“Se necesita valor para escribir en España”, afirma en uno de sus artículos Eugenio Noel. En su caso, hay que ponderar ese valor por partida doble. Por un lado, su persistencia y su vocación lograron vencer el muro que le imponía su origen social, muy humilde, una barrera para cualquiera que quisiera dedicarse a las letras en la España de hace un siglo. Por otro, su posición claramente antitaurina le granjeó no pocas enemistades y un ataque frontal a su obra de la mano de los ensayistas y críticos defensores de la mal llamada “fiesta nacional”, como Rosario Cambria. Reducían la postura de Noel hacia los toros, su crítica lúcida, a la supuesta envidia que sentía hacia los toreros, entonces figuras ineludibles de la España de pandereta que criticaba Machado. Algo parecido, por cierto, a lo que le ocurría al mismísimo Unamuno, en quien Noel encontró un apoyo intelectual. Ambos criticaron el 'pan y toros' de la sociedad de entonces. Mientras el pueblo se mantenía ocupado con las hazañas de Belmonte en el ruedo, no se hablaba de la guerra, de la miseria o del atraso ancestral de la España que bosteza.
Ha pasado un siglo desde que Noel escribiera estos artículos y algunas cosas han cambiado y no han cambiado en nuestro país respecto a los toros. Es verdad que muchas plazas siguen abiertas, que pervive cierta afición, que los periódicos y televisiones (salvo honrosas excepciones) siguen dando cuenta de la matanza sanguinaria y desigual de los toros, que los toreros y sus romances ocupan espacios en los programas de cotilleo y en la televisión basura. Pero lo cierto es que muchas de esas plazas no sobrevivirían sin la ayuda pública, como ocurre con la de Cáceres, y la mayoría está en la ruina. El mundo del toreo aguanta y mantiene sus privilegios porque está sobrerrepresentado y apoyado desde algunas élites. Si hiciéramos una encuesta en la calle no creo que muchas personas fueran capaces de dar el nombre de un torero de renombre. Por suerte, los toros han dejado de formar parte de nuestra vida cotidiana y la desconexión con la juventud y las nuevas generaciones es absoluta. Su función de adormecedor de las masas, el 'pan y toros' del que hablaban Unamuno y Noel, corresponde hoy a otros espectáculos. Los ciudadanos españoles son hoy mucho más sensibles y críticos respecto a los toros y creo, o quiero creer, que en un hipotético referéndum ganarían quienes apoyan su prohibición. Y si no saliese el sí a la prohibición es porque también son muchos los críticos con los toros que prefieren que la fiesta muera por falta de asistencia. En todo caso, en el imaginario popular los toros han dejado de ser una fiesta y menos nacional, salvo para un reducto franquista, que aunque pequeño mantiene un gran poder económico y político gracias a partidos afines.
Lo que no ha cambiado tanto es el apoyo de algunos intelectuales a los toros, como es el caso de Fernando Savater o de Mario Vargas Llosa, ni su empeño en elevar la fiesta a la categoría de arte. Su defensa suele ir acompañada de críticas furibundas hacia quienes vemos en los toros un remedo del circo romano, un resquicio de una España atrasada y atávica que se aferra a una tradición violenta y sanguinaria. En este sentido, nada ha cambiado respecto a la época que le tocó vivir a Noel.
La tradición antitaurina es tan antigua como los propios toros, como ha demostrado en su lúcido ensayo Pan y toros el historiador Juan Ignacio Codina. Desde Jovellanos o Larra, pasando por Carolina Coronado, Goya, Pardo Bazán, Noel, Baroja o Unamuno hasta Jesús Mosterín o Chantal Maillard, por citar algunos nombres, son muchos quienes consideran los toros no como algo de la tradición que merece conservarse sino como un resto de nuestra barbarie.
Los artículos de Noel son ácidos y lúcidos, también emocionales, están escritos con garra y el autor no escatima la sátira para dejar en evidencia un mundo en descomposición del que se valen las élites para perpetuar su poder y una desigualdad que va más allá del ruedo. Leerlos hoy, un siglo después, es mirarnos en el espejo de lo que fuimos y aún seguimos siendo, aunque por suerte cada vez menos.
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