¿Tenemos obligaciones éticas hacia los animales? ¿Deben sus intereses estar protegidos por derechos? Nosotros creemos que sí. Lo creemos pese a discrepar profundamente acerca de otras cuestiones políticas. No estamos de acuerdo sobre el papel que debe tener el Estado en la economía ni sobre qué noción de igualdad es la políticamente relevante. Esto es, en general, discrepamos sobre uno de los ejes tradicionales del debate entre derecha e izquierda. Pero ambos creemos en la igual consideración moral y política de todos los individuos, independientemente de cuestiones como el sexo, la raza, la orientación sexual y, sí, también la especie. Coincidimos en ello precisamente porque nos unen convicciones más profundas: compartimos la defensa de una sociedad democrática formada por individuos libres regida por unas instituciones fuertes e inclusivas que sirvan para garantizar sus derechos.
Hay quien piensa que el mero hecho de plantear estas preguntas es una estupidez. A nosotros, sin embargo, nos parece una cuestión de gran importancia. En primer lugar, porque no se trata de una ocurrencia contemporánea. Es un problema recurrente en nuestro canon intelectual. Parte de ese canon -desde la antigüedad hasta la Ilustración, desde Plutarco a Jeremy Bentham- ha concluido que los animales importan moralmente. En segundo lugar, porque hay más de un billón de animales que sufren y mueren bajo explotación. Más de un trillón viven en la naturaleza. Los humanos, en comparación, sólo somos siete mil millones y medio. No es trivial preguntarse si tenemos obligaciones respecto a ellos, pues constituyen la abrumadora mayoría de individuos que existen. En tercer lugar, porque es cierto que toda sociedad humana, en toda época, ha considerado que los animales no importan, o importan poco. Pero nuestras creencias tradicionales hacia los animales son incoherentes y responden a convenciones culturales más que a construcciones argumentativas sólidas. Por ejemplo, en Europa la gente se horroriza ante la posibilidad de comer perros por placer, pues los consideran animales de compañía por los que desarrollan sentimientos de aprecio y empatía. Sin embargo, disfrutan comiendo cerdo o ternera con mucha frecuencia. Es necesario, pues, reflexionar sobre nuestras prácticas y actitudes, incluso si el resultado de nuestra reflexión es confirmarlas. Al menos, entonces, las sostendremos basándonos en razones y no simplemente empujados por el peso de la tradición recibida.
La actitud tradicional hacia la consideración de los intereses de los animales puede resumirse así: hay unos individuos que importan plenamente, mientras que otros apenas importan o no importan en absoluto. Además, esta diferencia entre quienes importan y quienes no importan coincide exactamente con la distinción de especie entre animales humanos y animales no humanos. La pregunta que debemos hacernos es si está justificado tratar peor a un individuo por no pertenecer a la especie humana o, si no es así, si la discriminación basada en la especie (el especismo) es tan rechazable como otras formas de discriminación contra las que todos luchamos, como el sexismo, el racismo o la homofobia.
Por supuesto, pertenecer a una u otra especie no puede ser algo relevante, en sí mismo, desde un punto de vista racional. Las especies son categorías creadas por los seres humanos y se basan en afinidad genética o capacidad reproductiva. Qué genes tenga un individuo o con quién pueda reproducirse con éxito son criterios irrelevantes para determinar quién importa éticamente y quién no. Tan irrelevantes como el color de la piel, el sexo o a la orientación sexual. Utilizarlos para distinguir entre quiénes importan a efectos éticos o políticos es, pues, un ejercicio de arbitrariedad.
La defensa más robusta del especismo apela a la inteligencia de los seres humanos. Asume que poseemos ciertas capacidades psicológicas que nos hacen únicos o superiores. Los seres humanos somos racionales, autónomos, autoconscientes y podemos comunicarnos mediante un lenguaje complejo. Según esta posición, esto es lo que hace que debamos tener en cuenta a alguien desde un punto de vista ético. Es lo que fundamenta nuestras obligaciones respecto de los individuos y que sus intereses deban estar protegidos políticamente mediante derechos. Los demás animales carecerían de estas capacidades. Así, podríamos excluirlos de nuestra consideración ética o política.
Se trata de un mal argumento. Para que funcionara todos los seres humanos deberían poseer esas capacidades sofisticadas. Sin embargo, eso no es así. Hay muchísimos seres humanos que carecen de tales capacidades. Ya sea por edad, por causa de alguna condición congénita, por enfermedad o por accidente las han perdido de forma irremisible. Si poseerlas fuera lo que hace que debamos ser considerados éticamente, está claro que, entonces, estaría justificado discriminar a todos esos seres humanos. Ello es inaceptable. Pero, entonces, la menor inteligencia de los demás animales tampoco puede servirnos para someterlos a discriminación.
