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Con la iglesia hemos topado, amigo cordero: la religión por encima de derechos y compasión

“A todos los que matáis en nombre de un dios, os espero en el infierno” (Lucca Capiotto)

Vaya por delante mi respeto a las diferentes creencias religiosas, y junto a él mi rechazo a toda práctica que suponga maltrato físico o emocional para un ser vivo, la imponga la fe, un gobierno, una secta o una voz que suena en nuestro interior. Aclaro también que estoy en contra de sacrificar a un ser vivo para comérselo, sea su agonía laica o piadosa.

Dinamarca, siguiendo el ejemplo de Islandia, Polonia, Noruega o Suecia, entre otros, prohibió el 17 de febrero el sacrificio de animales según rituales que no permiten su aturdimiento previo. La nueva ley impide que se acabe con la vida de vacas, terneros, pollos o cualquier criatura comestible por “no impura” utilizando los métodos Kosher (judío) y Halal (musulmán), ordenados por sus respectivas religiones. El viceministro israelí de asuntos religiosos la calificó de antisemita, los islamistas dijeron que atenta contra sus derechos, tacharon al Gobierno de poco democrático e invitaron al boicot de productos daneses. En ambos casos insisten en que aturdir a los animales es incompatible con las normas de su fe. Con la Iglesia hemos topado, otra vez, amigo cordero. Superada la quema de gatos por parte de la católica en la Edad Medía al considerarlos demoníacos (Mahoma los quería porque su gata Muezza le salvó de la mordedura de una serpiente), nos encontramos con la tortura de aves y mamíferos de la mano de judíos y musulmanes en una especie de deja vu sangriento y secular.

El Kosher viene descrito en el Talmud, libro judío de leyes orales y tradiciones; el Halal en la Sharia, código de conducta según el derecho islámico. Esos textos recogen requisitos para el sacrificio de las criaturas destinadas al consumo de su carne y niegan el aturdimiento antes del degüello. Imaginemos que somos una vaca a la que van a matar sin ofender a Alá ni a Jehová. Nos inmovilizarán, tal vez aprisionándonos entre las paredes de un corral metálico, y nos sujetarán la cabeza. El desangrado total es una pieza clave en este mandamiento divino, así que nos colgarán de las patas traseras para asegurar una buena hemorragia. Mirando a La Meca en un caso y ante un rabino, en el otro, nos seccionarán de un tajo la tráquea, el esófago, la yugular y la carótida, la espina dorsal ha de quedar intacta. Y nosotros, o sea, esa vaca, obedeciendo al Corán o La Torá, lo estaremos viendo y sintiendo. Cada golpe de hierro, cada centímetro de acero, cada bocanada más de sangre y menos de aire. El olor de nuestra muerte. Ahorrarnos un instante de pánico y dolor sería pecar, y entre la hipotética condena propia o el seguro tormento ajeno, el segundo le incomoda menos al único que puede decidir en este cruel binomio: el hombre.

Entre diez y quince segundos, las ovejas y cabras. Unos sesenta, las vacas y el doble, las terneras. Tiempo de sufrimiento, digo. Eso asumiendo, claro, que el matarife sea hábil, que no tenga un mal día o no se haya distraído, que el animal no se mueva, etc. Así que partiendo de estos mínimos podemos llegar a varios minutos de agonía, terrible, pero eso sí, virtuosa para los verdugos y clientes de la cruenta y prolongada ejecución. ¿Podemos comprender que el segundero del reloj marcará eternidades en cada movimiento para los degollados? ¿Podemos?

Judíos y musulmanes aseguran que a los animales les evitan con sus métodos un sufrimiento presente en los que incorporan aturdimiento (sic). ¿Cómo? Si le clavamos una aguja a un ciudadano inconsciente y a otro que no lo está, ¿cuál chillará? La mentira tiene las patitas cortas y el traspiés se llama contradicción. En las condiciones para un sacrificio Kosher se dice: “No desollar previo a la insensibilidad”. ¿No quedamos en que no les dolía? Cristophe Buhot, presidente de la Federación de Veterinarios Europeos (ni rabino ni ayatolá, veterinario), indicó que con estos rituales la pérdida del conocimiento es lenta y el animal está estresado durante todo el proceso. Claro que duele, claro que aterra, ¿cómo no va a hacerlo?, tanto como que la ciencia y la decencia se arrodillen ante la falsedad y el miedo.

Estos códigos de costumbres incluyen deberes o prohibiciones que en España, como en otros países donde el Talmud o la Torá no son textos incuestionables a los que se les debe acatamiento y sometimiento, nos merecerán respeto, aunque creamos anacrónico o descabellado que transgreda la ley tomar un vino kosher tocado de cualquier manera por un gentil, comer y beber con la mano izquierda o bostezar durante la oración. Respeto, sí, pero sólo a veces, porque hay otras reglas que por atacar derechos fundamentales, por vulnerar la ley y retrotraernos al pasado son inadmisibles y directamente constituirían delito de llevarse a cabo aquí. Hablo por ejemplo de las Ofensas Hadd, que en ciertas regiones islámicas imponen la pena de lapidación o azotes por infidelidad conyugal o la amputación de una mano al ladrón.

