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OPINIÓN | 'En el límite', por Antón Losada

Franquismo made in China

–Es nuestra última oportunidad. Si aquí no lo quieren, no hay nada que hacer.

José Antonio sonaba cansado. Llevábamos días dando tumbos con un cadáver en el maletero. Decapitado, además. Días durmiendo poco, de un lado a otro en el coche. Y ahora además nos perseguían. O eso creíamos.

Detuvo el coche en una zona de servicios de la autovía de Andalucía, justo antes de entrar en Despeñaperros. Había muchos coches aparcados en lo que parecía un bar de carretera, una antigua venta: “Casa Pepe”, decía un gran luminoso en el tejado.

–¿Un bar? ¿Aquí esperas que se queden con la momia? –pregunté, harta y agotada.

–En seguida lo comprenderás.

Ya antes de entrar me llamó la atención la fachada del local. Las paredes pintadas de rojo y amarillo, una hilera de barriles con los mismos colores, un toro de Osborne y un gran mástil con la bandera de España. Al asomar por la puerta, quedó todo claro.

–Bienvenida al último bastión del franquismo en España –dijo José Antonio guiñándome un ojo–. Si cierran el Valle, siempre nos quedará Casa Pepe.

Me quedé boquiabierta. ¿Cómo era aquella expresión que nos enseñaron en el instituto al estudiar Arte? “Horror vacui”, eso era. Miedo al vacío. Eso encontré en aquel bar: horror vacui franquista. No quedaba un solo centímetro de espacio sin decorar con motivos franquistas.

Las paredes alternaban cabezas de ciervos y toros con fotografías de Franco, banderas con el águila o el yugo y las flechas, abanicos rojigualdos, calendarios antiguos, escudos, uniformes e insignias de unidades militares. En la pared principal, un enorme mosaico de azulejos con el omnipresente aguilucho escoltado por dos retratos de Franco y del otro, el falangista. Del techo colgaban jamones que llevaban también una arandela nacional, y cuernos de caza que apuntaban hacia abajo como estalactitas.

El bar estaba lleno de gente comiendo bocadillos y raciones. Al fondo, varias mesas ocupadas por militares uniformados, jóvenes, con pinta de estar de maniobras. En una esquina había, cómo no, un puto templario: un maniquí con armadura, casco, espada y capa blanca. En otra esquina, un padre y su hijo de dos o tres años se fotografiaban brazo en alto ante una especie de altar del caudillo. Sonó un teléfono móvil y llevaba como sintonía el “Cara al Sol”.

–Espérame aquí, voy a hablar con el dueño –me dijo José Antonio, y se acercó a la barra.

Aproveché para echar un vistazo con más detalle. Encontré una foto de militares y guardias civiles sentados en grupo, en varias filas, como un equipo de fútbol. La foto estaba dedicada y los reconocí: los golpistas del 23F.

Al fondo había una tienda, donde podías llevarte todo lo imaginable de merchandising franquista. Botellas de vino “español”, con el aguilucho y “¡Arriba España!”. Latas de aceite, tabletas de chocolate, conservas, dulces, todo envasado con la rojigualda y el perfil de Franco, el aguilucho, el yugo y las flechas, o todo a la vez.

Además de comestibles, los franquistas podían encontrar camisetas, gorras, tazas de desayuno, tirantes, llaveros, vajillas, jarras, tablas de cortar jamón. Me mordí la lengua para no preguntar si tenían condones rojigualdas y con la cara de Franco en la punta. Aquel no era sitio para ese tipo de bromas.

Cogí un delantal, hice como que me lo probaba encima. Made in China, leí en la etiqueta. Comprobé otros productos, todos de la misma procedencia. Franquismo made in China.

Volví al bar, pedí un trinaranjus y hasta me sorprendió que la botella no llevase al caudillo en la etiqueta.

