En los últimos años diversos libros y publicaciones científicas están proponiendo iniciar un debate sobre la idea de “especie exótica invasora”. Libros como The New Wild. Why invasive species will be nature’s salvation, de Fred Pearce, y que ha inspirado el título del presente texto; ¿De dónde son los camellos? Creencias y verdades sobre las especies invasoras, de Ken Thompson; The Next Great Migration. The beauty and terror of life on the move, de la periodista científica Sonia Shah; o el artículo “Don’t judge species on their origins”, firmado por 19 científicos y publicado en Nature, nos invitan a reflexionar al respecto.
Entre las multitudes de ideas preconcebidas a su parecer, estos autores cuestionan el uso de las categorías de invasión o autoctonía para clasificar a los animales como “malos” o “buenos” para los ecosistemas, advirtiendo que estos términos pueden resultar perjudiciales para entender lo que está pasando en un planeta completamente alterado por la acción humana. Así, aunque las especies autóctonas también se desplazan con frecuencia, sus movimientos no son considerados como invasiones por mucho impacto que tengan (en ese caso, nuestra especie las considera superpoblación y también son objeto de persecución y muerte). Y al contrario, las especies alóctonas consideradas invasoras son “siempre” causantes de grandes desastres, ignorando cualquier posible impacto beneficioso. En opinión de los autores, esta forma de análisis carece de rigor científico y pondría en evidencia el conservadurismo del conservacionismo en general.
Sin pretender realizar un análisis exhaustivo, incluimos algunas de las ideas fundamentales del libro de Ken Thompson, biólogo y ecólogo de profesión. El libro incluye el capítulo Notas, en las que el autor ofrece las fuentes de datos y explicaciones específicas que aparecen en cada capítulo. En los Agradecimientos, Thompson recalca que el libro no podría haberse escrito sin el arduo trabajo de cientos de científicos, incluyendo el de aquellos con los que no coincide por completo. Su conclusión es que una gran parte de lo que se considera biología de invasiones es exageración poco fundada, constatando que el conocimiento que se tiene de “lo nativo” no es tan bueno como la mayoría de la gente cree.
La primera duda que plantea el libro va directa al meollo de uno de los principales planteamientos aceptados sin discusión por la mayoría de la comunidad científica y, en consecuencia, por las instituciones, los medios de comunicación y la sociedad en general: las especies exóticas consideradas invasoras son una de las principales causantes de la pérdida de biodiversidad. No obstante, el autor reflexiona: si la mayoría de especies en peligro se enfrentan a más de una amenaza, ¿son las especies exóticas una de las causas principales del declive de otras nativas, o se limitan a ocupar los huecos dejados por los efectos de la contaminación, el cambio climático y la degradación del hábitat, en un viaje iniciático para estas especies provocado por el comportamiento de la especie humana? Las siguientes preguntas que el autor plantea, a las que procura dar respuestas, a veces incómodas, son: ¿deben preocuparnos las especies foráneas? y, en caso afirmativo, ¿en qué medida? ¿Cuánto hay de verdad en las historias de terror sobre “invasiones de especies foráneas” que oímos a diario? ¿Hasta qué punto conocemos bien la biología de las invasiones de especies ajenas? ¿De verdad hay alguna diferencia esencial entre esas invasiones y el avance y repliegue habituales de las especies originarias? ¿Sabemos siempre qué es originario de un lugar y qué no lo es? ¿Qué efectividad tenemos en el control o la erradicación de especies foráneas? ¿Es cierto que las especies exóticas causan tantos problemas como pensamos? ¿No será que la mayoría se limita más bien a desenvolverse como mejor puede en medio del embrollo creado por la especie más peligrosa de todas, el Homo sapiens?¿Es posible que nuestro miedo a las especies invasoras obstaculice la conservación de la biodiversidad y, sobre todo, la respuesta a las amenazas del cambio climático?
Junto a todas estas cuestiones hay otra no menos importante: el dinero destinado a la conservación. Siendo que los fondos para la investigación científica son escasos, hay una tendencia comprensible a forzar la apertura de la bolsa del dinero presentando lo ajeno como una suerte de amenaza existencial para la vida. Si, además, lo que se está amenazando realmente es una actividad económica relacionada con la biodiversidad local, ya tenemos el titular de prensa asegurado, y a la ciudadanía convencida, para destinar grandes sumas de dinero a intentar eliminar al “invasor”, reflexiona el autor.
A través de multitud de ejemplos, el libro señala las cantidades millonarias de dinero que se han destinado a un intento de erradicación de especies exóticas invasoras, y lo infructuoso de dicho gasto. En relación al título, Thomson pone en cuestión las creencias del lector: los camélidos aparecieron en América del Norte hace unos 40 millones de años; muchísimo más tarde, los camellos llegaron a América del Sur y a Asia, a través del estrecho de Bering, transformado en tierra firme varias veces durante las cercanas glaciaciones del Pleistoceno; sus descendientes asiáticos actuales son los dromedarios del norte de África y del sudoeste de Asia; los sudamericanos son las llamas, alpacas, guanacos y vicuñas; y, atención, los únicos dromedarios verdaderamente salvajes residen en Australia.
