No nos asustemos al contemplar la foto, por favor, y tampoco sintamos asco. Seguro que muchos de nosotros vimos la película El hombre elefante y que a ninguno nos causaron repugnancia, rechazo y aversión las terribles deformaciones de su rostro, sino que nuestra reacción fue todo lo contrario. La imagen de este cerdo-hombre debería excitar en nosotros los mismos mecanismos: compasión, probablemente tristeza y empatía, pero sobre todo, por encima de cualquier otro, reflexión.
Hace pocas semanas nació en China un cerdo con unos rasgos faciales fuera de lo común en su especie y lo cierto es que inquietantes. No habría servido para un anuncio de Campofrío o de Oscar Mayer con marranitos felices y sonrisa de lechón. Tampoco para ilustrar la fábula infantil de los tres cerditos ni para protagonizar la película de Universal Estudios con Babe, un chanchito valiente, astuto y taquillero. Muchos medios de comunicación lo calificaron de horripilante y monstruoso, su imagen se transformó en viral en las redes y su dueño lloró cuando el animal murió al poco tiempo de nacer. Pero no fue de pena, sus lágrimas eran de lucro cesante.
Una cerda propiedad del granjero Tao Lu parió en la ciudad de Nannig diecinueve lechoncitos que el humano iba contando y sumando en su activo con un debe de carne doliente y un haber de yenes previstos tras la agonía final. Sin embargo, en el último momento se le atragantaron las cuentas. No sabía si era un despiste del dios Baosheng Dadi o una broma de la diosa Zhusheng Niangniang, el caso es que ocurrió lo inimaginable, pero Tao Lu pronto transformó su asombro en cálculo y su desconsuelo en alegría: lo que era demasiado horrible para comer resultaba hermosamente perfecto para exhibir. ¿No hace lo mismo hoy en día la industria alimentaria en un ejercicio de marketing? Da igual que sea una multinacional mostrando vacas libres y felices o corderitos retozando y jugando entre ellos, que el carnicero de la esquina exhibiendo en su vitrina un cochinillo entero sobre una bandeja, con un gorro de cocinero en la cabeza, un cucharon en una pezuña y un trinchador en la otra, sólo que esta vez no eran necesarios Photoshop ni atrezzo. A este granjero la naturaleza le hizo todo el trabajo.
Yo tuve un jefe, algo prepotente, al que le gustaba sentenciar: “unas cuentas echa el borracho y otras el tabernero”. Pues justamente eso le ocurrió a este chino, al que se le pusieron los ojos como los de un camaleón al ver a aquel cerdito: una suerte de cuento de la lechera pero en versión oriental. Aquella pobre criatura murió muy pronto y todas las ofertas de compra que le habían realizado por un animal que a esas horas era una celebrity en las redes sociales se quedaron en nada.
No sé si Tao Lu lo maldijo después de muerto y escupió sobre su cadáver contrahecho, pero de lo que estoy seguro es de que de no sintió ni un poco de lástima por él (por el cerdo, quiero decir). Estas son sus declaraciones: “Es una pena que muriera, yo podría haber conseguido más dinero por él que por todo el resto de la familia teniendo en cuenta el dinero que la gente me estaba ofreciendo por teléfono”, y añadía que tenía la intención de poner al cerdo en exhibición para atraer visitantes. Toda su aflicción fue por sí mismo ante los trozos del cantarito rosado, feo y roto.
La verdad es que no creo en eso del karma, ni en la justicia divina, y demasiadas veces tampoco lo hago en la humana. Tengo la impresión de que quien a hierro mata a menudo entre cuidados intensivos muere (se me ocurren Pinochet o Franco, como ejemplos fáciles de entender), pero sí me parece que para algunas cosas la ocasión no la pintan calva por detrás y si no la agarras por delante cuando se acerca no habrá pelos de los que cogerla cuando se aleje. Pienso que disponemos de muchas oportunidades para curar la ceguera ética, ponerle retinas al corazón, corneas al cerebro y propósitos al alma, pero claro, para eso hay que tener alma, o sea, sensibilidad, quiero decir, generosidad, me refiero a inteligencia y empatía. Quizás estoy hablando de El Dorado de la Justicia, de la Fuente de la Eterna Equidad, del Santo Grial de la Compasión. Posiblemente me caí en el Pozo de las Utopías.