–Con Franco había más libertad, se podía fumar en los bares –dijo alguien a mi lado. Yo ya no podía distinguir cuando un franquista hablaba en serio o en broma. ¿Existe la ironía franquista?

En la esquina de la barra, tres jóvenes rapados, a los que sin necesidad de verlos adivinaba los tatuajes en sus brazos de gimnasio.

En una mesa junto al televisor, varios hombres charlaban. Uno preguntó: “A ver, ¿qué ha hecho la democracia por nosotros?”, y se liaron a discutir, mientras me vencía una sensación de déjà vu, de llevar semanas atrapadas en un bucle facha.

–Con Franco no había corrupción, ni huelgas de taxistas –dijo a mi lado el franquista irónico. Y esta vez no me contuve, el hartazgo me volvía imprudente:

–Perdone, ¿puedo hacerle una pregunta?

–Claro, guapa, dime.

–¿Sabe usted si en Alemania hay algún bar así? Todo decorado de cosas nazis y fotos de Hitler…

–¿Tú de qué vas, niñata? –me soltó el tipo, agresivo. Me fijé en su cinturón rojigualda, y la hebilla con aguilucho. Me miró como si pudiese arrancarme la cabeza de un bocado.

–Vamos, Carmencita –apareció mi salvador, José Antonio.

Salimos del bar a paso ligero, no parecía muy satisfecho.

–¿Tampoco ha habido suerte? –pregunté-. ¿No lo quieren para exponerlo en una vitrina? De pie junto al templario quedaría bien. O colgado entre los jamones.

José Antonio no me escuchaba. Caminó hasta el coche y abrió el maletero.

–¿Tienes alguna frase motivacional para cuando todo está perdido? –pregunté, aunque en seguida me sentí mal por el sarcasmo. José Antonio sonaba afectado al hablar:

–En el día de hoy, cautivo y desarmado el emprendedor José Antonio, etcétera y etcétera… La guerra ha terminado.

–¿Qué ha pasado ahí dentro?

–Hacía años que no venía por aquí. El dueño de toda la vida era un gran hombre, se habría hecho cargo sin pensarlo. Pero murió hace poco, y el bar lo lleva ahora su hijo. No está hecho de la misma pasta. Le he propuesto que construyan aquí un mausoleo, un lugar de peregrinación. Vendrían franquistas de todo el planeta, y ellos se beneficiarían: más clientes en el bar. Pero dice que con la ley de memoria histórica prefiere andarse con cuidado para que no le cierren el negocio.

En la oscuridad del aparcamiento lo vi manipular el cuerpo en el maletero, forcejeando.

–¿Qué…? ¿Lo estás… desnudando?

–Al menos he vendido el uniforme. Me ha dicho que conoce a un coleccionista que pagará un dineral por la mortaja. Algo es algo.

Sacó los pantalones de un tirón. Me pareció que se llevaba un trozo de pierna dentro de la pernera.

–No sé, no me parece forma de tratar un cadáver. Y menos siendo tu admirado caudillo, ¿no?

–Mira, yo ya no sé si soy franquista o qué soy. Siempre he querido lo mejor para mi patria, y ya no sé qué es lo mejor para mi patria. No quiero ser el último mohicano, como esos de ahí dentro.

–No te entiendo, de verdad. Creía que tú…

–¡Necesito el puto dinero! ¿Eso sí lo entiendes?

Me lo dijo teniendo la cabeza de Franco en la mano, la había sacado de la bolsa. Le brillaban los ojos, parecía muy alterado. Me refiero a José Antonio, no al caudillo.

Soltó la cabeza al lado del cuerpo, y usó la bolsa para guardar el uniforme. De pronto nos sobresaltó una voz salida de la oscuridad:

–¡Quietos los dos! Soltad eso y poned las manos donde pueda verlas.

Siguiente capítulo: Rumba la rumba la rumba la

–Es nuestra última oportunidad. Si aquí no lo quieren, no hay nada que hacer.