eldiario.es presenta Buscando a Franco, una historia (casi) interminable que se adentra en los misterios y tensiones que aún perviven en torno al cadáver del dictador. De la pluma de Isaac Rosa y la plumilla de Manel Fontedevila, vamos a descubrir, capítulo a capítulo, los verdaderos sentimientos que mueven a una tropilla de nostálgicos, policías corruptos, políticos ambiciosos, periodistas sensacionalistas y pícaros de todo signo que dan sentido a su vida en torno a la idea de que existe un país llamado España.
Al Rojo Vivo
- Vigésimo capítulo de 'Buscando a Franco': lee aquí el anterior capítulo de la novela por entregas escrita por Isaac Rosa e ilustrada por Manel Fontdevila que eldiario.es publica diariamente este verano
“Me llamo Carmela, tengo veinte años, y hasta hace poco yo era de las que creía que Franco era un rey medieval”.
Me repito la frase una y otra vez mientras conduzco hacia San Sebastián de los Reyes, al norte de Madrid. En el asiento del copiloto va mi mochila, más abultada de lo habitual, como si llevase dentro una pelota de rugby. O una cabeza momificada.
Aparco en una calle lateral y busco la puerta trasera donde he quedado con Elvira. Es una compañera de la facultad, está haciendo prácticas en La Sexta. Le he dicho que me gustaría ver cómo se graba un programa de “Al Rojo Vivo”, y ha prometido colarme hoy.
–Corre, que está a punto de empezar –me dice al verme. Paso la mochila por un escáner. Sin sorpresa.
Me quedo con Elvira en el control de realización, desde donde vemos el comienzo de la tertulia. El tema del día es el mismo de la última semana: Franco. En una esquina de la pantalla leo el hashtag elegido hoy: #BuscandoAFrancoARV. El director y presentador del programa ha vuelto de sus vacaciones ante las últimas noticias. Pone cara dramática al contarlo:
–Tenemos una última hora inesperada: el periódico ClikDiario acaba de publicar unas fotografías que a esta hora causan enorme conmoción: la apertura de la tumba de Franco.
–Joder –se me escapa.
–Pero atención, porque no habría sido el gobierno como prometió, sino dos personas cuya identidad se desconoce. Aquí pueden ver las imágenes, aunque son de muy pobre calidad.
–Qué quieres, no había luz apenas –digo para mis adentros.
–Vemos en las fotos cómo un hombre abre el ataúd, aunque no se aprecia bien el interior porque lo tapa con su cuerpo.
Los tertulianos están boquiabiertos. El presentador habla en todas direcciones:
–¿Qué credibilidad dais a estas fotografías? El gobierno asegura que son falsas, que nadie ha abierto la tumba de Franco y que todo es un montaje. Pero una fuente del ministerio del Interior ha desvelado a este programa que también habría un vídeo de las cámaras de seguridad donde se vería a dos personas llevándose el cuerpo de Franco.
–Jo–der –murmura un tertuliano, siempre bocazas y hoy balbuceante.
–Es lo que pasa con tanto cachondeo sobre los restos de Franco –dice otro, director de un conocido periódico–. La izquierda puede estar contenta, ¿eh?, ha derrotado a Franco ¡cuarenta años después! Muy heroico todo...
Agarro con fuerza la mochila. Me parece que late entre mis manos. Sigo escuchando al presentador del programa:
–A esta hora no tenemos seguridad de si Franco está dentro de su tumba. Conectamos con el Valle de los Caídos cuando son las once y veinte minutos...
En el monitor aparece una reportera frente a la basílica:
–Hay mucho nerviosismo en el Valle desde que se han difundido esas imágenes. La Guardia Civil ha tenido que desalojar a un grupo de franquistas que pretendía levantar la lápida.
–Esto es de guasa, por favor, que vuelva Berlanga –dice un tertuliano.
–Si hace años hubiesen hecho lo que debían con el Valle de los Caídos, no tendríamos ahora este espectáculo –dice otro.
Acaban todos gritando. Es mi momento. Salgo del control, entro en el estudio sin que nadie se fije en mí. Avanzo bajo los focos, el presentador me mira con sorpresa.
Abro la cremallera de la mochila, saco la cabeza y la pongo sobre su mesa. Da un respingo al verla. Los tertulianos se quedan mudos.
Uno de producción me agarra del brazo para sacarme, pero el presentador lo frena con un gesto de la mano, y con otra señal ordena que siga el programa:
–Les aseguro que esto no estaba preparado. Ha aparecido aquí esta joven con esto que… no sabemos bien qué es. Está claro lo que parece, pero quiero pensar que lo has hecho en tu casa con papel maché…
–Es de verdad. Yo abrí la tumba. Yo hice esas fotos.
Tras un momento de indecisión, el presentador da una orden y un técnico viene corriendo a ponerme un micrófono. Los tertulianos me observan con incredulidad.
Busco la cámara que tiene el piloto encendido, y la miro directamente para hablar. Me apoyo en la mesa, con la cabeza a mi lado. Respiro hondo:
–Me llamo Carmela, tengo veinte años, y hasta hace poco yo era de las que creía que Franco era un rey medieval. O un presidente de la República. Que ganó una guerra hace cien o doscientos años. Que venció al comunismo. Que era comunista.
