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El pasado puro que trae el llanto

26 de noviembre de 2020 23:52 h

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En este momento, un médico forense está abriendo en canal el cadáver de Diego Maradona en la morgue de San Fernando. Escribo en línea con ese acontecimiento para poder asumir, por fin, que a partir de ahora el mundo comenzará a girar sin él a la velocidad crucero de la indiferencia y creer, porque ya es hora, en su paso material por esta vida.

El mundo no es un Olimpo. Es un conventillo lleno de incidentes en el que Maradona intentó existir. A alguien le tocó ser Maradona mientras los demás lo contemplábamos con los vicios por el detalle y las proporciones de un paisajista, es decir con ensoñaciones de perfección y una ilusión de unidad. Pero las pretensiones de encapsular a Maradona en un régimen que salvara el equilibrio de sus componentes, su armonía interior y su obligación nunca asumida como ejemplo nacional, fracasó muy temprano.

Apenas llegó a Barcelona en 1982, comenzó a desplegar sus contragolpes contra la letra chica del pacto fáustico que sus dones le hicieron firmar con sangre. El primer punto de la línea del tiempo del Maradona punk, con ese carácter de dos tonos aplicado a “los boludos que, como las hormigas, están en todos lados”, es contemporáneo de su debut en los escenarios del entretenimiento global.

La batalla campal que desata en la final de la Copa de Rey de 1984 que Barcelona perdió 1 a 0 contra el Athlétic de Bilbao, es la importación del ajuste de cuentas barrial a escala planetaria. La noticia inscripta en piedra es que Maradona no se adapta. Ni se va a adaptar. Comienza a sentir un poder de contestación y una voluntad de disputa y, por primera vez, a correr el riesgo de caer mal. Hay un cambio de vías mental. Si toma o no toma cocaína es un hecho secundario respecto de una decisión de fondo: romper el pacto de docilidad que se le ofrece.

Comienzan los contragolpes. En julio de 1984 firma contrato con el Napoli y baja en Ezeiza con un tapado de zorro plateado en los hombros y acunando a Pinky, su chihuahua, raza preferida por las madamas y las viudas millonarias. No es una emulación del Capote de Santorini. Lo que quiere es ver quién se anima a decirle algo para atenderlo con una aridez de clase que venía desplegando desde hacía varios meses: “Si progresás te critican; si te la gastás toda, sos un mal ejemplo. Yo puedo hablar de sueños irrealizables. Ahora que los puedo cumplir, ¿qué quieren que haga? ¿Qué vuelva a la villa?”.

En el documental Diego Maradona, de Asif Kapadia, lo vemos contemplar el vacío inmenso sobre el que ha saltado, aparentemente sin vértigo. La villa quedó atrás, y puede ver su techo de chapa oxidado por la lluvia ácida desde las cumbres de la consagración personal a la que ha caído (siempre hay misterios aleatorios en la consagración, algo que viene “afuera”), pero esas alturas son inhóspitas y convocan a los fantasmas de la soledad y la incomprensión.

En esa escena, estamos sobre el final de 1986. Maradona entra como si fuera una cueva helada a un interminable minuto de silencio. No hay nada que puede decir de él ni de los demás, ni de ese instante ni de los que vendrán. Su mirada se abre en su interior y es posible que sus sondas más profundas le hayan traído la noticia cantada de que la cima no es un lugar para vivir. Maradona no se deja engañar. El dios que acaba de reducir el mundo a una mascota que le mueve la cola parece entender que la gloria tiene al menos dos contraindicaciones mortales: es breve, y no tiene sentido. Simplemente, no se puede ser Maradona. Y no se pudo. Otra vez será.

Salto en el tiempo para reseñar lo importante. Los mapas para orientarnos en ese universo ramificado en miles de niveles y desvíos llamado Maradona se traspapelan o se superponen, pero hay un empalme de dramas tan disímiles en su materia que debería ser recordado por la manera en que uno va sustituyendo al otro. En la medida en que el cuerpo prodigioso del Maradona futbolista comenzó a perder poder, el Maradona heredero de sus recuerdos inverosímiles comenzó a llorar. Fue el reemplazo clásico del pasado que se va, por la melancolía que no lo deja ir.

La tirantez entre los mundos que ya no están y la fuerza restauradora que quiere pero no puede traerlo de nuevo, se precipitó. “Llora”, me dijo hace más de un año alguien con conexiones con los últimos hábitos de ultratumba de Maradona. Llorar es un discurso. El más conmovedor y misterioso. Tiene de poético y de funesto que no es un acto contemporáneo de su ejecución. Se llora hacia atrás, o se llora hacia adelante, es decir que se llora –si se llora mucho- cuando no se está viviendo.

En una conferencia de prensa de septiembre de 2019, ya como técnico de Gimnasia y Esgrima La Plata, alguien le preguntó por uno de sus jugadores, Claudio Paul Spinelli. Maradona comenzó a desplegar asociaciones retrospectivas, nombró a Claudio Paul Caniggia, describió “en acto” su reacción mientras Caniggia enfrentaba a Taffarel para darle el triunfo a Argentina ante Brasil en Italia ’90, se perdió en los bosques perfumados de ese recuerdo clavado en la emoción popular y dejó de hablar para llorar.

