Al contrario de lo que ocurre con los animales de compañía, el concepto de 'bienestar animal' aplicado a los animales cuyo uso implica fuertes intereses económicos, como es el caso de animales que sirven para nuestra alimentación, ha asumido tradicionalmente una autolimitación que, exigida desde fuera, se ha aceptado desde dentro: la evidencia científica. Todos hemos admitido la necesidad de 'probar' empíricamente los encargos de la intuición. El sometimiento de la conciencia a la ciencia. En consecuencia, la evidencia científica deviene en pieza imprescindible para defender cualquier argumento animalista, la sola ética queda invalidada. El sentido de sufrimiento, y el sentimiento de piedad, solidaridad o respeto derivados de nuestra percepción de la cantidad de dolor que aplicamos en el uso de estos animales, quedan supeditados a la demostración científica de que ese sufrimiento existe, a la medición empírica de su cuantía en el tiempo y en el espacio, y a la eficacia práctica en la aplicación de métodos paliativos.
La tiranía del mundo físico, expresado en fórmulas matemáticas de medición de dolor, impone sus reglas limitantes sobre la experiencia de nuestra vivencia moral en un proyecto sobre la relación con los animales y sobre nuestros comportamientos en relación con ese proyecto. La ciencia empírica no ocupa más que una parcela en el conjunto de estímulos e informaciones sensibles, o no, que definen nuestra integración individual en una idea de respeto hacia los animales en cuya delimitación y transformación también participamos, y con las mismas herramientas. La protección animal, forma integral de nuestra cultura, actúa, y evoluciona, a partir de decisiones particulares y colectivas, intuitivas o razonadas, que nos facilitan el movimiento de un punto ya superado al siguiente y donde la erudición tecnológica no tiene un protagonismo especial y, además, su valor dependerá de cada espíritu personal. Por lo tanto, no es justo que se imponga una parcela del conocimiento cultural actual, la ciencia empírica, como punto de partida inevitable hacia la cultura que pueda venir, ni que en su definición se obligue a todos a concederle el peso específico sentido por unos pocos.
El hombre, como conjunto de decisiones individuales, se mueve en el espacio, sí, medible y cuantificable, pero también se proyecta en el tiempo. Somos sociedad, somos movimiento que, derivados de la visión cultural de nuestros ancestros e inspirados por nuestra forma intrínseca de sentir cultural, vamos definiendo la cultura de nuestro futuro pendiente. La protección de los animales es ya parte intrínseca de ese devenir, y lo es por sentimiento, por intuición, por empatía, por apego o adhesión. Poco importa que derive de una actitud ética, de un sentir social o de una piedad de origen mística o religiosa; o que se exprese en cada uno de nosotros como afectividad, sensiblería, conmiseración, compasión, ternura, pasión o compañerismo: la forma en la que cada cual vive su relación con los animales es un asunto de cada quién, pero de una forma u otra, se encuentra en todos nosotros. No podemos reducir esta vivencia interna, personal y trascendente a un eje cartesiano, a un punto concreto en el espacio físico, a un entramado numérico aséptico, a una solución de causa-efecto. La protección animal pertenece a nuestro carácter interno, es un sentimiento que evoluciona, no un fenómeno estático sobre el que se pueda practicar una disección mecanicista.
Además, el andamiaje 'objetivo' con el que se reviste la ciencia para justificar su omnipresencia ineludible en cualquier decisión sobre protección de los animales es una entelequia, o un invento del grupo reducido de iniciados para manejar y dominar, subjetivamente, a la gran masa de neófitos y sancionar así el resultado de sus fórmulas empíricas. En esta trama falsa es donde se encaja la imposición de una base científica como fundamento de cualquier medida de bienestar animal que afecte a los animales en nuestras granjas. Esta premisa científica, forzada, no objetiva nada sino que plantea nuevas incertidumbres: ¿cuál es la base científica válida?, ¿la de un veterinario?, ¿un ingeniero agrónomo?, ¿un biólogo?, ¿un experto en economía rural?, ¿un experto en gestión de residuos?, ¿otro en genética?. Incluso dentro de una especialidad no existe una coincidencia de pareceres. Cada investigador parte de unas premisas específicas y concretas derivadas de su propia experiencia y forma de entender su relación con los animales, de su percepción personal de los posibles conflictos de intereses, que, además de influir en el punto de partida, influyen también en las prioridades y en la metodología aplicada. Las conclusiones de cada disciplina científica o de cada científico dentro de una disciplina difieren siempre, en muchas ocasiones de forma incompatible, y son necesariamente subjetivas.
Por último, el procedimiento científico aplicado al bienestar animal no suele seguir un método deductivo que, desde unos datos objetivos, extraiga una conclusión lógica, sino que plantea un sistema inductivo en el que, desde una conclusión preconcebida, indaga en la búsqueda de una justificación científica que la sostenga.
Debemos devolver a la conciencia la parte que le corresponde en el proceso formativo de nuestra ética cultural sobre protección de los animales, sin complejos técnicos ni ambages científicos. Por ser conciencia. Por ser humana.
Al contrario de lo que ocurre con los animales de compañía, el concepto de 'bienestar animal' aplicado a los animales cuyo uso implica fuertes intereses económicos, como es el caso de animales que sirven para nuestra alimentación, ha asumido tradicionalmente una autolimitación que, exigida desde fuera, se ha aceptado desde dentro: la evidencia científica. Todos hemos admitido la necesidad de 'probar' empíricamente los encargos de la intuición. El sometimiento de la conciencia a la ciencia. En consecuencia, la evidencia científica deviene en pieza imprescindible para defender cualquier argumento animalista, la sola ética queda invalidada. El sentido de sufrimiento, y el sentimiento de piedad, solidaridad o respeto derivados de nuestra percepción de la cantidad de dolor que aplicamos en el uso de estos animales, quedan supeditados a la demostración científica de que ese sufrimiento existe, a la medición empírica de su cuantía en el tiempo y en el espacio, y a la eficacia práctica en la aplicación de métodos paliativos.
La tiranía del mundo físico, expresado en fórmulas matemáticas de medición de dolor, impone sus reglas limitantes sobre la experiencia de nuestra vivencia moral en un proyecto sobre la relación con los animales y sobre nuestros comportamientos en relación con ese proyecto. La ciencia empírica no ocupa más que una parcela en el conjunto de estímulos e informaciones sensibles, o no, que definen nuestra integración individual en una idea de respeto hacia los animales en cuya delimitación y transformación también participamos, y con las mismas herramientas. La protección animal, forma integral de nuestra cultura, actúa, y evoluciona, a partir de decisiones particulares y colectivas, intuitivas o razonadas, que nos facilitan el movimiento de un punto ya superado al siguiente y donde la erudición tecnológica no tiene un protagonismo especial y, además, su valor dependerá de cada espíritu personal. Por lo tanto, no es justo que se imponga una parcela del conocimiento cultural actual, la ciencia empírica, como punto de partida inevitable hacia la cultura que pueda venir, ni que en su definición se obligue a todos a concederle el peso específico sentido por unos pocos.