En la actualidad, y a nivel global, cuantas más especies desplazamos por todo el planeta, ya sea de manera deliberada o fortuita, más se acerca la Tierra al estado en el que se encontraba 300 millones de años atrás, cuando toda tierra firme era una única superficie sólida. Nos parecemos cada vez más a Pangea, porque el traslado de especies por doquier es equivalente a la fusión de todas las masas continentales que en su día se separaron en los continentes que hoy conocemos. De esta manera, la especie humana está eliminando las barreras que suponen los continentes y que, antaño, dificultaban la dispersión e impedían, dice el autor a modo de chascarrillo, que los canguros se encontraran con los camellos.
Otra idea provocadora que apunta el libro es que este desplazamiento “por doquier” podría incrementar la biodiversidad local y tener poco o ningún efecto sobre la biodiversidad global. También cuestiona la asentada visión del mundo basada en nichos ecológicos. A modo de autocrítica, el autor constata que los científicos han demostrado una incapacidad para descifrar por qué unos invasores triunfan más que otros: si aceptáramos que buena parte del éxito de unos frente a otros podría deberse al comportamiento de nuestra especie, tendríamos muchas más herramientas para embarcarnos en el intento de controlar especies exóticas invasoras.
El libro pone en cuestión también las decisiones políticas: se toman decisiones como si los ecólogos comprendieran absolutamente el funcionamiento de los ecosistemas y como si pudieran predecir su comportamiento futuro. Pero el reloj ya no puede retroceder hasta un pasado previo a las invasiones. Y los ecólogos y conservadores deberían quitarse los prejuicios y observar a estas especies viajeras supervivientes con miradas renovadas: la teoría apunta a que los alóctonos invasores, con poblaciones de expansión rápida y que suelen partir de una dotación genética inusual y depauperada, tienen muchas posibilidades de sufrir una evolución especialmente veloz. En ocasiones la evolución, unida a la hibridación, conduce con rapidez a una especie nueva a todos los efectos. Y tampoco la comunidad invadida permanece invariable, sino que evoluciona a su vez como respuesta a las invasiones. Esto no sería más que la punta del iceberg, dado que los invasores lo modifican todo dentro de un ecosistema, incluidas bacterias, hongos, nematodos y otros animales del suelo en los que apenas reparamos. No notamos estos cambios debido en parte a que no miramos, pero también a que no teníamos mucha idea de cuál era el estado anterior a la invasión. Por tanto, es difícil concebir, siquiera en teoría, que nuestra intervención pueda revertir hasta alcanzar algún estado “prístino” anterior, aunque se ignore el hecho de que ese estado es en gran medida un invento de nuestra imaginación colectiva.
En el capítulo “Cinco mitos sobre invasiones”, el libro desmenuza y pone en tela de juicio las siguientes premisas, fuertemente asentadas a día de hoy: 1) Las invasiones de alóctonos merman la biodiversidad y las funciones del ecosistema; 2) Las especies alóctonas nos cuestan una fortuna; 3) La culpa siempre es de los alóctonos; 4) Los alóctonos nos la tienen jurada; 5) Los forasteros son malos, los nativos son buenos.
Después de todas estas reflexiones, cualquier iniciativa para controlar especies alóctonas se debería llevar a cabo con los ojos bien abiertos: estar seguros, a partir de un análisis sincero y objetivo de los mejores datos disponibles sobre su impacto positivo y negativo, de que causan un perjuicio neto. Habría que cerciorarse de que la propia especie alóctona es el problema y no un mero síntoma de un problema medioambiental subyacente. Tampoco deberíamos jugar con las definiciones de “nativo” y “foráneo” para hacerlas concordar con nuestros prejuicios. Por último, se debería tener una certeza razonable de que los beneficios del control superarán a los costes del mismo, teniendo en cuenta que los gastos de control podrían prolongarse indefinidamente.
“No hay marcha atrás” es el título de otro de sus capítulos. El mundo no ha parado de cambiar con el asentamiento de miles de especies introducidas. La erradicación, salvo en una minoría minúscula de casos (sobre todo islas pequeñas), no está constituyendo una opción realista. Por otro lado, al mismo tiempo que dispersamos cantidades sin precedentes de especies, tornamos esa dispersión cada vez más necesaria, dada la destrucción y fragmentación de los hábitats naturales y la emergencia climática, que obligará a que todo se desplace, antes o después. Así, en un planeta formado en su mayoría por cultivos, ciudades y carreteras, y ante la emergencia climática, se vuelve absurdo culpar a las especies alóctonas consideradas invasoras de una situación planetaria tan lamentable.
Hasta aquí el análisis del libro, que espero haya servido para aportar nuevos puntos de vista científicos y para animar a seguir leyendo al respecto. Aprovecho estas líneas para explicar que recientemente estuve en una jornada de diálogo entre conservacionistas y animalistas, organizada por la Federación DEAN de Cantabria. Recogiendo el espíritu de ese formidable encuentro, y más allá de etiquetas que a veces nos autoimponemos, animo a que sigamos dialogando en unos tiempos de colapso planetario en los que las recetas conocidas ya no sirven. Necesitamos nuevas recetas que condimenten la ciencia con una ética práctica, de forma que obtengamos nuevas prácticas científicas respetuosas con el resto de especies.