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¿Animales como ciudadanos?

Eduardo Rincón Higuera

La discusión sobre el reconocimiento del estatus moral de los animales, iniciada recientemente en los 70’s, ha ido transitando por nuevas sendas que amplían la discusión y brinda estrategias argumentativas que demuestran la necesidad de valorar la vida de los animales no humanos. Ese camino nos hace reconsiderar el criterio a través del cual los animales no humanos son acogidos dentro de nuestra comunidad moral de consideración, pasando del plano de lo ético hacia el plano de lo político.

Los conceptos clave de la Ética Animal, que a su vez constituyen el caudal argumentativo para justificar moralmente por qué un animal debe ser considerado, son sintiencia, intereses (Singer, Liberación Animal, 1975), individualidad, derechos (Regan, The case of the animal rights, 1983) y capacidades (Nussbaum, Las fronteras de la justicia, 2006)

No obstante, aprovechando ese caudal teórico, los estudios sobre la relación humano-animal han avanzado hacia el reconocimiento del estatus político del animal no humano, sobre la base de las obligaciones relacionales que tenemos con ellos dado que co-habitamos el territorio. Con ello, desplazamos el debate desde el campo de la teoría moral, hacia el campo de la teoría política a través del cual se les reconocería a los animales no humanos un estatus de ciudadanía diferenciada. Ello sería posible, primero, a partir de la idea de que los animales son seres sintientes con intereses y capacidades, esto es, reconociendo desde un punto de vista no-especista, que los animales tienen valor moral por sí mismos, no un mero valor instrumental. Y, segundo, construyendo una teoría política no-especista que reconozca que los animales también tienen un lugar en las relaciones sociales y que tienen cierta forma de pertenencia política.

En lo que respecta al estatus ético, los animales no humanos son seres sintientes con intereses y capacidades, susceptibles de atribuirles ciertos derechos negativos que generan en nosotros cierto tipo de obligaciones y deberes igualmente negativos. En lo que tiene que ver con el umbral del estatus político, éstos son seres con capacidades que persiguen la realización de su propio bien y pueden ingresar a la comunidad de política y los pactos representados de justicia que garantizarán políticas públicas para evitar frustrar su desarrollo como la clase de seres que son. En síntesis, los animales no humanos son seres sintientes, con intereses, capacidades y sujetos-de-su-propia-vida, pero con un estatus ético y político a todas luces inferior al de los animales humanos. Hemos avanzado en concederles, teóricamente, la positivación del derecho a recibir un trato justo, (como lo desarrolló Nussbaum en su Fronteras de la justicia, 2006) pero no aún no se les reconoce como miembros plenos de una comunidad, sino más bien, como miembros subsidiarios de una representación humana.

Quien ha transitado hacia un enfoque político de los derechos para los animales es el filósofo Will Kymlicka (Zoopolis. A political theory of animal rights, 2011), para quien la ciudadanía consiste en la co-habitación del territorio bajo el amparo de instituciones comunes. Dado que los animales no humanos, al igual que nosotros, tienen la capacidad de tener experiencias sobre el espacio que habitan, esta ‘experiencia de mundo’ les y nos permite mantener relaciones ‘políticas’, en tanto hay una búsqueda de la mejor forma de convivencia social que no vaya en detrimento de los intereses vitales de cada individuo.

Atribuirle a alguien la ciudadanía, trae consigo la obligatoriedad de una serie de derechos positivos del individuo, lo que nos llevaría un paso más en el debate sobre los derechos para los animales. Al reconocer que co-habitamos el espacio con ellos, un marco de derechos que protegen su vida y su integridad se muestran como obligaciones políticas para nosotros. Que un animal sea considerado ciudadano, en sentido diferenciado, significa que le reconocemos un estatus político, dado lo inevitable de las relaciones, pero le ponemos límites a la relación, haciendo injustificables la explotación y la producción de dolor y sufrimiento.

Dado que la obligación política es relacional, ha de tenerse en cuenta el tipo de relación que tenemos con diferentes animales, por lo que les atribuiríamos tres tipos de ciudadanía: por un lado, los animales domesticados, a quienes se les atribuiría una ciudadanía plena con un cuerpo de derechos para ellos y obligaciones directas hacia ellos. Por otro lado, los animales salvajes, con quienes se evitaría al máximo la interferencia y su ciudadanía consistiría en la garantía de soberanía de su territorio. Y por último, los animales itinerantes, con quienes tenemos una relación contingente, a quienes se les concedería una ciudadanía provisional que, dependiendo de los casos, requerirá la positivación de ciertos derechos, tales como el de residir en el territorio, el derecho a que sus intereses sean considerados en la discusión pública y el derecho a ser representados, en los tres casos, dado que ninguno de ellos podría desarrollar una ciudadanía comunicativa.

Aquí, la cuestión directa es si los animales pueden ser considerados como sujetos morales y jurídicos. La respuesta a ese cuestionamiento, a diferencia de enfoques éticos como los de Singer, Regan o Nussbaum, la dará Kymlicka desde la perspectiva de la teoría política a través de una reconfiguración de la categoría de ciudadanía que haga sostenible el reconocimiento positivo de derechos para los animales no humanos. La fundamentación, en este caso, no descansará en cuestiones morales, sino una categoría política extensible hacia ellos.

