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OPINIÓN | 'En el límite', por Antón Losada

Un cadáver en el maletero

Es de noche, conduzco hacia el norte, me persiguen y llevo a Franco en el maletero. Sí, Franco. Francisco Franco Bahamonde. Dictador español, 1892-1975. Su cuerpo embalsamado. O lo que queda de él.

Cuando tomo una curva o freno bruscamente, lo oigo golpear contra el asiento trasero, como si se revolviese o…

Vale, esto ya lo habéis leído. En el primer capítulo. Así comenzó mi relato, y aquí estoy por fin: huyendo hacia el norte, en un coche, conduciendo sola y con la momia en el maletero. Muerta de sueño. Me he mantenido despierta las últimas horas contando cómo he llegado hasta aquí.

Ya conocéis mi historia desde el primer día que pisé el Valle de los Caídos enviada por el periódico, hasta la noche que José Antonio y yo nos perdimos en Despeñaperros. Entre medias, un ir y venir con el muerto a cuestas, sin conseguir quien se lo quedase, y metiéndonos en cada vez más problemas. El remate ha sido esta mañana, en Despeñaperros, al amanecer. Es lo único que me falta por contar. Voy con ello.

José Antonio y yo pasamos la noche al raso, en un abrigo rocoso. No creo que durmiese más de dos horas, pero tan profundamente que al despertar no sabía dónde estaba. ¿Mi dormitorio en casa de mis padres? Noté claridad, intenté abrir los ojos pegados de sueño. Noté la cama demasiado dura, también era duro el peluche al que estaba abrazada. No era mi cama de casa, eso estaba claro. En cuanto al peluche, no me hizo falta despegar los párpados para saber a qué había pasado la noche abrazada:

–¡Joder, qué asco!

A la luz del amanecer aquello tenía un aspecto lamentable. Mucho más lamentable que cuando lo sacamos de la tumba. Sin ropa, con la cabeza separada, le faltaba un trozo de pierna y algunos dedos.

Miré alrededor, José Antonio no estaba. ¿Se había largado y me había dejado en medio de la sierra con aquel regalito? Maldito traidor, pensé. Esto me pasa por fiarme de un franquista.

Me giré y, desde debajo de la roca donde estaba escondida, vi unos zapatos. Unos tobillos. Las perneras de un pantalón.

–Qué susto me has dado, pensé que te habías…

No me dio tiempo a terminar la frase. Al llegar arriba, tras pantalón, cinturón y camisa, comprobé que no era José Antonio.

–Hola, guapa. ¿Me vas a cantar otra cancioncita?

Al menos ahora no me apuntaba con la pistola. Le abultaba en el pantalón. O era que se alegraba de verme.

–No he querido despertarte, estabas muy mona abrazada a eso. Y hablando de “eso”: ¿es lo que estoy pensando?

El policía empujó con el pie el cadáver momificado.

–¡Bingo! –dijo, sonriente–. Desde que os grabaron las cámaras de seguridad de la basílica os está buscando medio servicio de inteligencia. Todo con discreción, que con estas cosas es mejor no hacer mucho ruido.

Estaba claro que este policía era el típico malo que en las películas pierde tiempo en explicar cosas. Y eso siempre sirve para que los buenos piensen un plan para salvarse.

Yo no estaba para planes geniales. Tampoco me hizo falta: mientras el tipo hablaba, vi a su espalda a José Antonio. Salió tras un matorral unos metros más allá, donde debió de esconderse al ver venir al policía. Se acercó por detrás, sigiloso, mientras el poli seguía con su cháchara:

–Lo que menos necesita este país es un escándalo así. “Roban el cadáver de Franco”, imagínate. Pero se acabó vuestra fuga. Hasta aquí habéis llegado. ¿Dónde está tu amiguit…?

Sin terminar la frase, José Antonio se tiró encima de él, por la espalda y sin esperarlo. Lo tumbó y cayeron rodando. El policía intentaba darse la vuelta, José Antonio le clavó las rodillas en la espalda y le sujetó los brazos. Y yo sin saber qué hacer.

–¡Corre, Carmela! ¡Sálvate tú!

–Pero… ¿y tú…?

