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Henry Spira, el activista que doblegó a las multinacionales

21 de enero de 2023 06:01 h

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El 15 de abril de 1980, el New York Times publicó un llamativo anuncio a toda página. Justo en el centro aparecía la imagen de un conejo blanco con ambos ojos vendados junto a dos recipientes de laboratorio. En lo alto del anuncio, tres líneas en una robusta tipología en negrita formulaban una sencilla pregunta: «¿A cuántos conejos ciega Revlon en nombre de la belleza?». El texto bajo la fotografía comenzaba:

“Imagine que alguien le colocase la cabeza en un cepo. Mientras mira hacia adelante con impotencia, incapaz de defenderse, tiran de su cabeza hacia atrás. Alguien le separa el párpado inferior del globo ocular, y le vierten productos químicos en el ojo. Es doloroso. Chilla y se retuerce con desesperación. No hay escapatoria. Es el test de Draize, que se utiliza para medir la toxicidad de los productos químicos a partir del daño que infligen en los ojos desprotegidos de conejos conscientes. El mismo test al que Revlon y otras empresas de cosméticos someten a miles de conejos para probar sus productos”.

El anuncio presentaba cifras precisas acerca del número de conejos que usaba Revlon. También citaba a científicos que aseguraban que la prueba era poco fiable y que se podían desarrollar alternativas que no precisaran animales. A continuación, solicitaba a los lectores que escribiesen al presidente de Revlon y le comunicasen que no iban a usar más productos de la marca hasta que financiase un programa urgente para desarrollar pruebas de irritación sin animales. Roger Shelley era el vicepresidente de relaciones con los inversores el día que se publicó el anuncio. Posteriormente, declaró:

“Era consciente de que ese día iba a bajar el precio de las acciones, pero lo más importante es que comprendí que la empresa tenía un problema muy notable que no solo podía afectar a la cotización en bolsa ese día concreto, sino alcanzar a su núcleo mismo. De hecho, si no lo afrontábamos con una extrema cautela, las consecuencias podían llegar a ser tan perjudiciales para nosotros que, potencialmente, podían desembocar en la erradicación total de los productos de Revlon de los mostradores de las droguerías y los grandes almacenes”.

No tardaron en encomendar a Shelley la nada envidiable tarea de lidiar con el problema, y así fue cómo él, un ejecutivo de voz serena, aspecto inmaculado y siempre ataviado con ropa elegante, representante de una empresa que se enorgullece de su imagen refinada, no tardó en reunirse con Henry Spira, un maestro de instituto de Nueva York de pelo tupido, que hablaba con un acento cerrado fruto de los años que había pasado trabajando en la marina mercante y en la línea de producción de la planta de General Motors en Nueva Jersey. Shelley observó que Henry llevaba la ropa arrugada, que rara vez se ponía corbata y que, cuando lo hacía, parecía incapaz de ajustársela al cuello de la camisa. Sin embargo, no fue el único detalle en el que reparó: «No llevaba ni un solo gramo de producto de origen animal sobre su cuerpo, y eso incluía el cinturón, los zapatos y el resto de la ropa que vestía. Estaba frente a un hombre que hacía lo que decía que había que hacer».

¿Puede vivir según tus ideales ayudarte a salir vencedor de una batalla contra un gigante corporativo valorado en miles de millones de dólares? ¿Podía haber un combate más desigual que aquel, que enfrentaba a un maestro de instituto que trabajaba desde su propio piso al buque insignia de la industria de los cosméticos? Quienes hubieran estudiado los antecedentes de Henry, no habrían infravalorado sus perspectivas de éxito tras comprobar que ya había plantado cara al director del FBI J. Edgar Hoover, a jefes de sindicatos corruptos apuntalados por matones a sueldo, al augusto Museo Americano de Historia Natural de Nueva York y a la Legislatura Estatal de esa misma ciudad. Aunque no siempre se salía con la suya, sus estadísticas iban mejorando, como quedó demostrado en este caso concreto. Antes de que acabara el año, Revlon accedió a donar 750.000 dólares a la Universidad Rockefeller para financiar un proyecto de investigación de tres años orientado a descubrir alternativas a las pruebas de cosméticos en los ojos de conejos que no implicasen a animales. Fue el primer paso hacia la proliferación de la etiqueta «No probado en animales» en los productos cosméticos.

Durante más de un siglo, las asociaciones contrarias a la vivisección habían realizado campañas contra la experimentación en animales sin causar el más mínimo impacto. Eran consideradas colectivos de chalados, y mientras editaban panfletos incendiarios en los que condenaban este tipo de experimentos, el número de animales usados para la investigación aumentó de unos pocos cientos al año a una cifra estimada en cerca de veinte millones. No obstante, en la primera campaña que llevó a cabo, Henry acabó con una serie de experimentos orientados a examinar el comportamiento sexual de gatos mutilados. De ahí pasó a enfrentarse a rivales de la talla de Revlon, Avon, Bristol-Myers, la Administración de Medicamentos y Alimentos de los Estados Unidos y Procter & Gamble. A continuación, se centró en el problema todavía más inabordable del sufrimiento de los animales destinados al consumo humano y puso en su punto de mira al productor de pollos Frank Perdue, varios grandes mataderos, el Departamento de Agricultura de los Estados Unidos y McDonald’s. En veinte años, sus campañas únicas han hecho más a favor de la reducción del sufrimiento animal que cualquier otra iniciativa llevada a cabo en los cincuenta años anteriores por organizaciones mucho mayores y con millones de dólares a su disposición.