Entonces se entendió muy bien el idioma que estaba hablando: mitad palabras, mitad llanto. La anegación de todos los dispositivos sensible de Maradona por las agua tibias del pasado era algo que tenía que ocurrir. Ya no podía recordar con palabras, es decir que ya no podía componer sin pena las ficciones inspiradas en sus proezas. Perdidas allí donde ocurrieron, no las pudo recuperar salvo por el pasado puro que le traía el llanto.

Imposible ser Maradona. Imposible. ¿Y “estar” Maradona? Imposible, también. Porque tampoco hay lugar para el que el baja de la cima. Si se rastrean los movimientos aeroportuarios y catastrales de Maradona en los últimos años, se debe asumir que no pudo ser ni estar. Los viajes pueden ser achacados a la vida “normal” de una celebridad requerida. Lo llaman: va. Es más difícil comprender el ritmo frenético de sus mudanzas, como si sólo lo orientara la dinámica de lo imposible al cuadrado: si no puedo ser, tampoco puedo estar.

Dubai, Bielorrusia, Sinaloa, Villa Devoto, Bella Vista, Ezeiza, La Plata, Luján. ¿Dónde está? ¿Dónde se lo puede encontrar? Siempre en otro lado, siempre en tránsito, los últimos años de Maradona evocan los movimientos del prófugo o el fantasma. Pero, además, ¿con quiénes vivía? ¿A qué hospitales había que llevarlo en la emergencia?

No sé por qué farsa de profesionalismo digo Maradona cuando mi corazón destrozado dice Diego. La primera vez que cometí un acto de libertad fue por él. Lo tengo muy documentado en la cabeza. Fue el 18 de abril de 1981. Tenía 15 años y le dije a mis padres que me iba a Buenos Aires (con su plata) a ver el primer Boca – River con Maradona. No reaccionaron. No es tan fácil hacerlo ante la decisión irreversible de los otros. Me acomodé detrás de un arco, desde donde lo vi meter su gol embarrado bajo la lluvia y correr como un Gólem hacia una esquina a diez metros de mi emoción. ¿Al que produce este tipo de hechos, tanto ese gol como el deseo de ir a verlo, se lo puede llamar futbolista?

No se puede llamar futbolista, ni siquiera futbolista N° 1 a un eslabón perdido entre la vida plana como las nuestras y “otra cosa”. Cuando se lo bautiza con el mote hiperbólico de Dios se está invocando esa diferencia. No es tanto un cumplido como el reconocimiento de lo que podemos llamar la tragedia del don. Porque si la naturaleza le concedió bajo su propio asombro el milagro de ejecutar con los pies lo que imaginaba con la cabeza, si le otorgó la dicha de llevar sin resistencias ni pérdida el sueño de la jugada a la realidad material de la jugada, esa distinción no podía ser gratuita. Los lujos se pagan.

Tener poder, perder poder. En esa oscilación, Diego encuentra la bomba enterrada que no lo deja vivir, no lo deja hablar, no lo deja caminar, no lo deja dormir. Si hay una lista de “actividades” sobre los últimos meses de Diego es la de lo que no pudo hacer.

El hombre que habla, se convierte en el hombre que llora. Ahora, directamente, no está más. Pero debido a las costumbres reiterativas de las elegías contemporáneas, su voz no deja de envolver el ambiente. Ahora mismo, lo escucho hablar en su partido homenaje: “tanto esperé esto, y ya se terminó”. Maestro del rush, siguiendo como una sombra a sus deseos simultáneos (pero ¿cómo se desea sino en simultáneo?, ¿qué se desea sino lo imposible?), Diego padeció como derrota la experiencia de la gloria. Digamos que se hundió en la gloria, y no pudo levantarse.

Diego Maradona no existe más. Pero crece la actividad en el magma de su mito. Todo el país habla de él. Velar a los muertos es hablarles al lado, y no dejar morir su voz: reproducirla. En el silencio estremecedor que se abrió con su muerte es necesario que todavía se oiga su voz. El valor mítico y sentimental de Diego ya pasó su prueba de fuego. El ídolo popular más extraordinario que dio la Argentina, con sus proezas y las novelas interminables de la vida que no pudo vivir, marcha hacia los océanos de lenguaje público que nunca cesarán de evocarlo.

Del misterio acerca de cómo alguien puede hacerse amar de la manera en que lo hizo, podría empezar a revelarse que fue por la felicidad que concedió y, también, por el largo espectáculo de sufrimiento que nos mostró hasta caer rendido.    

En este momento, un médico forense está abriendo en canal el cadáver de Diego Maradona en la morgue de San Fernando. Escribo en línea con ese acontecimiento para poder asumir, por fin, que a partir de ahora el mundo comenzará a girar sin él a la velocidad crucero de la indiferencia y creer, porque ya es hora, en su paso material por esta vida.

El mundo no es un Olimpo. Es un conventillo lleno de incidentes en el que Maradona intentó existir. A alguien le tocó ser Maradona mientras los demás lo contemplábamos con los vicios por el detalle y las proporciones de un paisajista, es decir con ensoñaciones de perfección y una ilusión de unidad. Pero las pretensiones de encapsular a Maradona en un régimen que salvara el equilibrio de sus componentes, su armonía interior y su obligación nunca asumida como ejemplo nacional, fracasó muy temprano.