–¡Lárgate de una vez!

De acuerdo, era otra escena típica de toda película de acción: el momento en que el personaje que hasta ese momento había despertado pocas simpatías en el espectador, decide sacrificarse para que la protagonista pueda salvarse. De modo que yo era la protagonista, y tenía que ponerme a salvo. Tenía que correr.

Sin mucho pensar, agarré a Franco, su cuerpo y su cabeza, y eché a correr. Atrás quedó José Antonio forcejeando con el policía, que daba manotazos y maldecía.

Corrí por una cornisa de vértigo, bordeando el precipicio por el que tuvimos suerte de no caer anoche. Bajé una pendiente pedregosa con el culo, como un tobogán. Avancé por un cañón escarpado. Me calé las zapatillas al cruzar el arroyo, subí un terraplén, y al levantar la pierna para salvar el quitamiedos de la carretera, escuché el disparo.

Sí, eso era un disparo. Retumbó en el desfiladero. Joder. José Antonio.

Reanudé la carrera hacia el bar Casa Pepe, que a esa hora temprana todavía estaba cerrado. Solo había dos coches en el parking, el de José Antonio y el del policía. El maletero estaba todavía abierto, tal como lo dejamos al huir. Metí dentro a Franco y lo cerré. Subí al coche. Las llaves estaban puestas, no me pregunten por qué, esas cosas siempre pasan en las películas y nadie se hace esas preguntas.

Arranqué y salí de allí también en plan peliculera, derrapando y chirriando ruedas, levanté una polvareda de fugitiva. Me incorporé a la autovía, pisé a fondo y aquí estoy: llevo todo el día conduciendo. Por carreteras secundarias, de pueblo en pueblo, para evitar la autovía y los controles policiales. Pronto llegaré a Madrid.

Piensa deprisa, Carmela, piensa deprisa. Qué vas a hacer con eso del maletero. Dónde lo puedes dejar para que no lo encuentren. No es tan fácil deshacerse de un muerto, aunque lleve cuarenta años muerto. Los cadáveres siempre acaban saliendo a flote de los pantanos, los animalillos los desentierran en el bosque, un pastor los encuentra. Ni siquiera sé cómo hundir un cuerpo en el agua. Es mejor que se lo quede alguien.

Hace un par de horas pensaba volver al Valle y meterlo de vuelta en la tumba. Otra locura. También valoré contactar con la familia Franco y entregárselo. O dejárselo a un cura, ya que según me contó José Antonio en uno de sus monólogos, la iglesia católica era uña y roña con el caudillo. Pero entonces puse la radio del coche, y justo estaban hablando del temita.

En la radio entrevistaban a un tal Emilio Silva, nieto de un fusilado y presidente de la Asociación por la Recuperación de la Memoria Histórica.

Emilio Silva contó que sentía mucha vergüenza de vivir en un país donde las familias de las víctimas tienen que pagar con sus impuestos el mausoleo que homenajea a su asesino: “¿Imaginan que los familiares de las víctimas de cualquier otra violencia, el terrorismo, los crímenes machistas, el narcotráfico, tuviesen que pagar de por vida una tumba con honores para sus verdugos? Pues con las víctimas del franquismo lleva décadas ocurriendo…”

En la entrevista, Silva dio una cifra que me impactó: más de cien mil asesinados en fosas comunes. Ciento catorce mil. La mayoría todavía desaparecidos. Habló de todas esas familias que no tienen una tumba, mientras la democracia muestra tanta consideración con la familia del dictador. Una familia que además, según contó, se enriqueció, esquilmó y robó aprovechándose de su situación. Terminó diciendo que la democracia tiene una deuda con las víctimas, y que sacar a Franco del Valle es una forma de empezar a reparar esa deuda.

Y entonces me dije: muy bien, Carmela, ya sabes lo que puedes hacer con eso que llevas en el maletero.

Siguiente capítulo: Verdad, justicia y reparación

Es de noche, conduzco hacia el norte, me persiguen y llevo a Franco en el maletero. Sí, Franco. Francisco Franco Bahamonde. Dictador español, 1892-1975. Su cuerpo embalsamado. O lo que queda de él.