El caballo de Nietzsche es el espacio en eldiario.es para los derechos animales, permanentemente vulnerados por razón de su especie. Somos la voz de quienes no la tienen y nos comprometemos con su defensa. Porque los animales no humanos no son objetos sino individuos que sienten, como el caballo al que Nietzsche se abrazó llorando.
El movimiento social vegano, pionero en el ideal de “vivir sin explotación”, extenderá su atención a los animales humanos e incluso al “suelo del que todos dependemos para nuestra propia existencia”. Aunque hoy sea más conocido por su denuncia de los horrores a los que sometemos a los animales de granja, su visión fundacional es muy amplia
El ser humano es un superdepredador. El mayor terror del reino animal no tiene colmillos de lobo, león o pantera, sino barbilampiño rostro humano. Tal es lo que sugieren diversos estudios que tratan de medir el impacto de la actividad humana en el reino animal. Un análisis de 2023 en Nature concluye que el ser humano depreda (mata o saca de la naturaleza para diferentes usos) una variedad de especies hasta 300 veces superior a la de depredadores comparables, poniendo en peligro a casi el 40% de ellas. Calcula que una de cada tres especies de vertebrados es depredada por el ser humano. Un artículo de 2015 en Science atribuye a la actividad cazadora y pesquera humana una tasa de depredación superior a la de especies comparables: matamos a los peces marinos a una ratio 14 veces mayor; a los mesocarnívoros, 4.3 veces más; y a los grandes carnívoros, 9.2 veces más (de lo que se matan entre ellos). Además, la preferencia general en los humanos son las presas adultas y sanas, las que tienen más posibilidades de reproducirse, en lugar de las débiles o juveniles, como prefieren otros depredadores, que respetan así el interés reproductivo de la especie. En otras palabras: no solo la depredación humana suele ser superior, sino que empuja hacia la extinción a las especies depredadas.
¿Cómo puede ser?, se preguntará el lector, que quizá no recuerda haber depredado a nadie. Tiene suerte, pues otros lo hacen en su lugar. Pero tenemos que irnos muy atrás para empezar a comprender este fenómeno.
El ser humano es un superdepredador y, con honradas excepciones, lo ha sido durante su historia y prehistoria. Una impresión común es que, en las sociedades del siglo XXI, la caza es cada vez más impopular y las especies están más protegidas (lo cual no terminaría de explicar el dramático declive de las poblaciones de animales salvajes en todo el planeta). Pero todos coincidiremos en que, cuanto más nos remontemos al pasado, más depredación saltará a la vista, hasta llegar a los proverbiales días del mamut. El problema empezó incluso antes de cazar paquidermos lanudos en la estepa: en nuestra África natal.
Fueron nuestros ancestros africanos los que desarrollaron unas técnicas de caza de extraordinaria coordinación y efectividad. Incrementaron así su consumo de carne, que hoy distingue al Homo sapiens de los otros grandes simios modernos. Todavía se debate si ese mayor consumo influyó de alguna manera en el desarrollo cerebral de los homininos; sí sabemos que el creciente carnivorismo de nuestros ancestros terminaría siendo fatal para una megafauna que no supo adaptarse a las nuevas formas de caza. Los homininos tempranos, al parecer, eran demasiado buenos en el rol depredador que estaban adoptando.
No acabó en África la cosa. El consenso actual es atribuir al Homo sapiens un rol determinante en la gran extinción de megafauna de finales del Pleistoceno y principios del Holoceno, que fue global. La presión depredadora humana habría exacerbado un posible declive inicial en las poblaciones debido a factores climáticos (en aquellos días, no antropogénicos). Esto sorprende si tenemos en cuenta que después de estas extinciones, en torno al año 8.000 a. C., en el planeta solo residían siete millones de humanos, que se las habrían arreglado para erradicar a más de 178 especies de grandes mamíferos.
¿Cómo conocemos nuestra responsabilidad en esta extinción? El declive coincide con el comienzo de la interacción con seres humanos en cada continente, y la naturaleza de las víctimas es muy específica en comparación con extinciones masivas anteriores: grandes mamíferos, con frecuencia en la cima de la cadena trófica (ya mencionamos la preferencia de los Sapiens por las presas de mayor tamaño). La eficiencia de la caza humana generó una intensa competición con otros grandes depredadores, la mayoría de los cuales también se extinguirían tras perder en este juego de la depredación, como ya sucedió en África.
El patrón se repetiría allí donde arribara el andariego Homo sapiens. La mayor diferencia entre unas latitudes y otras podría residir en la familiaridad previa. África parece ser el continente que mejor ha preservado hasta hoy una megafauna, aunque muchas de esas especies se encuentran en estado crítico y presumiblemente se extinguirán (las extinguiremos) pronto. No es casualidad que los homininos surgieran en África: su fauna evolucionó junto a los humanos y siempre supo cuidarse de ellos, como veremos más adelante. Del mismo modo, la megafauna europea había estado expuesta a homininos anteriores, por lo que al Homo sapiens le costó más milenios exterminarla. En cambio, Australia, América del Norte y América del Sur no habían conocido previamente a otras especies de nuestra familia: tras la llegada de los humanos modernos, perdieron en un abrir y cerrar de ojos (de tiempo biológico) el 88, 83 y 72 % de sus grandes mamíferos, respectivamente. En resumen, el equivalente biológico del Antropoceno comenzó antes del Holoceno. Aunque ciertamente se está acelerando en las últimas décadas.
