Un espacio en el que está implicada toda la redacción de eldiario.es para rastrear y denunciar los machismos cotidianos y tantas veces normalizados, coordinado por Ana Requena. Puedes escribirnos a micromachismos@eldiario.es para contarnos tus experiencias de machismo cotidiano.
“Me sobra medio kilito”: qué ha pasado para que mi hija de 9 años diga esa frase
“No estoy mal, pero me sobra medio kilito”. Esta frase, o alguna variante, que he oído tantas veces a mi madre, a mis tías, a mis amigas o a cualquier mujer al pasar, me la soltó el otro día mi hija de 9 años. Mi hija, que acaba de empezar 5º de Primaria y aún no sabe bien qué es un kilo, parece tener clarísimo que le sobra medio. Me espeluznan especialmente la exactitud y la insignificancia de la cifra, que parecen encarnar la quintaesencia de esa perfección inalcanzable —siempre según el canon del momento— que se nos exige a las mujeres. Y, por lo que parece, también a las niñas de 9 años.
Mi hija no está gorda. Aunque esto debería ser irrelevante, lo menciono porque, si bien la gordofobia no entiende de géneros, no se fiscaliza el cuerpo ni los hábitos alimenticios de los niños (con o) delgados. Los patrones de género, sin embargo, interactúan de forma tan brutal con la gordofobia que hasta las niñas delgadas crecen, se las educa y socializa en el pavor a llegar a caer en el pecado imperdonable de la gordura. Lo sé como niña no gorda que creció creyendo serlo y por los testimonios gráficos y escritos que me han llegado durante años a través de redes y de El podcast gordo. Cientos de mujeres que miran fotos del pasado y no entienden ni cómo se veían ellas, ni cómo las veía su entorno ni la necesidad de dietas restrictivas desde la infancia.
Por suerte para mi hija, ella no recibe esa clase de mensajes en casa, más bien al contrario: se le enseña a querer y apreciar su cuerpo, que es su hogar. Pero estas enseñanzas no son más que una gotita en un océano de gotas malayas que, implícita o explícitamente, le recuerdan sin cesar que su cuerpo no es ni será nunca perfecto. Ni siquiera adecuado.
La pobre niña, además del nivel estándar de exigencia, carga sobre sus hombros el peso de tener una madre muy gorda. A consecuencia de ello, una parte de nuestro entorno se mantiene ojo avizor a la “evolución” de su cuerpo cada vez que acumula un poco de grasa previa a un estirón. Yo me niego a que mi hija pague por “mis pecados” y sigo en mis trece de no restringirle ni hacer comentarios sobre su cuerpo, y dejar que escuche el mecanismo natural del apetito… pero dentro de mí aún se agazapa ese ser retorcido y torturado que tiene tanto terror como todo el mundo a que ella acabe siendo, como su madre, lo peor que podría ser: una gorda. Ese Gollum personal, que he ido achicando a base de esfuerzo y terapia, me atormenta y me carga de dudas y de culpa (la eterna culpa de las madres): ¿Dónde está el equilibrio? ¿Cómo la crío? ¿Y si acaba siendo gorda y me culpa? ¿Le estoy transmitiendo mis miedos y prejuicios sin darme cuenta? Y así todos los días.
Lo más triste de todo es que me juzgarán haga lo que haga y, lo que es peor, a ella también. Es que no podemos ganar.
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