eldiario.es presenta Buscando a Franco, una historia (casi) interminable que se adentra en los misterios y tensiones que aún perviven en torno al cadáver del dictador. De la pluma de Isaac Rosa y la plumilla de Manel Fontedevila, vamos a descubrir, capítulo a capítulo, los verdaderos sentimientos que mueven a una tropilla de nostálgicos, policías corruptos, políticos ambiciosos, periodistas sensacionalistas y pícaros de todo signo que dan sentido a su vida en torno a la idea de que existe un país llamado España.
Un nuevo alzamiento nacional (startup)
- Quinto capítulo de 'Buscando a Franco': lee aquí el anterior capítulo de la novela por entregas escrita por Isaac Rosa e ilustrada por Manel Fontdevila que eldiario.es publica diariamente este verano
Allá íbamos José Antonio y yo por la carretera de la Coruña, dirección Madrid, con Franco en el asiento trasero, cubierto con una manta. Como dos fugitivos de película, aunque no sabíamos si alguien nos perseguía.
–Por qué poco, eh, Carmencita.
Todavía no sé cómo conseguimos salir del Valle. Los que se despertaron con el ruido entraron en la basílica y nos vieron salir corriendo por la puerta trasera. José Antonio llevaba a Franco en brazos, yo tiré las herramientas.
–Corre, muchacha, corre –me decía él. Salimos al exterior, estaba amaneciendo. Me dijo que le siguiese por un camino que se metía en el pinar.
–Pero esos ¿no son de los tuyos? –pregunté. A nuestra espalda oía los gritos de nuestros perseguidores.
–Sí, pero párate tú si quieres a explicarles. No garantizo que te escuchen.
Corrimos por un camino que rodeaba el risco descendiendo. Entre las copas se veía la enorme cruz. Pasamos cerca de la explanada, donde oímos el revuelo de quienes despertaban alarmados:
–¡Han intentado abrir la tumba del Caudillo!
–¡Hemos llegado a tiempo de impedirlo!
–¡Dios no lo ha querido!
Llegamos al aparcamiento, con el corazón en la boca. José Antonio buscó su coche y apoyó el cuerpo en el capó. En ese momento debí decirle que hasta aquí, que yo me quedaba. Podía volver a la explanada, no me habían reconocido al correr, no sospecharían de mí. Podía bajar a la carretera, coger el autobús y largarme a casa. Pero estaba tan alterada que ni me lo planteé. Me uní a la huída.
Abrí el maletero para ayudarle a esconderlo, pero estaba lleno de paquetes y cajas de cartón con el logo de Amazon.
–Son para repartir –me aclaró–. Cargo el coche y los voy soltando cuando me coge de paso.
Metió a Franco en el asiento trasero, lo tumbó y lo cubrió con una manta que llevaba en el maletero.
Al subirme al coche encontré una bolsa de Deliveroo. Apestaba.
–Joder, eso se me despistó ayer. Alguien se quedó sin cenar. Comida japonesa, tírala.
Arrancó y aceleró por la pista asfaltada hasta la carretera, y desde ahí a la autovía de la Coruña.
–Lo hemos conseguido, niña. Hacemos buen equipo, eh.
–A mí me dejas en la estación de Cercanías, si no te importa –empezaba a recobrar la lucidez.
–Ni hablar. Te estoy regalando la oportunidad de tu vida. Cuántos querrían estar en tu pellejo.
–Yo no quería ser periodista, me metí porque no me llegaba la nota para estudiar publicidad.
–No puedes rendirte ahora, Carmencita.
–No me llamo Carmencita, soy Carmela. Y todo esto es absurdo.
–“Solo aquellos que intentan lo absurdo pueden lograr lo imposible” –dijo aflautando la voz, imitando el soniquete del dictador.
–Eso no lo dijo Franco.
–Pregúntale a él –me guiñó un ojo y señaló con la cabeza al asiento trasero.
José Antonio encendió la radio del coche. Parecía que esa mañana no había otro tema en las noticias. Los siete nietos de Franco habían entregado al prior del Valle un documento notarial con su rechazo a la exhumación. El gobierno aseguraba que lo sacarían del Valle antes del verano. Temí que en cualquier momento el locutor dijese: “La policía continúa la búsqueda de dos personas que han huido del Valle de los Caídos en un coche tras profanar la tumba de…”. Por suerte el locutor dio otra noticia:
–La Fundación Francisco Franco ha llamado a “un nuevo alzamiento nacional para evitar que el gobierno pseudo marxista ponga en riesgo la existencia de España como nación cristiana”.