Estos descubrimientos chocan con la idea, común en nuestros días, de que son las últimas generaciones las que han perdido un equilibrio con la naturaleza que nuestros antepasados sabían mantener: que somos “nosotros”, los humanos postindustriales, los que hemos roto la armonía medioambiental. Lo cierto es que no conocemos un momento en el que nuestra especie no haya tenido un impacto desproporcionado en el entorno que la rodea, como ya era el caso para especies Homo que la antecedieron. No estaría mal desterrar las Arcadias de la reflexión ecológica (especialmente las pastoriles). En cuanto a los pueblos que hoy practican el estilo de vida “sostenible” del cazador-recolector, la admiración por sus concepciones de la naturaleza no puede oscurecer la perspectiva de que es un modus vivendi sencillamente imposible de trasladar a una escala de miles de millones de individuos. Por ejemplo, si la población mundial abandonara la ganadería y regresara a la caza, su actual apetito por la carne extinguiría a todos los mamíferos salvajes de la superficie terrestre en un mes. ¡Ya vimos de qué eran capaces los pocos millones de la prehistoria!
En realidad, nada de esto debiera sorprendernos, pues no se trata de un gen oculto o de un percance sepultado en libros de historia. Muchas culturas humanas reflejan de un modo u otro esta propensión hacia el exterminio. Dejaremos para otro día las incontables guerras que los seres humanos han entablado entre ellos desde que se tiene recuerdo, o el hecho de que nuestra tasa histórica de asesinato intraespecífico sea atípicamente alta para un mamífero (aunque típica para un primate). Me refiero a que la matanza ha sido valorada positivamente en las culturas más diversas, incluso entronizada en el sentido último de la vida. Pensaremos en las llamadas guerras santas, pero más frecuente es el sacrificio ritual: no contentos con cazar otras especies hasta la extinción o con destruir sus hábitats para propósitos a veces peregrinos, los seres humanos han fabulado religiones cuyos dioses exigen matanzas adicionales, muertes extra que añadir a nuestra cuenta. Es posible que la mayoría de religiones de etnias humanas, por número, sean de esta clase. La excepción (por número) son las que predican la no violencia por principio hacia otras formas de vida sintiente, entre las cuales no encontramos a los dos credos que gozan de más seguidores en las últimas centurias.
Religiones diseñadas a la medida de un superdepredador... ¡Y culturas! Pues, en el ámbito secular, numerosos lugares y épocas han exaltado la caza, la batalla o el festín cárnico, a menudo como marcador de distinción social que admirar o emular. En contraste, el Sapiens del siglo XXI tiende a ser más modoso. En los países occidentales, por lo menos, se propaga un sentir muy diferente a la vieja celebración de las armas y los trofeos: una actitud más empática, emotiva, buenrollista. Esas sociedades siguen ejerciendo un fuerte impacto depredatorio sobre la biosfera, pero están pobladas por superdepredadores que no saben que son tales. Superlobos que —en virtud de la desconexión con las consecuencias de sus actos y modos de vida— se creen Bambi. Este barniz de civilización es fácilmente desprendible, pero cualquier intento encontrará fuertes resistencias. Cuando emerge algún testimonio o documento que pretende reflejar lo que está sucediendo, cómo nos comportamos con los otros terrícolas, rápidamente es tachado de “propaganda animalista”. No hablemos ya de proponer soluciones para un mundo donde el carnivorismo humano ha crecido hasta amenazar, no ya a la megafauna, sino al menos a un cuarto de todas las especies de vertebrados. ¡Guárdate tus ideologías!
Lo peligroso para nuestra autoimagen Disney es que grupos de científicos empiezan a adentrarse en este espinoso terreno. Un estudio realizado en el Parque Nacional Gran Kruger de Sudáfrica, publicado en Current Biology en 2023, nos da una cierta cura de realidad. Los investigadores instalaron cámaras en bebederos del parque durante la estación seca y reprodujeron varios sonidos por altavoces, todos al mismo volumen: sonidos de león, canto de pájaros, ruido de pistolas y perros de caza y conversaciones humanas en lenguas de la región (sin gritos). Sorprendentemente, eran las últimas las que más los hacían huir despavoridos de las valiosas fuentes de agua: 18 de las 19 especies analizadas abandonaban más los bebederos tras oír a humanos hablando que tras el rugido del león, a una velocidad un 40% mayor. ¿Y la especie restante? De ella no se obtuvieron muestras estadísticamente significativas (apenas 13 vídeos en un total de más de 15.000).
