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El coronavirus: una razón más para frenar el tráfico de vida salvaje

La pandemia que estamos sufriendo podría ser la última de la larga lista de enfermedades provenientes del consumo de animales y más concretamente del consumo de animales salvajes. El COVID-19 es un virus zoonótico -proveniente de animales y que salta entre especies- y se cree que pasó a los humanos por la ingesta y uso de murciélago o de pangolín. Este último, un animal en peligro de extinción, es el mamífero no humano más traficado del mundo, tanto por su carne como por las supuestas propiedades curativas de sus escamas, en el mercado de animales salvajes de Wuhan. Ambos animales salvajes, y muchos más son, consumidos de manera habitual por todo el sudeste asiático.

Los mercados de carne de perro, rata, murciélago, serpiente y pangolín son incluso usados como reclamos turísticos, pudiendo la gente llevarse a casa botellas de licor aliñadas con serpientes y escorpiones. Estos mercados insalubres operan sin ningún control y han sido la cuna de brotes de enfermedades ya supuestamente controladas, como la rabia y de nuevos virus como el COVID-19 y el SARS. Estas se suman a la larga lista de enfermedades provenientes del consumo de animales, como la gripe porcina o la triquinosis. Otras también podrían provenir de otros animales, como la tuberculosis, el ébola, el SIDA y un largo etcétera.

Ahora que estamos en plena crisis es el momento de luchar por el cierre de estos mercados, el cese de todo tráfico de animales salvajes, una regulación internacional efectiva y ayudas a la educación sobre los peligros que conlleva para los consumidores. Aunque tras este nuevo virus China, el principal país consumidor de vida salvaje, ha prohibido el tráfico de animales salvajes, aún queda mucho por hacer.

Para ponernos en antecedentes: el tráfico de vida salvaje es un mercado global. Una parte de sus actividades se hace de manera legal o, más bien, paralegal, como sería el tráfico de aletas de tiburón o la compra y venta de animales exóticos a particulares, zoos, delfinarios, acuarios o laboratorios. Y otra inmensa parte se mueve en un ámbito ilegal, estrechamente ligado a mafias que trafican con armas, drogas y personas. El tráfico ilegal mundial de vida salvaje es el cuarto que más dinero mueve, por detrás de los antes mencionados, y se estima en unos 26.000 millones de dólares americanos anuales. Esto se suma a los miles de millones que mueven la pesca de tiburón, las carísimas expediciones de caza, el comercio de animales de compañía salvajes y otras actividades.

Es un mercado tan poco regulado y controlado que con relativa facilidad se pueden encontrar animales en venta en las redes sociales. Es un tráfico que se aprovecha de las necesidades de los más pobres de Asia, África y América del Sur: a menudo, los cazadores y pescadores cobran céntimos de euro por artículos como las escamas de los pangolines, los nidos de pájaros o las aletas de tiburón, que luego se venden en el primer mundo más caros que el oro. Un negocio dominado por mafias como las del Triángulo del Oro, zona económica especial entre Laos, Myanmar, Tailandia y China, que tras la reciente prohibición del Gobierno de Pekín está viviendo un auténtico boom. Es una zona donde, a pesar de ser ilegales, abundan las granjas de tigres y las granjas de bilis del oso del sol.

El tráfico de vida salvaje está acabando con especies más rápidamente que cualquier otro factor, como la pérdida de hábitat o el cambio climático, aunque los tres factores están altamente relacionados. El dinero que mueve el tráfico se une a la falta de educación, la necesidad y las tradiciones existentes. Es por ello que, a pesar de las recomendaciones y advertencias científicas, muchas personas y países hacen caso omiso, como el rey emérito de España, Juan Carlos de Borbón, o la familia Trump, que frecuentan safaris de caza; a veces, como es el caso de Trump Jr, vanagloriándose en las redes de matar a individuos de especies en peligro de extinción.

Asimismo, millones de habitantes de Vietnam y China consumen y con ello llevan al exterminio a todas las especies de pangolín que existen en el mundo, por las supuestas propiedades curativas de sus escamas. El consumo de vida salvaje también está muy arraigado en países que han sufrido guerras interminables y su población comía lo que podía. La regulación de este consumo va a ser muy difícil sin buenos programas educativos y suficientes alimentos. Pero el COVID-19 está trayendo aún más miseria a los animales: colonias de murciélagos están siendo quemadas vivas en la isla de Sulawesi, Indonesia, lugar también famoso por sus mercados de vida salvaje.

Es por ello que debemos actuar ya. Exigiendo una legislación internacional, vigilando, controlando y, sobre todo, educando y educándonos sobre el asunto. Apoyando iniciativas para prohibir la caza y el transporte de trofeos, presionando a la Unión Europea, y en especial a España, para disminuir la pesca de tiburón y eliminar completamente la pesca de especies en peligro de extinción, haciendo llamamientos para la prohibición de mercados de animales salvajes y sus derivados para consumo, y apoyando y donando a iniciativas que están trabajando en primera línea para salvar y rehabilitar desde grandes simios hasta delfines.

La pandemia que estamos sufriendo podría ser la última de la larga lista de enfermedades provenientes del consumo de animales y más concretamente del consumo de animales salvajes. El COVID-19 es un virus zoonótico -proveniente de animales y que salta entre especies- y se cree que pasó a los humanos por la ingesta y uso de murciélago o de pangolín. Este último, un animal en peligro de extinción, es el mamífero no humano más traficado del mundo, tanto por su carne como por las supuestas propiedades curativas de sus escamas, en el mercado de animales salvajes de Wuhan. Ambos animales salvajes, y muchos más son, consumidos de manera habitual por todo el sudeste asiático.