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Verdad, justicia y reparación

Imagínate que eres familiar de una víctima del franquismo. Que a tu padre, tu tío, tu abuelo o abuela, lo detuvieron, golpearon, encarcelaron, raparon, violaron, torturaron, asesinaron de un tiro en la cabeza, enterraron en una fosa. Que has tardado setenta u ochenta años en encontrar su cuerpo. Que no lo has encontrado todavía.

Y ahora imagina que llega alguien y te dice que tiene el cadáver de Franco en el maletero del coche. Y que te lo da, sin que nadie se entere. Para que hagas con él lo que quieras. Lo que quieras, sin que te pase nada. Tirarlo a la basura, quemarlo, echarlo a los perros, al mar o a una fosa anónima como la de tu abuelo. Lo que quieras. Usarlo de saco de boxeo, de diana para hacer puntería. Golpearlo, pisotearlo, escupirlo, mearlo. Lo que quieras. Dime, ¿qué harías con él?

Eso iba yo pensando hace un rato, cuando conducía hacia este pueblo. ¿Qué haría yo si fuese uno de esos familiares? ¿Qué haría si tuviese delante al principal responsable de su sufrimiento? O lo que queda de él, más bien.

Mientras conducía anoche desde Despeñaperros, escuchaba en la radio a Emilio Silva, nieto de fusilado y presidente de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica. Silva contó que precisamente ahora estaba en una fosa recién abierta. Dijo el nombre del pueblo. Paré en una gasolinera, pedí un mapa de carreteras, busqué el pueblo. A más de doscientos kilómetros de donde me encontraba. Dormí un par de horas porque no me tenía en pie. Después reanudé la marcha, y puse rumbo hacia el pueblo, la fosa. Acabo de llegar, son las once de la mañana.

Encuentro a un par de ancianos en la plaza. Les pregunto si saben dónde está la fosa del franquismo, y me miran con severidad. Dicen que no lo saben. Mienten, y mienten muy mal.

Pruebo en el ayuntamiento, y una funcionaria me indica cómo llegar, no está lejos.

Dejo el coche, camino siguiendo la antigua carretera, me acerco al cementerio. Ahí están, junto a la tapia. Un puñado de mujeres y hombres, todos silenciosos y cariacontecidos, rodean la fosa que ya está abierta. Bajo un toldo para sombra, varios jóvenes rascan la tierra alrededor de los huesos. Cuento quince cuerpos, todos en los huesos, muy juntos, encajados unos con otros. Siento frío. Lo llamo frío, por ponerle nombre. Después de varios días dando tumbos con un cuerpo embalsamado y a medio descomponer, de pronto la visión de estos cadáveres me hace muy real, dolorosamente real, su condición de muertos. Un día fueron hombres, mujeres, jóvenes, ancianos. A mi lado, una vecina les da cuerpo, rostro, nombre:

–Ahí están mis dos tíos abuelos, los hermanos de mi abuela. Eran hijos del alcalde republicano. Mi abuela vio cómo los subían a un camión. Los tuvieron un mes en la escuela, que usaban de cárcel. Mi abuela les llevaba de comer, hasta que un día el guardia le dijo que no volviera, que ya no hacía falta. No sabíamos el sitio exacto, pero mi abuela se pasó la vida trayendo flores frescas, y después siguió mi madre, hasta hoy. Según el forense, tienen huesos rotos a golpes.

Sobre una mesa veo los objetos que van rescatando de la fosa: botas embarradas, una hebilla, botones, un lápiz, unas gafas sin cristal, casquillos de bala.

He dejado el cuerpo de Franco en el coche. Me parecía excesivamente dramático presentarme en la fosa llevando en brazos la momia. De pronto me parece irreal, hasta dudo de que siga en el maletero. ¿Lo habré soñado todo? Recuerdo los últimos días con una neblina de irrealidad, como si hubiese estado borracha.