–Bien dicho, aunque podrían decir eso mismo con otras palabras. Suena viejo, ¿no crees? En vez de alzamiento nacional, di startup, ya verás cómo te entienden los jóvenes.
Yo ya no tenía fuerzas para escuchar sus ocurrencias. Pese a los nervios, me quedé adormilada unos minutos, apoyada en la ventanilla, hasta que me despertó un frenazo.
–Solo será un segundo, voy a aprovechar para hacer una entrega que nos cae de paso –dijo José Antonio. Se bajó, abrió el maletero y sacó un paquete–. No os vayáis a fugar los dos sin mí, eh, je, je.
–No quiero quedarme sola con… –miré al asiento trasero. Ahí seguía, cubierto con la manta. Se le veía un pie, perdido el zapato, el calcetín flojo. Lo tapé tirando de la manta, no sé si fue un gesto de piedad o de repugnancia.
En el teléfono encontré un mensaje de Eduardo, el director del periódico: “Buenos días, reportera. Aguanta en el Valle, es cuestión de días, incluso de horas, lo sé de buena fuente”. Imbécil. Podía enviarle ya las fotos, la secuencia completa de José Antonio dentro de la tumba. Pero me faltaba la gran foto. Podía hacerla en ese momento, levantar un poco la manta y sacarle un retrato.
Pero me vi incapaz de retirar la manta. Y en eso llegó José Antonio, con un cucurucho de churros.
–Seguimos viaje, niña.
–¿Qué vamos a hacer con…?
–Ponerlo a salvo, por supuesto.
–¿Cómo? ¿Lo vas a meter en tu casa?
–Tengo una idea mejor. Lo llevaremos a su casa.
–¿A su casa?
–Con su gente. Ellos sabrán protegerlo. Y ahí concluirá nuestra misión. Prometido, confía en mí. Lo entregamos y luego te dejo en casa.
Iba a decirle que mejor me llevase primero, pero le interrumpió un aviso de su teléfono.
–Joder, qué oportuno –dijo, tecleando.
–¿Qué pasa?
–Tengo que recoger a un viajero. Es aquí al lado.
–¿Un viajero? ¿Cómo…?
–Es que si no lo cojo me penalizan, y luego no me dan buenos servicios. Así es la nueva economía. No me quejo, eh. Adaptarse o morir. De hecho, tengo unas cuantas ideas para nuevos negocios de la economía colaborativa, solo me falta financiación. ¿Has visto todas esas señoras que todos los días al atardecer salen a caminar? Recorren kilómetros, y a muy buen paso. Si les pusiésemos mochilas podrían repartir. O empujando un carrito. Ellas no tendrían que hacer nada que no hagan ya, y a cambio se sacarían unos duros.
Sin parar de hablar, dejó la autovía en la primera salida y callejeó por una urbanización mientras pulverizaba por todo el coche un ambientador floral. En la puerta de un adosado nos esperaba un treintañero trajeado y con un maletín.
–Buenos días, caballero –dijo José Antonio al abrirle la puerta–. Disculpe, que recoloco eso.
Levantó el cuerpo de Franco envuelto en la manta y lo apretó al fondo del coche, dejando sitio libre al joven, que me miró sin entender:
–No sabía que ahora los viajes eran compartidos.
–Es… mi hija. No le importa, ¿verdad?
Volvimos a la autovía y al coger la M40 me enteré de que íbamos al aeropuerto.
–Yo me puedo quedar en cualquier sitio… papá –dije, pero se puso a darle conversación al viajero.
–¿Qué? ¿Viaje de negocios?
–Sí. Una reunión en Milán.
–La juventud emprendedora que levanta este país, ¿eh?
El joven se puso los auriculares y se volvió hacia la ventanilla.
–Fue Einstein –dije en voz baja.
–¿Qué?
–La frase esa del absurdo y lo imposible. No era de Franco, es de Einstein. La he buscado en Google.
–Quizás Einstein se la escuchó al Caudillo.
Qué hacía yo allí, con un emprendedor y una momia. Miré al pasajero de detrás. Tenía los ojos cerrados. A su lado, en alguna curva se había salido de la manta un brazo, que colgaba del asiento balanceando una mano enguantada.
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