Pienso en cuando vamos a Segovia con la familia a meternos entre pecho y espalda un cochinillo asado en el Mesón Cándido (yo lo hice, años ha), cuando en Nochebuena transformamos nuestro comedor en una sala de autopsias, nuestro estómago en una tumba (los míos también lo fueron), y a nuestros hijos, primos, cuñados, hermanos y padres en degustadores del padecimiento que su dinero pagó (nada como comer cuerpos que chillaron, lloraron, sangraron y agonizaron sin escuchar, mancharnos de sangre ni contemplar lo incómodo), me pregunto: ¿habríamos sido capaces de poner encima de nuestro mantel a este pequeño cerdo con un rostro deforme que recordaba al de un humano?
Sé que la respuesta es “no”, su fealdad nos hubiera provocado arcadas y el apetito se hubiese transformado en asco y hasta en indignación. Nos habrían aborrecido por desagradables y crueles. Y es curioso, porque el sufrimiento de ese cerdito no sería ni menor ni mayor que el de sus dieciocho hermanos, y a ellos ese cuñado que cada navidad tenemos que invitar aunque cada diciembre lo soportamos menos se los habría zampado sin el menor reparo. Y nosotros también. Es todo una cuestión de fealdad externa a falta de capacidad o ganas para comprender las emociones internas. Pasa exactamente lo mismo, pero al revés, cuando a tan pocos les repugna el rostro, común, puede que a veces hasta agradable, de personas que hacen de la tortura o de su defensa negocio, necesidad, diversión, educación y ley. Si nos asomamos a su interior la monstruosidad no adquiere forma de bocas impensables, ojos a medio terminar o pieles grimosas, lo desfigurado son los valores y eso, cuando conduce a conductas espantosas, es lo que realmente aterra. Pero en una sociedad con tantas dioptrías en la empatía, en la compasión y la justicia, basta con que la perversión moral se esconda un poco detrás de la corrección formal para que pase desapercibida o se mimetice con lo adecuado.
Da lo mismo que no tengan cara de humano, que no hablen juntando monemas y no enlacen sus sonidos atendiendo a nuestras gramáticas. No importa si no se quejan igual, incluso si no lo hacen, que no expresen la alegría ni el dolor como nosotros. No es el asunto si un toro llora como un hombre o si un cerdo tiene cara de bebé. El antropoformismo no otorga la exclusividad del sufrimiento, pero es el antropocentrismo quien no deja de provocarlo en otras especies. Hay unas palabras del filósofo Jeremy Bentham que explican en un par de líneas lo que yo sería incapaz de transmitir en cien: “¿Qué es eso que debe dibujar la línea insuperable? La pregunta no es ¿pueden razonar? ni ¿pueden hablar?, sino ¿pueden sufrir?”.
Seguramente, después de lo ocurrido, Tao Lu no va a dejar de criar cerdos para ponerse a cultivar remolacha. Tampoco todos los que ofrecieron dinero a este hombre para comprarle ese cerdo mientras vivía o todos los que se lo habrían comido van a ser capaces de establecer la relación entre un cerdo con cara de hombre y el sufrimiento que se oculta tras sus ojos, sean estos más humanos o más porcinos.
La panceta es la panceta y el resto sólo es un Trending Topic en Twitter. Que esas oportunidades que curan la ceguera hoy en día sean a veces universales e inmediatas gracias a las redes sociales no quiere decir que hayamos logrado socializar la identificación con el sistema nervioso de las demás especies, a veces ni con el de la nuestra. En España se mata cada año unos cuarenta millones de cerdos, y en China más de cuatrocientos millones en ese mismo periodo de tiempo, pero supongo que el dato no conmueve. ¿Y si ahora digo que en el país oriental se sacrifica en ese tiempo unos diez millones de perros para el consumo de su carne? Eso es más difícil de asumir y aceptar. Es lo que ocurre cuando mientras leemos este texto vemos de reojo a nuestro hijo jugar sobre la alfombra con nuestro querido Golfo, algo muy diferente en forma pero similar en consecuencia cuando tenemos delante a un lechoncito con rasgos humanoides: seríamos absolutamente incapaces de comernos a nuestro perro y a esa criatura que nos haría sentirnos caníbales.
