David Safier escogió la hormiga como el peor animal en que un humano podría reencarnarse. En su divertidísima fábula Maldito Karma, cuando muere Kim Lange –la protagonista, que ha sido una muy mala persona– esta vuelve a nacer en el cuerpo de una hormiga. Solo volverá a ser humana si hace el bien, con lo que debe ir escalando en una suerte de pirámide de especies, en la cúspide de la cual está, naturalmente, el ser humano.
En su particular proceso de redención, a Kim Lange le tocará vivir como una hormiga, una cobaya, una vaca y un perro –entre otros–, y aprenderá a marchas forzadas que la empatía con sus iguales, los animales a los que siempre había denostado, es la única forma de progresar en la vida. Una pesadilla kafkiana con moraleja antiespecista.
Bien, pues ahora le toca a usted tratar de empatizar, aunque sea hasta el final del artículo, con una de esas palomas urbanas que tanto asco le dan. Olvidémonos por un momento de “plagas” y de “ratas con alas”, y veamos un caso práctico de amnistía animal que demuestra que nuestra relación con los otros animales tiene un margen abismal de mejora. Solo hace falta voluntad y echarle ganas.
La magia de la ciencia
Es jueves por la tarde. Las palomas que viven en la plaza de Pablo Neruda, en Barcelona, zurean ajenas al ruido infernal de esa autopista urbana llamada calle Aragó. No saben las aves que habitan en una de las zonas más contaminadas de la ciudad, ni que la plaza donde anidan se llamaba hasta hace un lustro plaza de la Hispanidad. Lo que sí saben muy bien es que allí, de vez en cuando, un dispensador automático les arroja unos deliciosos granos de maíz que picotean a gusto. Por eso es normal verlas hacer guardia junto a su dispensador de confianza, porque las palomas, como es lógico, prefieren holgazanear y alimentarse sin esfuerzo que salir a buscar comida en un escenario tan hostil como son las transitadas calles de l’Eixample. Pero, pese al chollo de la comida gratis, cada año hay menos palomas en la colonia de Pablo Neruda. ¿Por qué?
“Llegaron a ser tantas que la gente no venía, pero ahora, como por arte de magia, hay muchas menos”, dice Paloma -no es coña-, una vecina de la calle Marina. “Comen de lo que les dan los dispensadores y de los restos de la merienda de los niños”.
No es magia, es ciencia: hay menos palomas que antes porque los granos de maíz de su amado dispensador están recubiertos de un polvo químico llamado nicarbacina. Con diez gramos al día de “magia” basta para que las hembras pongan menos huevos y la calidad de estos sea tan baja que los embriones raramente se puedan desarrollar. En otras palabras, los apetecibles granos de maíz del dispensador automático son en realidad un esterilizante químico para las palomas.
En resumen, el plan de Barcelona, que sigue la estela del éxito del de ciudades como Génova, gira en torno a la esterilización ética de las palomas ubicadas en las colonias más conflictivas de la ciudad -un 5% del total-. Es, además, un tratamiento reversible: en cuanto dejan de tomar su dosis de nicarbacina habitual las palomas recuperan la fertilidad.
Así, la ciudad condal ha logrado firmar una tregua con esta especie tras décadas de excrementos corrosivos -la pérfida palomina- a los que respondíamos, hasta no hace mucho, de forma primitiva y desproporcionada: con la brutal aniquilación de 15.000 palomas al año. Ya saben, aquello “intolerable” de que la paloma caga negro sobre el coche blanco y blanco sobre el coche negro.
De ratas con alas a vecinas sin papeles
Digamos que hasta 2015, la sobrepoblación de palomas en Barcelona se gestionaba sin la menor consideración moral: se las capturaba y se las mataba. Punto. A cien, a mil o, si hacía falta, a todas. Aplastar el símbolo de la paz como metáfora; el exterminio porque sí; el especismo banal de siempre; aquello de ‘muerto el perro se acabó la rabia’. Pero la rabia es una enfermedad y las palomas son seres vivos y sintientes, por lo que justificar masacres holocáusticas sin el menor reparo moral nos condena a lo peor de nuestra especie. Kim Lange lo sufre en sus propias carnes: mucha tiranía y poca empatía.
