Opinión y blogs

Sobre este blog

Daños en la naturaleza: ciencia y ética de la gestión ambiental

Catia Faria

En un artículo anterior, 'Heridos, hambrientos, ateridos: ayudando a los animales en la naturaleza', defendí que abandonar el especismo no implica solamente dejar de causar daño a los animales, sino también ayudar a todos aquellos que se encuentren en situación de necesidad, siempre que podamos, tal y como lo hacemos cuando se trata de seres humanos. Tal es, argumenté, el caso de los animales que viven en la naturaleza.

La discrepancia

En un artículo de respuesta de Ciencia Crítica, sus autores comparten mi rechazo de una visión idílica de la naturaleza. Sin embargo, sostienen, del reconocimiento del sufrimiento y la muerte predominantes en la naturaleza no se siguen las mismas recomendaciones en cuanto a cómo hemos de actuar. Esto muestra, de partida, que nuestra discrepancia no es científica, sino claramente moral. Es decir, se hacen diferentes valoraciones morales de los mismos hechos empíricos. Esto no debería sorprendernos, ya que los autores se declaran explícitamente ecologistas (además de ecólogos).

Es importante remarcar aquí la distinción fundamental entre la ciencia de la ecología y el ecologismo. La ciencia de la ecología es una ciencia descriptiva sobre las relaciones biológicas que se dan en el seno de los ecosistemas. El ecologismo, en cambio, es una posición moral sobre cómo debe ser nuestra interacción con el entorno natural dados ciertos valores a conservar. No es cierto, pues, al contrario de lo que se sugiere en el artículo de Ciencia Crítica, que sólo quienes defienden una posición ecologista se toman en serio los datos de las ciencias empíricas, en particular, de la ciencia de la ecología. Desde una posición contraria al especismo lo hacemos igualmente. La estudiamos y nos informamos de ella, reconociendo esto como requisito necesario a todo debate racional.

La discrepancia entre ambas posiciones se da, al contrario, en el plano estrictamente moral. Desde una posición antiespecista los intereses de todos los animales sintientes nos dan razones para actuar en la prevención de los daños que puedan sufrir. En cambio, desde una posición ecologista los intereses de los animales sintientes están subordinados a la preservación de otros valores, en particular a evitar cambios notables en los ecosistemas, o a preservar ciertas especies o la biodiversidad. Esto es así porque para el ecologismo las entidades moralmente considerables (merecedoras de respeto) no son los individuos sintientes, sino mayoritariamente los ecosistemas o las especies en su conjunto. O, por lo menos, los primeros lo son en menor medida que los segundos. Esto es algo que los autores indican claramente en su texto.

A nivel práctico, ello implicará que siempre que haya un conflicto entre intereses de individuos sintientes no humanos y la preservación de los valores ecologistas mencionados, antiespecismo y ecologismo van a mantener posiciones irreconciliables. Mientras el antiespecismo se opondrá a aquellas intervenciones que supongan la muerte y el sufrimiento de todos aquellos animales que puedan disfrutar de sus vidas (humanos y no humanos), el ecologismo estará dispuesto a aceptarlas y a defenderlas. Siempre y cuando (i) eso promueva la estabilidad de los ecosistemas, la conservación de las especies o de la biodiversidad y (ii) los individuos afectados por esas intervenciones no sean seres humanos.

Este segundo punto resulta fundamental. Las consecuencias que se derivarían de sacrificar a seres humanos para la promoción de aquellos valores, tal y como se hace con animales de otras especies, harían del ecologismo una posición altamente implausible a los ojos de la mayoría de la gente. Esto muestra claramente cómo las posiciones ecologistas terminan por sucumbir al especismo. Es decir, rehúsan promover los valores ecologistas cuando eso frustra los intereses en no sufrir y en vivir de los seres humanos, pero admiten hacerlo cuando se trata de intereses similares de no humanos. Desde una posición antiespecista, esto es, por supuesto, inaceptable.

La arbitrariedad

A lo largo del artículo se defiende que las prácticas de gestión ambiental que suponen causar daño a los animales en la naturaleza no son arbitrarias, sino “fundamentadas en un conocimiento ecológico actualizado”. Esto pretende contestar a la siguiente objeción, formulada en mi anterior artículo:

“[L]a intensidad del sufrimiento de un individuo no depende del tamaño poblacional de su especie ni de los riesgos que suponga para otros seres sintientes. Así que no parece que existan razones que no sean arbitrarias para excluir a la mayoría de los animales de ser ayudados de esta forma y hacerlo cada vez que esté en nuestro poder prevenir o aliviar los daños que padecen”.

Sin embargo, se incurre aquí en una confusión. La arbitrariedad a la que hago referencia no tiene que ver con la base científica empleada, sino con los fines morales perseguidos. Partiendo de la misma base científica podemos emplearla para buscar lo que es mejor para los animales o para conseguir otros fines distintos, como la conservación de ciertas especies. Lo arbitrario, tal y como defendí antes, es no tener en consideración a los animales sintientes de otras especies que no sean la humana. La base científica de una intervención en la naturaleza puede ser intachable y en absoluto basarse en criterios gratuitos, pero el fin buscado mediante su aplicación puede ser arbitrario.