Yo desempeñé un papel indirecto en estos acontecimientos. Mi artículo «Liberación animal», publicado en el New York Review of Books en 1973, fue el responsable de que Henry pensase seriamente en los animales como un colectivo necesitado de alguien que actuase en su defensa. Él ha sido quien ha articulado mis ideas de un modo más eficaz para transformarlas en un arma con la que reducir el dolor y el sufrimiento que deben soportar los animales. He escrito este libro con el propósito de mostrar cómo lo ha logrado. Una crónica de la vida de Henry en su faceta de abanderado de los animales puede ser útil como manual para otros activistas, y no solo del movimiento por la defensa de los derechos de los animales, sino también de quienes luchan a favor de otras muchas causas éticas. Sin embargo, ese no es el único motivo por el que considero que merece la pena narrar la vida de Henry. También sirve como contraejemplo de dos ideas preconcebidas muy extendidas y desalentadoras acerca de lo que podemos llegar a hacer con nuestras vidas.

La primera de estas ideas preconcebidas es la que sostiene que la sociedad se ha transformado en algo tan grande y tan complejo que un solo individuo no puede marcar la diferencia, a menos que dicho individuo posea una extraordinaria riqueza o tenga la gran fortuna de llegar a la cumbre de una gran organización. Al fin y al cabo, nuestras sociedades están formadas por decenas o centenares de millones de personas. Nuestros gobiernos son esclavos de la burocracia y temen hacer nada que pueda llevarlos a perder votos. Además, las empresas multinacionales, con unos beneficios anuales que alcanzan los miles de millones de dólares y unos presupuestos publicitarios a la altura, ejercen una influencia tan formidable sobre la opinión pública que las mayores organizaciones de consumidores no pueden albergar esperanza alguna de equipararse a ellas. En estas circunstancias, ¿cómo puede un solo individuo ser el artífice de cualquier cambio significativo?

La victoria de Henry sobre Revlon no precisó de grandes cantidades de dinero ni del respaldo de una gran empresa. Fue el resultado de aplicar la experiencia que había acumulado a lo largo de más de cuatro décadas trabajando del lado de los débiles y explotados, de aprender de otras personas las estrategias que ofrecen mayores posibilidades de tener éxito y tratar de ponerlas en práctica. Un conocimiento de ese tipo empodera a quien lo posee, y se puede transmitir a otras personas, que lo usarán del mismo modo, enriqueciéndolo y adaptándolo en función de las circunstancias a las que deban hacer frente.

La segunda idea preconcebida desalentadora, pero muy extendida, para la que la vida de Henry nos sirve de contraejemplo, es la convicción de que nuestra existencia carece de sentido. En una época en la que las creencias religiosas se ven ampliamente como algo irrelevante, parece que no nos queda más remedio que adoptar los valores que se desprenden de los supuestos con los que opera la cultura que nos rodea. Como nuestra cultura se basa en la concatenación de interminables oportunidades orientadas a aumentar cada vez más el consumo y el gasto, damos por descontado que el interés propio es el único objetivo razonable que cabe perseguir, y entendemos ese interés propio desde una perspectiva estrictamente materialista. En esta cruzada en busca de la riqueza material, algunos tienen éxito y otros fracasan. Quienes fracasan y consideran que llevan una vida insatisfactoria asumen –de forma bastante natural– que son infelices porque no son ricos, pero es interesante observar que quienes tienen éxito en la pugna por alcanzar riquezas materiales a menudo se sienten igual de insatisfechos.

Henry no es religioso, y carece de muchas de las posesiones materiales que la mayoría de nosotros consideramos imprescindibles, pero se siente realizado en la vida y la disfruta. En todos estos años, ni una sola de las veces en las que he visitado su piso de alquiler lo he encontrado aburrido, deprimido o perdido. A diferencia de muchos neoyorquinos que conozco, nunca ha acudido a la consulta de un psicoanalista o de cualquier otro tipo de psicoterapeuta. No me di cuenta de lo destacable que es este detalle hasta que, durante la investigación previa a la redacción de este libro, descubrí que su madre padeció una enfermedad mental durante gran parte de su vida, y que entre los cinco integrantes de su núcleo familiar más cercano se habían producido tres intentos de suicidio, dos de los cuales tuvieron éxito.

Así pues, la vida de Henry puede servir como ejemplo de cómo podemos hallar sentido a la existencia siendo coherentes con nuestros propios valores. En un tiempo en el que las personas a las que admiramos son modelos, grandes figuras del deporte, multimillonarios hechos a sí mismos y estrellas de cine, necesitamos algunos ejemplos alternativos con los que identificarnos. Henry es uno de ellos.

Sin embargo, eso no es todo. El trabajo de Henry puede enseñarnos a convertir nuestras convicciones éticas en algo más que palabras, y mostrarnos el modo de ponerlas en práctica para que causen un impacto real en el mundo. Cuesta imaginar algo de mayor importancia.

El 15 de abril de 1980, el New York Times publicó un llamativo anuncio a toda página. Justo en el centro aparecía la imagen de un conejo blanco con ambos ojos vendados junto a dos recipientes de laboratorio. En lo alto del anuncio, tres líneas en una robusta tipología en negrita formulaban una sencilla pregunta: «¿A cuántos conejos ciega Revlon en nombre de la belleza?». El texto bajo la fotografía comenzaba:

“Imagine que alguien le colocase la cabeza en un cepo. Mientras mira hacia adelante con impotencia, incapaz de defenderse, tiran de su cabeza hacia atrás. Alguien le separa el párpado inferior del globo ocular, y le vierten productos químicos en el ojo. Es doloroso. Chilla y se retuerce con desesperación. No hay escapatoria. Es el test de Draize, que se utiliza para medir la toxicidad de los productos químicos a partir del daño que infligen en los ojos desprotegidos de conejos conscientes. El mismo test al que Revlon y otras empresas de cosméticos someten a miles de conejos para probar sus productos”.