Sabemos que si un afgano islamista residente en Calatayud azota a su esposa porque ella coqueteó con el cartero, sería juzgado y sentenciado de acuerdo a nuestro Código Penal, que es también el suyo, le guste o no, por mucha Sharia que haya leído. Y eso no es despreciar otras costumbres, no es burlarse de la interpretación de su doctrina religiosa, es algo más mundano y fundamental, algo que tiene prioridad sobre cualquier credo, sobre cualquier dogma: el respeto a los derechos de los demás, a la libertad, a la vida. Y necesitamos, exigimos, que los ataques a esos bienes inalienables sean sancionados porque es la única garantía que tenemos para proteger a los que, en condiciones de inferioridad, indefensión o desamparo, resultan víctimas propiciatorias. Y también, por supuesto, porque el progreso moral y científico nos demandan que esos principios -no los abusos- adquieran carácter universal y que el conocimiento -no el oscurantismo- sea puesto a su servicio. ¿O es que alguien se declara partidario del ensañamiento?, ¿alguno inclinado a prolongar el dolor de un ser inocente? Todo eso pretende la ley, nuestra ley. O no, a veces, no siempre, según, depende…

La Ley 32/2007 vigente en España sobre el “Cuidado de animales, en su explotación, transporte, experimentación y sacrificio”, dictamina en su Artículo sexto que: “Las instalaciones y los equipos de los mataderos, así como su funcionamiento, evitarán a los animales agitación, dolor o sufrimiento innecesarios”. Pero unas líneas después llega la aberración en forma de exclusión, porque contempla que: “Cuando el sacrificio de los animales se realice según ritos propios de Iglesias, Confesiones o Comunidades religiosas inscritas en el Registro de Entidades Religiosas, y las obligaciones en materia de aturdimiento sean incompatibles con las prescripciones del respectivo rito religioso, las autoridades competentes no exigirán su cumplimiento siempre que las prácticas no sobrepasen los límites del artículo 3 de la Ley Orgánica 7/1980 de Libertad Religiosa”, que dice: “El ejercicio de los derechos dimanantes de la Libertad Religiosa y de Culto tiene como único límite la protección del derecho de los demás al ejercicio de sus libertades públicas y derechos fundamentales, así como la salvaguardia de la seguridad, de la salud y de la moralidad pública, elementos constitutivos del orden público protegido por la Ley en el ámbito de una sociedad democrática”.

Entonces, no ser sometido a un sufrimiento evitable, ¿no es un derecho fundamental?, ¿o tal vez el sistema nervioso de una ternera sacrificada en Mataró funciona si el matarife nació en Jaén y se anula si lo hizo en Teherán? Lo de la moralidad pública se las trae, no sabemos si es que la vaca tiene que agonizar con las ubres tapadas. Un dato: en Mercabarna, donde un 35% de corderos y terneras se degüellan según el rito islámico, utilizan un box giratorio para el ganado vacuno prohibido en el Reino Unido desde 1992 por razones éticas y de bienestar animal.

¿Qué es todo esto?, ¿una ruleta macabra en la que se evita la angustia de seres inocentes “de vez en cuando”?, ¿el reconocimiento de que una creencia religiosa está por encima del maltrato a un ser vivo?, ¿o simplemente una farsa en la que un mercado lucrativo y la trastienda del miedo comparten escenario con una justicia que, llena de resquicios, pretende nadar y guardar la ropa? La Comisión Europea, al establecer una normativa obligando al aturdimiento, demostró modernidad y valentía; cuando redactó la excepción para los degolladeros regidos por preceptos religiosos hizo gala de una profunda cobardía y primitivismo. Y España secunda las últimas.

Las declaraciones en Francia de Dominique Langlois, presidente de la Asociación Nacional Interprofesional del Ganado y de la Carne, hablan de un engaño a los consumidores: en ciertos mataderos se sacrifica a todos los animales siguiendo el rito del desangrado. Las partes delanteras y las vísceras se envían certificadas a las carnicerías musulmanas, en tanto que las traseras van a parar al círculo normal sin que el cliente final sepa de qué forma ha muerto esa criatura. Mohamad Moussaoui, presidente del Consejo Musulmán de Francia, apuntó que la idea de etiquetar la carne halal o kosher fomentaría el resentimiento contra ambas minorías. Palabras suyas: “Estigmatizaría a musulmanes y judíos como las comunidades que no respetan los derechos de los animales y eso generaría tensiones”. No necesita mayor explicación.

La globalización y el multiculturalismo no pueden ser sangrientos. La solidaridad con los pueblos y el respeto a sus costumbres, algo necesario y enriquecedor, no deben traducirse en legitimar la crueldad porque forme parte de su acerbo, ha de ser condenada sin que quepa una sola justificación o exención. En Dinamarca, como en España. Ni una sola.

“A todos los que matáis en nombre de un dios, os espero en el infierno” (Lucca Capiotto)

Vaya por delante mi respeto a las diferentes creencias religiosas, y junto a él mi rechazo a toda práctica que suponga maltrato físico o emocional para un ser vivo, la imponga la fe, un gobierno, una secta o una voz que suena en nuestro interior. Aclaro también que estoy en contra de sacrificar a un ser vivo para comérselo, sea su agonía laica o piadosa.