Y claro, donde no llega el corazón tampoco suele llegar la razón. Ya en 2009, un estudio alertó al consistorio que lideraba entonces el socialista Jordi Hereu: el método de captura y muerte -227.479 palomas exterminadas entre 1991 y 2006-, lejos de solucionar el problema de raíz, se estaba traduciendo en un aumento de la fertilidad de las colonias, debido al efecto reemplazo por otras palomas más jóvenes. Por lo tanto, a medio plazo la convivencia sería igual o peor, con el agravante, según los investigadores, del “despilfarro de recursos” para matar palomas. El pronóstico se cumplió y en Barcelona llegaron a vivir entre 80.000 y 100.000 palomas. No fue hasta 2015, con el relevo en la alcaldía en favor de los Comuns que se empezó a plantear -no sin bandazos incomprensibles- que tal vez habría que hacer las cosas de otra manera. O, al menos, intentarlo.
Y así fue como la renovada estrategia del Ayuntamiento, en vigor desde 2017, ofrece una alternativa al exterminio periódico de palomas que ataja, de forma ética y efectiva, el aluvión de quejas vecinales: en esencia, desperfectos materiales y riesgos -remotos e infundados- de transmisión de enfermedades. Cinismo infinito, por cierto, apuntar a este motivo solo con ratas y palomas. cuando cada dos por tres saltan las alarmas por los casos de salmonella por comer pollo, anisakiasis por comer salmón o listeriosis por comer cerdo. Podría seguir hasta el infinito: nada da más clics que una nota de prensa de la Agencia Española de Seguridad Alimentaria y Nutrición alertando de la presencia de [introducir bacteria] en carne de [introducir animal]. Pero claro, con las cosas del comer no se juega. Cinismo, especismo o como le quieran llamar.
Volviendo a los bandazos, recordemos que atizando el miedo al contagio de enfermedades, el Ayuntamiento de Barcelona masacró 923 palomas en 2017, de una tacada, para que se instalara un mercadillo ecológico en plaza Catalunya con el que imbuirse del espíritu navideño que, como todo el mundo sabe, nos hace mejores personas. El mercado ha vuelto, pero aquella matanza “desafortunada” -como dice ahora el Ayuntamiento- no lo ha hecho: la indignación popular, de las entidades sociales e incluso la presión del sector animalista de la oposición -que curiosamente lo encarna el veterano concejal convergente, Jordi Martí- han evitado que se repitiera un vergonzoso exterminio que ponía en entredicho las intenciones éticas del consistorio.
Un éxito quirúrgico de impacto limitado
El cambio de rumbo parece serio y se agradece el armisticio con una de las especies animales más odiadas por el público general. El equipo de Ada Colau asegura que no ha matado una sola paloma desde 2017, aunque hay entidades que aseguran que no es así. Carmen Maté, directora del Servicio de Derechos de los Animales del Ayuntamiento de Barcelona, puntualiza que sí hacen capturas de palomas, pero en vez de matarlas como antes, las sueltan en otros puntos de la ciudad. Dicho esto, conviene analizar, primero, si se ha reducido la población de palomas en las colonias críticas -las que acumulan más quejas-, y segundo, si, por lo tanto, ha mejorado la convivencia entre estas dos especies que compartimos ciudad.
Ya les avanzo que sí. El último estudio al respecto, publicado en la revista Animals en 2022, parece despejar las dudas que otro estudio había sembrado sobre la utilidad de la nicarbacina. Carlos González Crespo y Santiago Lavín, investigadores de la Universidad Autónoma de Barcelona, han monitorizado durante tres años las 36 colonias críticas de palomas donde el Ayuntamiento instaló 44 dispensadores automáticos de maíz con nicarbacina. Su estudio arroja unos resultados contundentes: al inicio del tratamiento había en estas colonias un total de 3.801 palomas mientras que en 2021 quedaban 1.523. Una reducción del 60% sin matanzas vergonzosas mediante, que, aun así, en términos generales, afecta a un porcentaje ínfimo de la población total de palomas. Win-win: ganan los vecinos hartos de las colonias conflictivas -en 2021 pusieron 1.500 quejas al respecto- y ganan las palomas, claro, pues hubieran terminado muertas. Lástima que no voten, pensarán en Sant Jaume.