Podemos explicar por qué disminuir una gran parte de la población humana tendría efectos positivos en la conservación de los ecosistemas pero eso nada nos dirá sobre la justificación de su erradicación masiva. Del mismo modo, podemos explicar la muerte de jabalíes en el Parque de Collserola apelando a razones de control poblacional. Podemos explicar la erradicación de las malvasías canela como forma de preservar las malvasías cabeciblanca autóctonas. Pero justificar estas prácticas exigirá mostrar que la conservación de las especies, de la biodiversidad o de los ecosistemas es moralmente relevante y que pesa más que los intereses fundamentales en no sufrir y disfrutar de sus vidas de los individuos afectados.

Para no caer víctima del especismo, será necesario mostrar la existencia de una diferencia moralmente relevante entre animales humanos y no humanos tal que permita tratar de forma desigual sus intereses. Pero, como expliqué en el artículo original, no hay ninguna característica moralmente relevante que todos los humanos cumplan y que ningún animal posea que permita establecer esa diferencia. Esto implica que la consideración desigual de intereses similares de humanos y no humanos está moralmente injustificada y que cualquier posición que la asuma lo estará también. Además, la analogía con el caso humano y sus consecuencias inaceptables pone de manifiesto que lo moralmente relevante a la hora de decidir cómo actuar no es, en realidad, la preservación de los ecosistemas o de las especies. Lo que sí es relevante son los intereses en no sufrir y en disfrutar de los individuos, que se pueden ver frustrados bien por la acción humana, o bien por eventos naturales. Y, ambos, humanos y no humanos, poseen tales intereses.

Es, por este motivo, arbitrario intervenir en la naturaleza con fines ecologistas de maneras que dañan enormemente a otros animales sintientes cuando nunca lo haríamos si los afectados y afectadas fuesen humanos, incluso si ello fuera también necesario para obtener esos fines. Del mismo modo, es arbitrario intervenir en la naturaleza para ayudar a seres humanos pero no hacerlo cuando los beneficiarios son animales no humanos. Estas prácticas de gestión ambiental promovidas desde el ecologismo sí se basan, pues, en una arbitrariedad moral. La arbitrariedad que supone poner fines ecologistas por encima de los intereses de los animales no humanos cuando jamás se pondrían por encima de intereses humanos similares.

¿Son las intervenciones ecologistas valiosas para los animales?

El argumento central del artículo de Ciencia Crítica pretende ir más allá de la defensa de objetivos ecologistas. Sostiene que las prácticas habituales de gestión ambiental, aunque atenten contra los intereses de algunos animales, son, en realidad, favorables para la mayoría. Según los autores, la preservación de los ecosistemas, de las especies o de la biodiversidad, tiene un valor instrumental para la disminución del sufrimiento en la naturaleza.

Esto, sin embargo, está lejos de ser verdad. Consideremos el célebre caso de la llamada “especie invasora” de malvasías canela en España. Las malvasías canela (introducidas por el ser humano) coexisten con las autóctonas malvasías cabeciblanca y desempeñan funciones ecológicas similares. Sin embargo, se recomienda la erradicación de las primeras como forma de impedir la hibridación y así conservar los rasgos de la segunda. Evidentemente, en este caso, la preservación de la biodiversidad no tiene un valor instrumental para las vidas de los animales, ya que muchos animales son dañados y ninguno se ve favorecido por la intervención. Alguien podría pensar que la especie malvasía cabeciblanca se ve, en sí, beneficiada. Sin embargo, las especies son entidades abstractas no conscientes que no pueden verse beneficiadas ni dañadas en ningún sentido que no sea el puramente metafórico. Sólo los individuos sintientes, con la capacidad para sufrir y disfrutar, pueden ser beneficiados o dañados por lo que les ocurre. Lo que aquí se busca es conservar la biodiversidad como un valor en sí mismo, independientemente de los daños o beneficios que de ello se deriven para las vidas de los animales sintientes.

Consideremos ahora el caso de los depredadores clave (keystone predators) cuya presencia es, según los autores, indispensable para reducir el sufrimiento neto en la naturaleza. La idea es que la extinción de estos depredadores tendría efectos potencialmente desastrosos en el equilibrio del ecosistema, lo que a su vez causaría un gran daño a los animales sintientes que allí habitan. Esto llevaría a una superpoblación de herbívoros y así se generaría un mayor sufrimiento y muerte por inanición y enfermedades asociadas.