Alguno de los investigadores se asombraba de semejante temor en un parque que prohibió la caza hace décadas (aunque la caza furtiva no ha cesado del todo). Podríamos recordar en este punto que África es el continente que ha conservado más megafauna hasta el momento actual, y que eso puede deberse, en parte, a que su fauna ha evolucionado junto a los homininos y los conoce desde sus inicios. El terror es, quizá, atávico.
Pero lo comparten animales de todas las latitudes. Tejones en Gran Bretaña, alces en Suecia, pumas o venados de cola blanca en América... Todos huían más, en sus respectivos experimentos, de la voz humana que del sonido de perros o de sus depredadores naturales o recientemente extinguidos (adivinen por quién).
Según una interpretación popular de Hegel, la conciencia solo emerge en una dialéctica con la conciencia del otro. Si esto es así, la autocomprensión del ser humano debiera tener en cuenta su reflejo en las mentes de otras especies, aquellos que, cuando se les da “voz”, corren despavoridos de nosotros. Greta Thunberg también filosofaba cuando decía que somos afortunados por no haber conseguido todavía “hablar” con las ballenas, no fueran a darnos su opinión...
¿Existe una alternativa o será que los Homos sapiens, después de milenios aniquilando todo lo que se mueve —incluyendo periódicamente a otros Homo sapiens—, llevamos la carnicería en las venas? ¿Somos algo más, se preguntaba el periodista ecológico George Monbiot, que “diminutos monstruos de muerte y destrucción”? Ese 0,01 % de la biomasa planetaria que amenaza a todo lo demás... Antiguas tradiciones como el jainismo y el budismo nos muestran (en sus mejores momentos) que se puede vivir desde otros postulados. Merece la pena investigarlas, pues en la materia que nos ocupa están entre lo más valioso que ha destilado el ser humano en su historia. Otra forma de encajar en la biosfera es sin duda posible; cada nuevo paper publicado en este campo sugiere que es también urgente. Como señala el pensador Jorge Riechmann: “Ni ocho mil ni tres mil millones de Homo sapiens pueden comportarse como superdepredadores sin devastar la biosfera. Es ley de vida”. Habrá que generar otras leyes, que respeten las de la vida.
Nuevas propuestas van surgiendo lentamente, a menudo frente a un coro de risas bobas. La ecología más honda enfatiza una ética del cuidado, de la responsabilidad sobre la naturaleza, renunciando al espíritu extractivista-dominador y abrazando nuestra situación de ecodependencia. Visión que contrasta con representaciones anteriores de una naturaleza descarnada y temible; que es igualmente subjetiva, quizá, pues la naturaleza parece ser inclasificable para una mente por ella producida, pero que pretende compensar milenios de la actitud contraria. La mayor denominación cristiana ha abierto ya estas vías de reflexión (y no es la única). Por su parte, el movimiento social vegano, pionero en el ideal de “vivir sin explotación”, extenderá su atención a los animales humanos e incluso al “suelo del que todos dependemos para nuestra propia existencia”. Aunque hoy sea más conocido por su denuncia de los horrores a los que sometemos a los animales de granja, su visión fundacional es muy amplia. Su principal revista celebraba el décimo aniversario en 1954 con esta advertencia:
Hasta que no hayamos recuperado la “mitología perdida de la naturaleza”, hasta que no alertemos al espíritu del árbol que deseamos cortar, hasta que de hecho no mostremos un respeto completo por la existencia de la vasta e invisible esfera de vida cuyo desarrollo tiene lugar ante nuestros ojos en esa magnificente sucesión de las formas multitudinarias de la naturaleza, no asumiremos completamente nuestra herencia como “jardineros del planeta”.
El ser humano es un superdepredador. El mayor terror del reino animal no tiene colmillos de lobo, león o pantera, sino barbilampiño rostro humano. Tal es lo que sugieren diversos estudios que tratan de medir el impacto de la actividad humana en el reino animal. Un análisis de 2023 en Nature concluye que el ser humano depreda (mata o saca de la naturaleza para diferentes usos) una variedad de especies hasta 300 veces superior a la de depredadores comparables, poniendo en peligro a casi el 40% de ellas. Calcula que una de cada tres especies de vertebrados es depredada por el ser humano. Un artículo de 2015 en Science atribuye a la actividad cazadora y pesquera humana una tasa de depredación superior a la de especies comparables: matamos a los peces marinos a una ratio 14 veces mayor; a los mesocarnívoros, 4.3 veces más; y a los grandes carnívoros, 9.2 veces más (de lo que se matan entre ellos). Además, la preferencia general en los humanos son las presas adultas y sanas, las que tienen más posibilidades de reproducirse, en lugar de las débiles o juveniles, como prefieren otros depredadores, que respetan así el interés reproductivo de la especie. En otras palabras: no solo la depredación humana suele ser superior, sino que empuja hacia la extinción a las especies depredadas.
¿Cómo puede ser?, se preguntará el lector, que quizá no recuerda haber depredado a nadie. Tiene suerte, pues otros lo hacen en su lugar. Pero tenemos que irnos muy atrás para empezar a comprender este fenómeno.