Imagine esta situación: una amiga le ha invitado a cenar en su casa. Está sentado junto a los demás invitados a una mesa dispuesta con esmero, el ambiente es agradable y la conversación fluye animadamente. El aroma que llega de la cocina por fin se materializa en una cazuela humeante llena de estofado. Se sirve una ración generosa y, después de saborear la melosa carne, pregunta a su amiga si le daría la receta. “Claro”, responde ella, “primero coges un kilo de carne de Golden Retriever...” Mientras procesa lo que acaba de escuchar, se da cuenta de que aún tiene la boca llena... ¡de carne de perro! ¿Qué hace? ¿Sigue comiendo con normalidad? ¿Apura las verduras y las patatas pero ya es incapaz de seguir con la carne?
A partir de esta escena, la doctora en Psicología Social Melanie Joy expone los motivos individuales y colectivos por los que en nuestra sociedad amamos a los perros, nos comemos a los cerdos y nos vestimos con las vacas.
No es ningún secreto, y un grupo de investigadores daneses lo demostró científicamente, que la mayoría de las personas se sienten incómodas comiendo carne que recuerda al animal de origen, y prefieren comerla picada o al menos troceada. Y tampoco lo es que podemos maldecir a los chinos o a los coreanos por comer carne de perro (¡qué atrocidad, a quién se le ocurre!) pero asumimos como normal comerla de cerdo, de ternero o de pollo. ¿Por qué?
Melanie Joy nos desvela en su obra los mecanismos con los que el sistema dicta, y los individuos humanos asumimos, qué animales son comestibles, para poder consumirlos sin sentir malestar emocional o psicológico al hacerlo. El sistema nos enseña a no sentir mediante una anestesia emocional que es beneficiosa cuando nos ayuda a afrontar la violencia, pero que resulta claramente destructiva cuando sirve para lo contrario, para permitir esa violencia.
A una especie (por ejemplo, los perros) le damos todo nuestro amor y nos escandalizamos cuando sufre maltrato, y a otra (por ejemplo, los cerdos) la enviamos al matadero sin que haya otro motivo que porque las cosas son así.
Nuestras elecciones como consumidores impulsan una industria que, solo en Estados Unidos, mata a diez mil millones de animales al año, sin contar a los peces y otras criaturas marinas. Son 19.011 por minuto, 317 por segundo, y los ingresos anuales rozan los 125.000 millones de dólares. Y entre todos la apoyamos. ¿Solo porque las cosas son así? Algo no funciona.
Lo que presentamos como mayoritario, defiende Joy, no es más que un modo de describir una ideología que está tan extendida y tan arraigada que sus supuestos y sus prácticas se consideran de sentido común. Se consideran verdades en lugar de opiniones, y sus prácticas parecen las únicas, en lugar de una elección. Son la norma. Las cosas son así. Y por eso el carnismo no ha recibido nombre, hasta ahora.
Joy maneja datos de Estados Unidos, pero muchos son extrapolables a la Unión Europea y a España. También lo es la reflexión sobre la presencia de la carne en nuestra sociedad. Está por todas partes. En restaurantes, en bares, en grandes supermercados y en pequeñas tiendas de barrio. Pero no es proporcional a los pocos animales que vemos vivos cuando vamos al campo. ¿De dónde sale toda esa carne? ¿Dónde están todos esos animales?
Al igual que sucede con cualquier sistema de producción a gran escala, los centros de explotación y los mataderos están diseñados para ofrecer un producto con el mínimo coste y el máximo beneficio posible. Cuantos más animales mueran por minuto, más dinero se gana. La producción de carne actual es una de las prácticas más inhumanas de toda la historia de la humanidad. Y no vemos a esos animales, sencillamente, porque no debemos verlos. Porque nos haría sentir incómodos. Ya se encarga la publicidad de hacernos creer que viven felices y mueren sin sufrimiento.
Sabemos que los cerdos son incluso más inteligentes que los perros, y que su capacidad de sufrimiento, físico y emocional, es incuestionable. Los lechones de solo tres semanas reconocen su nombre y responden cuando se les llama. Son afectuosos y sociables, disfrutan de la compañía humana, les encanta que les rasquen la tripa y detrás de las orejas. En su entorno natural pueden caminar hasta 50 kilómetros al día, y forjan vínculos muy estrechos entre ellos. La industria cárnica tiene perfectamente estudiado el síndrome del estrés porcino. Pero no interesa que los consumidores lo conozcamos.
