peronista, se parecía como ningún otro al de Macri. “Podemos tener contradicciones, lo de Menem fue porque le mataron al hijo. Acuérdense que Menem estaba en contra de la selección y el que lo salió a torear fui yo”, aseguró. Google los exhibe juntos, los dos con la camiseta argentina, en un partido a beneficio en la cancha de Vélez sonrientes, en el balcón de la Casa Rosada y ya más grandes los dos, curados en derrotas, el ídolo que trascendió las fronteras y el presidente reelecto de las privatizaciones y la desocupación récord.  

Por malentendidos de la historia, cuestiones personales o por ese carisma único que dicen tenía Menem, Diego se llevó mejor con el neoliberal de la modernización que dejó millones de pobres y nunca pudo congeniar con su rival histórico en la interna del peronismo en los años noventa: el productivista bonaerense Eduardo Duhalde, padrino político por descarte de la intensa era del progresismo kirchnerista. Las crónicas de la época aseguran que Maradona estaba convencido de que el ex gobernador de la provincia de Buenos Aires era el culpable de un allanamiento que le habían hecho en su departamento y estaba detrás del operativo antidrogas que terminó con su amigo y representante Guillermo Cóppola en la cárcel. Ese rencor lo perdió y lo llevó a apoyar de manera explícita a De la Rúa, el radical que se fue en helicóptero y antes de terminar su mandato, el 20 de diciembre en 2001. En un país que venía del genocidio y enfrentaba el coctel ingobernable de rebeliones carapintadas de militares, hiperinflación y golpe de mercado, Raúl Alfonsin tuvo una suerte que ninguno de los once presidentes que lo sucedieron pudo volver a vivir: tener al gran capitán de la selección nacional de futbol, en el balcón de la Rosada, gritando “Dale campeón”.

Reconstruir el itinerario político de Diego Armando Maradona a lo largo de su vida es posible, aunque esconde el riesgo cierto de un mar de imágenes y momentos que se escurren en la memoria y se burlan de los archivos. Tratar de descifrar cuál era la clave que guiaba sus movimientos es más difícil y es probable incluso que no tenga sentido siquiera intentarlo cuando su ausencia lo cubre todo. Las futuras generaciones lo aprenderán de mil maneras. Dentro y fuera de la cancha, el jugador de fútbol más grande de todos los tiempos tenía un imán que atraía a las millones de almas anónimas que constituyen el sufrido pueblo argentino. Pero también cautivaba al poder, que se desvivía por tenerlo cerca, en ese acto reflejo de la política por bañarse de una popularidad prestada. 

Sus últimos años, cuando a la larga década kirchnerista le sobrevino la fugaz aventura macrista, son los que se ven ahora más nítidos y muestran una línea de continuidad en la que se observa en Diego la mayor de las coherencias. Gustase a quien le gustase, el astro que nació en Villa Fiorito y es sinónimo de Argentina se definía como peronista, amaba a la Cuba de Fidel y había sellado un compromiso irreductible con la Venezuela de Hugo Chávez. Su identificación con el proyecto de Néstor y Cristina Kirchner era de lo más plena y tuvo su punto más alto con el tren del Alba que llegó a Mar del Plata para oficiar de contracara de la Cumbre de las Américas con Evo Morales y Emir Kusturica a la cabeza. Sin embargo, Maradona estuvo siempre, cada vez que lo llamaron: se cansó de repetir su apoyo al gobierno del Frente para la Victoria, se declaró “cristinista hasta los huevos”, acompañó el lanzamiento del Fútbol para Todos -que le arrebató los derechos de transmisión al Grupo Clarín- y acompañó a CFK incluso en el funeral de Kirchner.