Tomo aire antes de seguir:
–Hace un momento, para venir aquí, he pasado por el arco que está en Moncloa. El “Arco de la Victoria”. Llevo dos años viéndolo a diario, camino de la facultad. Les juro que pensaba que era algo de la Guerra de Independencia. O de los reyes católicos. O más antiguo, incluso romano. No sabía de qué victoria hablaba. Ahora ya lo sé: la entrada del ejército de Franco en Madrid. Y supongo que también lo sabían todos los presidentes de la democracia que cada día durante cuarenta años han pasado con su coche oficial junto al arco, camino de la Moncloa. ¿No les extrañó tener un monumento fascista como no hay otro en toda Europa?
–Vete tú a Rusia, que verás allí…
–Déjala hablar, Paco –el presentador corta al tertuliano. Sigo:
–Tampoco sabía que en la Puerta del Sol, en el edificio de las uvas de fin de año, torturaron a miles de demócratas durante cuarenta años. He pasado muchas veces por allí. Siempre vi la placa que recuerda a los héroes del 2 de mayo, y la placa de los atentados del 11 de marzo. Ninguna placa me habló de los torturados, o los que murieron arrojados por una ventana. Creía que Billy el Niño era un vaquero, y no un policía torturador con medalla y protegido por el Estado.
Se me seca la boca:
–Como tanta gente de mi edad, pasé por el instituto sin estudiar ni la guerra ni la dictadura. Estaban en el temario, sí, pero se acababa el curso y no daba tiempo. Hasta hace dos semanas, si alguien me preguntaba por un país donde hubiese habido dictadura, persecución política, asesinatos en masa, exiliados, cárcel, censura, desaparecidos, bebés robados… Habría dicho Argentina. Chile. La Alemania nazi. Nunca España.
Veo tras las cámaras a un guardia de seguridad hablando con un walkie. Yo sigo:
–Tampoco en mi casa. Mis padres me enseñaron muchas cosas, les debo mucho. Hola, mamá, te mando un beso, que estarás alucinada. Mis padres no me hablaron del franquismo. Mi bisabuela me cantaba 'Ay, Carmela' para dormirme, y yo creía que era una nana. Mi bisabuela se pasó la vida con miedo, y ni ella nos contó por qué, ni la familia intentó averiguarlo. Se daba por normal que la gente de su generación tenía el miedo en el cuerpo.
Por una puerta entran dos policías, el guardia de seguridad habla con ellos. Me miran mientras sigo hablando:
–¿Cuántos más están como yo? ¿Cuántos descubren un día, de repente, que a su tío abuelo lo fusilaron, o que en su pueblo hubo cientos de asesinados, o que la farmacia de la esquina era de un republicano al que se la quitaron, o que una empresa hizo fortuna colaborando con la dictadura y usando mano de obra prisionera, o que ese viejecito simpático que vive en tu edificio era un torturador?
Hago una pausa dramática, me sorprendo yo misma de mi entereza. Cojo la cabeza, la levanto y la muestro a cámara:
–Llevan más de cuarenta años para sacarlo del Valle. Yo lo hice en unos minutos, con un gato de cambiar la rueda del coche. Se lo juro. Y no pasó nada. Na–da. No se abrió la tierra ni me alcanzó un rayo. Como no pasará nada cuando el gobierno se haga cargo de esto. Unos pocos protestarán, muy pocos. Nos los tomaremos a broma, aunque no tienen gracia y son ellos los que llevan décadas riéndose de nosotros. Tampoco pasará nada cuando aquello deje de ser un parque temático fascista. Ni cuando de una vez el gobierno recupere de las fosas a los más de cien mil desaparecidos y permita a sus familias un entierro digno. No pasará nada. No estallará otra guerra, no se romperá España. Tampoco pasará nada si anulan los juicios del franquismo, si indemnizan a los expoliados. Ni si entregan a Argentina a los policías y dirigentes franquistas. Ni siquiera si los juzgan aquí mismo.
Ve terminando, Carmela, que los policías se acercan:
–Bueno, sí pasará algo. Que en este país respiraremos mejor. La democracia será un poco mejor, o un poco menos defectuosa. Haremos justicia con las víctimas, que solo piden eso. Justicia, verdad, reparación. Seguiremos teniendo problemas, joder, claro que sí, pero no tendremos ya este problema. Quizás haya menos gente de mi edad que se tatúe esvásticas, porque sepan lo que es el fascismo y el daño que hizo en este país. Seremos más fuertes para frenar al nuevo fascismo, que no es el de la bandera con el aguilucho y lo tenemos ya a las puertas. Y la próxima vez que a alguien de mi edad le pregunten por Franco, no dirá que era un rey medieval.
Termino. Todos están en silencio. Tertulianos, presentador, técnicos. Me dirijo hacia la puerta del estudio, dejo la cabeza sobre la mesa. Cuando los policías van a agarrarme, me doy la vuelta, retrocedo. Saco de la mochila la carpeta y la grabadora, las dejo sobre la mesa:
–Si les gustaron las fotos, esto es mucho mejor.
- Vigésimo capítulo de 'Buscando a Franco': lee aquí el anterior capítulo de la novela por entregas escrita por Isaac Rosa e ilustrada por Manel Fontdevila que eldiario.es publica diariamente este verano
“Me llamo Carmela, tengo veinte años, y hasta hace poco yo era de las que creía que Franco era un rey medieval”.