Los pollos y pavos broiler broiler pueden vivir hasta diez años, pero en los centros de explotación su vida es de siete y dieciséis semanas, respectivamente. Lo que comemos son en realidad polluelos, aunque la modificación genética y la alimentación aberrante les haya hecho crecer hasta alcanzar en ese lapso de tiempo el tamaño adulto. En las granjas de gallinas ponedoras trituran o embolsan en enormes sacos de basura a los pollitos machos, porque ellos no ponen huevos.
La esperanza de vida de las vacas es de unos veinte años. Pero a los tres o cuatro años su producción de leche disminuye y son enviadas al matadero. En Estados Unidos, gran parte de la carne picada es de vaca lechera. Por otra parte, las últimas investigaciones han demostrado que los peces y otras criaturas marinas poseen inteligencia y capacidad de sentir dolor, pero preferimos seguir ignorándolo.
Hasta hace pocas décadas, médicos estadounidenses practicaban cirugía mayor a bebés sin anestesia ni analgesia, y explicaban los llantos como una reacción meramente intuitiva. Hoy sabemos que puede haber sufrimiento aunque no se verbalice. En los bebés, y también en personas con alguna discapacidad psíquica o sensorial. ¿Por qué nos negamos a verlo en los animales?
El filósofo Jeremy Bentham dijo en el siglo XVII que la cuestión respecto de los animales no es si tienen capacidad de raciocinio o no, sino si tienen capacidad de sufrimiento. Y sabemos que la tienen. Cuatro siglos después, Paul McArtney defiende que si los mataderos tuvieran paredes de cristal todos seríamos vegetarianos.
Todos intuimos lo que ocurre en los mataderos, pero Joy nos relata, por ejemplo, que trabajadores de plantas de empaquetado de carne llevan máscaras de hockey para impedir que las coces de los animales que son colgados aún vivos en las cintas transportadores les salten los dientes. Quienes trabajan directamente matando animales tienen una rotación laboral mayor a cualquier otra industria. Muchos no aguantan. Otros acaban acostumbrándose a la violencia, y a medida que disminuye su capacidad de sentir aumenta su malestar psicológico.
Sabemos también que la producción de carne a gran escala es una de las principales causas de daño al medioambiente. El 70% de la selva del Amazonas es ahora tierra de cultivo para alimentar ganado; a eso mismo se destina más del 60% de la captura de pesca; el metano y el estiercol que generan las grandes explotaciones emiten más gases de efecto invernadero que todo el sector del transporte, incluido el aéreo. ¿Cómo es posible que un sistema legal instaurado para protegernos de la explotación haya acabado protegiendo a las industrias que nos explotan?
Resulta sorprendente ver a los padres encantados con sus hijos de visita en una granja deseando tocar a los pollitos, al cerdito o al ternero, y después hacer la compra y llegar a casa con las bolsas cargadas de filetes, pollo y jamón. Por algún motivo, estarían dispuestos a socorrer a cualquiera de esos animales de la granja que se viera en apuros, pero no se inmutan al saber que diez mil millones de ellos sufren innecesariamente cada año. Sencillamente, no somos conscientes de esa contradicción. Comer carne es normal, natural y necesario.
No nos damos cuenta de que nos han enseñado a valorar la vida humana tan por encima de otras que nos parece correcto que nuestras preferencias de paladar sean más importante que esas vidas. No nos damos cuenta de que convertimos a los animales en cosas (carne, filetes, hamburguesas...) para poder asumir semejante aberración. Creemos sin cuestionar, sabemos sin pensar, actuamos sin sentir.
No nos damos cuenta de que todas las atrocidades cometidas por la humanidad han sido posibles gracias a una población que ha dado la espalda a una realidad que parecía demasiado dolorosa para poder afrontarla, y que prácticamente todas las revoluciones han sido posibles gracias a un grupo de personas que han decidido dar testimonio y han exigido a la población que haga lo mismo.
Frente a los atributos de la cultura carnista (apatía, complacencia, egoísmo e ignorancia “feliz”) la revolución ahora es recuperar la empatía.
Como dice Morfeo a Neo en Matrix: Estás aquí porque sabes algo. Aunque lo que sabes no lo puedes explicar. Pero lo percibes. Ha sido así durante toda tu vida. Algo no funciona en el mundo. No sabes lo que es, pero ahí está, como una astilla clavada en tu mente... Intento liberar tu mente, Neo, pero yo solo puedo mostrarte la puerta. Tú eres quien la tiene que atravesar.