La ciudadanía, para Kymlicka, es una condición exigible políticamente con consecuencias morales, sobre la base de que ésta es la relación que existe entre quienes habitan un territorio común y bajo el amparo de instituciones comunes. Así pues, no se trata de un atributo per se del individuo sino de una condición relacional relativa al territorio. Ciudadanía es cohabitación del espacio común. Descontando el bien subjetivo que se alcanzaría con una vida en la que sea posible desarrollar capacidades y perseguir intereses, el énfasis en las relaciones políticas de alteridad de este enfoque llama la atención por las consecuencias que ello tendrá en el ordenamiento de una comunidad política.

La clave radica en analizar el trato dispensado a los animales desde la óptica relacional y política, más allá de los atributos metafísicos, cognitivos e incluso emocionales. El reconocimiento ineludible de nuestra co-habitación del espacio con los animales hace emerger una apuesta que se deslinda de la necesidad de que un ser cumpla con cierto criterio verificable, en su subjetividad, para ser aceptado a una comunidad. La co-habitación del territorio es, de hecho, el punto de partida para reconocer la relación.

El concepto de persona, (utilizado generalmente para indicar que alguien merecía consideración moral) con sus atributos metafísicos o empíricamente verificables, así como el concepto de ser con valor inherente nos conducía a unas aporías que oscurecían el panorama. La clave de este planteamiento es la posibilidad que tienen un ser de tener experiencia del territorio que habita, capacidad de experiencia de mundo en relación con él mismo, lo que Kymlicka concibe como individualidad.

Más allá del plano de no interferencia de los derecho negativos, este óptica político-relacional nos conduce a plantear la existencia de derechos positivos básicos para los animales y deberes positivos y relacionales con aquellos con quienes compartimos el espacio. La fuente de la obligatoriedad moral, en este caso, es la individualidad del ser que cohabita el espacio conmigo. La relación, en cualquier grado posible, es inevitable, también gradualmente. Ello requiere reconsiderar la naturaleza y el tipo de relación social que tenemos con los animales no humanos y evitar caer en la simplificación de nuestras relaciones con ellos: la no interferencia es poco realista e insatisfactoria pues la co-habitación del territorio no se da de tal manera que no afectemos, de una u otra manera, la vida de los animales.

Así las cosas, más allá de la capacidad de razonamiento que tenga un ser o de su capacidad de formalizar pactos sociales, la individualidad del animal que tiene la experiencia del territorio que habita es una fuente de obligatoriedad para los demás habitantes del territorio. El animal sería ciudadano, en el sentido en que sostiene una relación de alteridad con co-habitantes del espacio común. La ventaja de este enfoque reside en la politización de la relación con los animales y el reconocimiento de las relaciones complejas de alteridad que allí se gestan, que en muchos casos son ineludibles y que arrojan nuevas luces sobre las motivaciones, forma y contenido de la moral que rige nuestras relaciones con ellos. Que un animal sea ciudadano, en el sentido diferenciado expuesto, significa que al tener derechos de ciudadanía, de ellos se derivan deberes directos y positivos hacia ellos, en el contexto de una co-responsabilidad y co-relación de la comunidad política. Se trata de tomarse en serio las relaciones humano-animal y las cuestiones normativas que se desprenden de la inevitabilidad de tal relación.

No obstante, este enfoque y los ya clásicos de Singer, Regan y Nussbaum se ven comprometidos con un elemento fundamental. Todos ellos se avocan a considerar el trato a los animales, pero no cuestionan el uso de estos. Dichos enfoque ofrecen una ampliación y flexibilización de ciertos conceptos y categorías centrales de la ética y la política, pero no cuestionan la base sobre la cual se asienta, en nuestros tiempos, la relación entre humanos y animales: el hecho de que estos últimos sean considerados propiedad de los primeros y, como tal, materia prima explotable.

Tomarse en serio la relación que tenemos con los animales, y la posibilidad de atribuirles derechos implica, de manera contundente, pensar si existen razones morales no sólo para no maltratarlos, sino para no explotarlos. La dificultad que reside en los enfoques mencionados es que, de una u otra manera, cualquier interés concedido a los animales siempre choca con los atributos e intereses humanos y, en un ejercicio de racionalidad práctica, la balanza siempre se inclina a favor de los últimos. Se requiere entonces un nivel de crítica más fuerte, que bien podría servir de complemento al enfoque de la ciudadanía diferenciada: el cuestionamiento al concepto de propiedad. Pero sobre ello hablaremos en otra entrega.

La discusión sobre el reconocimiento del estatus moral de los animales, iniciada recientemente en los 70’s, ha ido transitando por nuevas sendas que amplían la discusión y brinda estrategias argumentativas que demuestran la necesidad de valorar la vida de los animales no humanos. Ese camino nos hace reconsiderar el criterio a través del cual los animales no humanos son acogidos dentro de nuestra comunidad moral de consideración, pasando del plano de lo ético hacia el plano de lo político.

Los conceptos clave de la Ética Animal, que a su vez constituyen el caudal argumentativo para justificar moralmente por qué un animal debe ser considerado, son sintiencia, intereses (Singer, Liberación Animal, 1975), individualidad, derechos (Regan, The case of the animal rights, 1983) y capacidades (Nussbaum, Las fronteras de la justicia, 2006)