Pues el resto, señoras y señores, sea cual sea su especie o su fisonomía o nuestra cultura, sufre exactamente igual, pero todavía estamos en ese periodo de la Historia en el que el ser humano, unos cuantos, van siendo capaces de establecer la relación entre alanceamiento de un toro en Tordesillas y brutalidad, entre matanza de focas en Canadá y ensañamiento, o entre arrancado en vivo de cuernos y colmillos a rinocerontes y elefantes y crimen, pero no más allá.
Supongo que la alimentación es el último escalón de un nivel de conexión que yo no veré y dudo mucho que lo vea nuestra especie. Pero con independencia de lo conseguido y también de lo probable, lo cierto es que ya Plutarco o Leonardo da Vinci sabían de las derivaciones morales -para nosotros-, y del padecimiento físico y psíquico -para ellos- de comernos a los animales de otras especies. Hoy en día también conocemos la falta de efectos negativos que para la salud tiene el no hacerlo, pero el dueño de la empresa alimentaria y el consumidor abrazan su negocio y su paladar en un lugar común que limita al norte con degeneración cerebral por falta de proteínas de origen animal, al sur con la rotura de huesos por la carencia de leche de vaca, al este con el “somos omnívoros, hay que comer de todo” y al oeste con el “se crían para eso”. Por techo, la dieta mediterránea y bajo nuestros pies, un “ellos también se comen los unos a los otros”.
Yo no soy nadie para decirle a alguien si tiene o no que comer o vestirse con animales o productos derivados de su explotación, esa es una decisión libre y personal, pero, como aun no siendo nadie uno solo de mis derechos fundamentales abulta más que todos los de los aproximadamente mil millones de cerdos que se sacrifican al año en el planeta para su consumo, poseo el de expresarme públicamente. A ellos sólo les queda la obligación de sufrir y morir. Que cada uno escoja ver o no hacerlo y pensar o no en dicha realidad, no menos existente por intencionadamente oculta hasta que llega a expositores y escaparates, ya tan silenciosa y con un aspecto tan inmaculado y diferente que no hay estímulos que hagan imaginar cómo pudo ser el pasado de aquellos restos cuando formaban parte de un cuerpo vivo y con capacidad para sentir, como nosotros.
En el Londres de siglo XIX la ignorancia declaró a Joseph Merrick, el hombre elefante, un retrasado mental, a pesar de quedar demostrado que su inteligencia era superior a la media; la perversidad lo empujó a ferias y circos para ser exhibido entre el espanto, el asombro y las carcajadas de los espectadores; y la brutalidad hizo que ese ser dulce de carácter y educado fuese apaleado en varias ocasiones porque para sus agresores no era más que una bestia.
En la Tierra del siglo XXI los cerdos siguen siendo considerados paradigmas de la suciedad, un embuste, pues en libertad es un animal limpio que deposita sus excrementos a muchos metros de donde duerme. Se nos presenta como un animal estúpido, sólo preocupado en alimentarse, cuando ha quedado científicamente probado que son criaturas sinceras, sensibles y con unas capacidades cognitivas mayores a las de un niño de tres años. Juegan entre ellos, lo hacen con perros y también con humanos. Les encanta que les rasquen y muestran una profunda ternura. Pero venderlos como la carne de un animal idiota, agresivo y apestoso o exhibirlos como monstruos es mucho más lucrativo para el bolsillo y analgésico para la conciencia.
No, no nos asustemos de la foto, hagámoslo de nuestra hipocresía y de nuestros actos.
Y callaré en este instante, prefiero hacerlo para que hablen las imágenes. Han sido rodadas por la asociación Igualdad Animal y ya advierto de que ninguno de los cerdos que en ellas aparecen es como el de Tao Lu, no exhiben un rostro que evoque de ese modo al de un humano, así que podemos contemplarlas con tranquilidad. En este vídeo de investigación sólo salen cerdos con cara de cerdo, como los que servimos en nuestras mesas, cortamos en nuestros platos y masticamos en nuestras bocas.