En primer lugar, no está claro que la depredación y la ecología del miedo como factor limitante de una población implique menos sufrimiento que la disponibilidad de recursos. Pero, sobre todo, el escenario planteado sólo parece inevitable en el actual modelo de gestión ambiental, caracterizado por no estar centrado en la satisfacción de los intereses de todos los animales. Incluso asumiendo que tales consecuencias fuesen esperables, se trata de sufrimiento que se puede prevenir o mitigar. Por ejemplo, utilizando mecanismos para el control poblacional de los herbívoros que no implicasen su muerte, como la esterilización y la contracepción. O proporcionándoles alimento cuando sea necesario. Este es, de hecho, el esfuerzo de gestión mínimo que exigiríamos si se tratara de seres humanos. Así, es falso que la muerte de herbívoros sea instrumentalmente necesaria para reducir el sufrimiento en la naturaleza. Como hemos visto, hay otras formas de hacerlo que implican un nivel de sufrimiento y muerte menores.

La consideración moral de los invertebrados

Los autores introducen el siguiente argumento por reducción al absurdo contra el antiespecismo. Afirman que una gestión ambiental ética, centrada en la consideración de los intereses de todos los animales implicaría satisfacer también los intereses de los animales invertebrados sintientes, entre ellos, por ejemplo, los nematodos. Dado que, dicen, esto es absurdo, “el sentido común” nos dice que el antiespecismo ha de ser incorrecto. De hecho, añaden, los autodenominados antiespecistas no lo son verdaderamente, ya que desconsideran de forma injustificada a los animales invertebrados frente a los restantes animales.

Ante todo, es falso que a los antiespecistas no nos importen los animales invertebrados. Para el antiespecismo todos los animales con la capacidad de sufrir y disfrutar satisfacen las condiciones necesarias y suficientes para tener intereses moralmente relevantes que deben ser tenidos en cuenta, incluyendo aquellos invertebrados sintientes (no todos lo son). No queda claro, sin embargo, dada la evidencia disponible, que ése sea precisamente el caso de los nematodos. No obstante, sí está claro que algunos invertebrados son sintientes y hay una probabilidad alta de que muchos otros lo sean también. Dado el número elevado de animales invertebrados en el mundo, esto debería hacernos reflexionar de forma pausada, en vez de descartar sin más el problema apelando al sentido común. Actuar éticamente ha requerido a menudo romper con el sentido común: nuestra oposición en la actualidad a injusticias ampliamente aceptadas en el pasado es una muestra de ello. El antiespecismo no es una excepción.

Pero con respecto al caso presentado por los autores, asumamos, por simplificar, que no se trata de nematodos sino de otros animales invertebrados que sí parece que son sintientes, como las abejas. Supongamos que tuviésemos los medios técnicos para desparasitar sin grandes costes a toda una población de abejas en un ecosistema dado. Alguien podría decir, quizás, que no tenemos tales medios, pero esa no sería la cuestión que aquí estamos discutiendo. Tampoco tenemos los medios para acabar con el cáncer, el SIDA, el Ébola y otras enfermedades mortales para los seres humanos. Sin embargo, tenemos claro que si los tuviésemos los emplearíamos para salvar vidas humanas. La cuestión radica en que en el momento en el que sea posible actuar en beneficio de los invertebrados no habría motivo para rehusar hacerlo. Siempre y cuando, como en los casos anteriores, ello sea posible sin causar un mal mayor. En definitiva, nuestra resistencia a tener en cuenta los intereses de los invertebrados obedece a una mera dificultad práctica de atender esos intereses y no a la falta de razones morales para llevar a cabo las intervenciones que lo harían posible.

En general, dado nuestro conocimiento científico y tecnológico actual, no disponemos de los medios para atender los intereses de la mayoría de los animales sintientes que viven en la naturaleza. Pero eso no significa que no haya que tenerlos en consideración. Lo que implica es, por una parte, abstenerse de todas aquellas acciones que, en vez de reducir el sufrimiento en la naturaleza, lo incrementan, como ocurre, por ejemplo, con la matanza de malvasías canela. Por otra parte, implica intervenir beneficiando a los animales que viven en la naturaleza, siempre que ello sea viable, como sucede ya en muchos casos. Esto se deberá llevar a cabo de forma prudente, sin que intervenir suponga un daño mayor que el que se pretende evitar o mitigar. Pero este es un debate práctico que apunta, eso sí, a la necesidad de continuar investigando sobre cómo beneficiar a los animales, e intervenir en el futuro de manera más eficiente.

Una vez estemos de acuerdo en el plano moral, sólo es cuestión de tiempo hasta que la implementación de la justicia entre especies pase de ser la aspiración de unas pocas a la realidad para todos los seres sintientes.

En un artículo anterior, 'Heridos, hambrientos, ateridos: ayudando a los animales en la naturaleza', defendí que abandonar el especismo no implica solamente dejar de causar daño a los animales, sino también ayudar a todos aquellos que se encuentren en situación de necesidad, siempre que podamos, tal y como lo hacemos cuando se trata de seres humanos. Tal es, argumenté, el caso de los animales que viven en la naturaleza.

La discrepancia