Este argumento también es incorrecto por otro motivo. La obligación ética de respetar nuestros intereses radica en que el hecho de no hacerlo supone un daño para nosotros. La posibilidad de ser dañados y beneficiados por lo que nos sucede, incluidas las acciones de los demás, es lo que fundamenta que importemos en un sentido ético. Para ello no es necesario ser especialmente inteligente, ni tener unos intereses especialmente sofisticados, ni siquiera la capacidad de reclamar el respeto de esos intereses. Basta con tener la capacidad para sufrir y disfrutar - llamada sintiencia. De acuerdo con el consenso científico, todos los vertebrados son individuos sintientes. Asimismo, también lo son algunos invertebrados, y no podemos descartar que otros también lo sean. Todos estos individuos, con independencia de su especie, tienen intereses en no sufrir, no morir y disfrutar de sus vidas.
Tenemos, por tanto, razones éticas para no dañar a los animales y ayudarles cuando lo necesitan, por ejemplo, cuando sufren por causas naturales. Sin embargo, la ley permite la frustración grave de sus intereses de forma sistemática y por fines triviales. Pensemos, por ejemplo, en la industria alimentaria. Dado que los seres humanos podemos tener una vida plenamente saludable sin alimentos de origen animal, en realidad el consumo de animales satisface intereses estrictamente estéticos. El placer que nos proporciona saborearlos. A cambio, como dijimos, más de un billón sufre terriblemente y muere cada año. Desde un punto de vista imparcial, los intereses de esos animales son más importantes que nuestro placer. Nuestra obligación ética es rechazar estas prácticas y evitar consumir productos derivados de la explotación animal. Esta obligación es extensible a otros sectores en que los animales son similarmente dañados para producir ropa, por entretenimiento o como fuerza de trabajo.
El respeto a los intereses básicos de los animales es asumible desde cualquier posición que defienda la democracia y los derechos y libertades individuales. Desde luego, así puede ser reconocido por posiciones que provienen de la izquierda política, que se caracterizan por una concepción de la libertad como autorrealización de los individuos o como ausencia de dominación. Para los defensores de estas posiciones políticas, los individuos son libres sólo en la medida en que disponen de los recursos para perseguir su felicidad, o en la medida en que no estén sujetos a poderes públicos o privados que no puedan controlar. Como los animales no humanos son también individuos con un bienestar propio y susceptibles de caer bajo la dominación del Estado o de particulares, no está justificado excluirles de estas preocupaciones de justicia. Sin embargo, es erróneo considerar la defensa de los derechos de estos individuos como patrimonio exclusivo de la izquierda. Esto también se puede reivindicar desde otras tradiciones filosóficas y políticas como es el liberalismo clásico.
Desde una perspectiva liberal, los individuos deben poder perseguir sus fines siempre y cuando ello no suponga un daño a terceros, ya sea a su vida, a su integridad física o a su propiedad. Tomar en serio este principio requiere proteger mediante derechos los intereses básicos de cualquier individuo y que las instituciones se abstengan de interferir en las elecciones individuales salvo cuando ello sea necesario para proteger esos derechos. La discusión en el liberalismo se ha centrado en si los animales pueden poseerse a sí mismos y, por lo tanto, debemos respetar sus derechos o si, en cambio, pueden ser propiedad de otros. Ahora bien, los intereses de los individuos son susceptibles de protección independientemente de su capacidad para reclamarlos, de su capacidad para razonar sobre los intereses de los demás o de la complejidad de esos intereses. Como reconoce el filósofo Michael Huemer, dado que los animales no humanos son también individuos con un interés en vivir y en no sufrir, la defensa de sus derechos debe formar parte de la causa del liberalismo.
Pese a las diferencias entre estas posiciones, existe el consenso de que un individuo no puede ser libre si es propiedad de otro y si la protección de sus intereses básicos no está garantizada. Ésta es, sin embargo, la situación en la que se encuentran los animales en nuestras comunidades políticas. Del mismo modo en que la igual consideración de los intereses de todos los seres humanos nos ha llevado a rechazar la discriminación que han sufrido diversos colectivos a lo largo de la historia, ahora nos debería llevar a denunciar y oponernos al trato desventajoso que padecen los otros animales. Nosotros consideramos que en la medida en que estos individuos tienen intereses, éstos deben estar jurídica y políticamente protegidos. Ésta es una causa a la que todos, desde nuestras legítimas discrepancias, nos podemos unir.