Llega a la fosa un grupo de jóvenes. Me entero de que son estudiantes norteamericanos, vienen en verano como voluntarios, trabajan en fosas y así conocen el movimiento de recuperación de la memoria en España. Una mujer con acento sevillano, Paqui Maqueda, que dice llevar quince años abriendo fosas y pertenece a la asociación Nuestra Memoria, les cuenta su propio caso:

–A mi bisabuelo Juan lo asesinaron con 72 años, al poco de tomar los fascistas mi pueblo, Carmona. A uno de sus hijos, mi tío abuelo Pascual, lo asesinaron cuando intentaba escapar tras ser detenido y torturado. Otros dos hijos suyos, también tíos abuelos míos, Enrique y Juan, pasaron años en cárceles y campos de concentración. A los pocos días de asesinar a mi bisabuelo, le dijeron a su hija que le incautaban la casa, y la echaron a la calle con toda su familia.

¿Qué diría esta mujer si supiese que traigo el cadáver de Franco? ¿Qué querría hacer con el responsable del sufrimiento de su familia? Como si me hubiese oído, me responde indirectamente al conversar con uno de los estudiantes, que ha dicho que cuando el gobierno exhume a Franco deberían tirarlo a una fosa anónima, como hizo él con sus víctimas. Ella lo rechaza con expresión grave:

–No. Nosotros no podemos hacer eso, nosotros somos distintos. No queremos eso, ni para los nuestros ni para nadie. Si yo tuviese el cadáver, se lo entregaría a su familia. Dejarlo en una cuneta es atroz, sería darle el mismo trato que hemos recibido. No lo haría por dignidad, y por convicción democrática. Si algo marca la diferencia con el fascismo son los derechos humanos. Nadie tiene derecho a hacer eso con el cuerpo de nadie, por muy hijo de puta que haya sido y por mucho daño que haya dejado. Nunca hemos buscado venganza, sino justicia. Verdad, justicia y reparación.

–¿Y si…? –me atrevo por fin a hablar–. ¿Y si… tuvieseis delante el cadáver de Franco? ¿Qué le haríais?

Todos me miran como a una loca. Menuda pregunta, Carmela, a quién se le ocurre.

–No sé… Imaginaos que desapareciese de su tumba, y de pronto lo encontraseis. Ya sé que es una pregunta un poco… rara. Pero… ¿No os entrarían ganas de… hacerle algo?

La respuesta me la da otro hombre, que se une a la conversación, y que resulta ser el mismo Emilio Silva que oí anoche en la radio:

–A unos huesos no podemos ya pedirles cuentas, ni juzgarlos. Sí podemos hacerlo con los dirigentes y policías franquistas vivos. Por eso nos fuimos hasta Argentina, buscando la justicia que aquí nos niegan. Y las cuentas se las tenemos que pedir a quienes en democracia no han querido resolver la situación de miles de desaparecidos, la anulación de los juicios de la dictadura, la indemnización a las víctimas o la restitución de lo expoliado.

–Esta fosa –dice Paqui Maqueda, señalando los cadáveres–. Esta fosa no es un problema del franquismo. Dejó de serlo hace más de cuarenta años. Es un problema de la democracia.

–Y cuando saquen a Franco –continúa Silva– no se acaba el problema. Es algo simbólico, sí, y muy importante. Pero hace falta mucho más. Un plan nacional de búsqueda de desaparecidos. Lo que hagan con sus huesos no alivia la angustia de los familiares, sobre todo los de más edad, que temen morir sin haber encontrado a los suyos, como tantas mujeres y hombres han muerto en cuarenta años de democracia sin enterrar con dignidad a sus familiares.

Es hora de comer, los voluntarios salen de la fosa, se sacuden la tierra, se echan agua por la cabeza. Los vecinos vuelven al pueblo en silencio. Yo me voy al coche, a seguir mi camino, más confundida que cuando llegué, pero también con algunas cosas más claras.

Siguiente capítulo: Las cloacas del periodismo

Imagínate que eres familiar de una víctima del franquismo. Que a tu padre, tu tío, tu abuelo o abuela, lo detuvieron, golpearon, encarcelaron, raparon, violaron, torturaron, asesinaron de un tiro en la cabeza, enterraron en una fosa. Que has tardado setenta u ochenta años en encontrar su cuerpo. Que no lo has encontrado todavía.