Eso sí, hay zonas que el Ayuntamiento da por perdidas porque las palomas tienen acceso ilimitado e ilimitable a fuentes de comida. “En plaza Catalunya es muy difícil actuar porque se les da hasta 60 kilos de comida al día. Ahí viven más de 2.000 palomas y por mucho que hayamos prohibido vender alpiste ahora venden pipas y los turistas se siguen haciendo la foto”. No seáis el turista que se hace la foto.
“Señora, ¡que no le dé de comer a las palomas!”
Una sexta parte de las quejas que recibe el Ayuntamiento relacionadas con las palomas -unas 250 al año- son de vecinos que denuncian a las personas que las alimentan. Para Maté ese es el verdadero problema: “Las palomas no nos necesitan”, asegura. “El método más barato, efectivo y justo para evitar los conflictos entre humanos y palomas es no alimentarlas”. Una paloma sobrealimentada es una paloma que invierte su tiempo en reproducirse y no en buscar comida. El consistorio tiene localizadas a 300 alimentadoras, que se dice pronto. Algunas les dan hasta cinco quilos de comida al día -generalmente arroz y pan-, lo que atrae a tantas palomas como para romper el finísimo equilibrio de convivencia entre ellas y nosotros.
“Tenemos a diez personas contratadas a tiempo parcial para avisar a las alimentadoras de que dejen de darles de comer, porque eso es lo que genera la sobrepoblación”. Estos informadores explican que no es fácil mediar con ellas -la mayoría, señoras mayores- porque “suelen atravesar situaciones personales de aislamiento social y están convencidas que lo que hacen está bien, cuando no lo está”.
El punitivismo tampoco ha dado resultados –Barcelona fue pionera en multar estas conductas– y, de hecho, el consistorio considera una victoria convencer a las alimentadoras para que den a las palomas una ración menor de comida.
En paralelo a la esterilización química -que según Maté cuesta 130.000 euros al año-, el Ayuntamiento promueve campañas para que la gente no alimente a estas aves, retira nidos de forma periódica e instala pinchos en cornisas para impedir la nidificación. Unas concertinas que recuerdan, por cierto, a la infame ‘arquitectura hostil’, que busca dificultar la vida en la calle a las personas sin techo y que, dicho sea de paso, Barcelona ha abrazado sin ningún rubor en los últimos años.
Y es que ante la crueldad de un sistema egoísta e individualista que expulsa al que molesta, se puede y se debe defender el derecho a las palomas a vivir en paz entre nosotros. Una lógica antiespecista, una mirada empática, un perdón como el de Kim Lange. Sí, las palomas pueden ser molestas a veces, pero nada justifica la muerte, la masacre, el exterminio de un animal por el mero hecho de que nos incomoda su existencia. Nos quejamos de que están sucias, enfermas y tullidas desde el asco, no desde la compasión. Como si fuera culpa suya la vida que damos a los animales sin papeles, seres sintientes como usted y como yo, que sobreviven en las calles en condiciones durísimas, sufren enfermedades de todo tipo y accidentes que les producen la muerte, a menudo, tras una agonía horrible.
La protagonista de Maldito Karma nunca se reencarna en paloma, pero ya sabemos qué hubiese ocurrido. La hubieran atropellado, cazado y mutilado, pasaría frío y enfermaría sin remedio. A los humanos les daría asco su presencia y escucharía horrorizada como muchos las querrían a todas muertas. Pero Kim Lange ya no pensaría así y usted, quizás, tampoco. Al fin y al cabo, si un día se despierta en el cuerpo de una paloma…, ¿cómo le gustaría que la trataran?
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