El blanco perturbador del muro del garaje cegaba mi mirada esquiva de la mañana que se avecinaba; mientras descendía por la rampa, ávida de sombra, un valiente caracol rompía la inmaculada pared con su infatigable rastro circular. Me aproximé a él y con impaciencia lo tomé entre mis dedos para dejarlo cuidadosamente entre la hierba fresca que apenas distaba unos metros, allí proseguiría su andadura a salvo del tórrido cemento. De inmediato, tomé conciencia de mi innegable cortedad. ¿Acaso el caracol, provisto de esa envidiable concha espiral, tenía necesidad de que alguien como yo le cobijara del calor sofocante? ¿Pensé siquiera si sentiría calor?... De límites y de grandezas nos habló el premio Nobel de Literatura John Maxwell Coetzee en el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía de Madrid, dentro del ciclo de Capital Animal, asociación que impulsó entre febrero y junio diferentes proyectos en Madrid, centrados en la concienciación sobre los derechos de los animales.
“Si hubiera un matadero con las paredes de cristal en el centro de las ciudades, donde todo el mundo pudiera verlo, pudiera escuchar a los animales chillar, ver cómo son masacrados sin piedad, quizá cambiarían de idea... La gente tolera el sacrificio animal porque no llega a verlo, tampoco a oírlo, tampoco a olerlo, la gente no quiere que se le recuerde cómo llega a su plato la comida”. Con estas palabras, el escritor sudafricano abrió un acto en el que durante casi dos horas, con voz sobria y acompasada y ante medio millar de asistentes, dio lectura a un relato inédito con el que da continuidad a su libro Elisabeth Costello, personaje fundamental en los libros del autor. A través de las distintas conversaciones entre la anciana protagonista y su hijo John, J.M.Coetzee hizo un recorrido magistral por la filosofía, en su intento de enfrentar la razón al instinto y los límites que nos esclavizan.
La referencia a Martin Heidegger y su visión acerca del acceso limitado –“pobre”– de los animales al mundo, en términos absolutos, no en comparación con el resto, lo hizo a través de la garrapata, ciega y sorda, “pobre de mundo”, sin embargo, sus sentidos se tensan al olor de la sangre, la garrapata permanece esclava de los sentidos… y continúa: pero ¿qué hay de mí?
Es, precisamente, desde ese mundo animal del que nos habla, constreñido por los estímulos del entorno, desde el que Heidegger anhela disolverse en su inclemente naturaleza animal que le lleva en aquella tarde lluviosa de un martes a consumar ese deseo insaciable con su apasionada alumna Hannah Arendt, pero... ¿qué ha hecho el brillo de la razón mientras el cuerpo estaba estremeciéndose? Quiere dejarse llevar por el torrente del ser pero se resiste, el titileo de la razón asoma en algún lugar de la mente.
Entre otro de los legajos que John recibe de su madre, aparece Descartes, por quien pide perdón por el terrible experimento que llevó a cabo con un conejo, con el que pretendía demostrar que los animales sienten dolor pero no sufrimiento, pues éste entendía que el sufrimiento era una cualidad propia de seres superiores. Después vino Gary Steiner, Richard Dawkins, Keith Thomas, la Introducción a la Psicología Comparativa de John B. Watson, Thomas Nagel “¿qué se siente al ser un murciélago?”.
Durante la charla, aparece la llamada a la compasión, a la que califica como facultad del alma, no de la mente. La idea de que podamos cambiar de perspectiva habitando otra mente, ver con los ojos del otro, le conduce directamente a si podemos los humanos ver el mundo de la manera en que lo ve un animal no humano, a lo que añade una comentario que me parece imprescindible esgrimir a la hora de declarar el respeto por todos los seres sensibles: “Amar a alguien no exige que seamos capaces de proyectar, de ver a través de sus ojos”. Sin duda, la valoración de la compasión se ha mantenido como una constante en la historia del pensamiento ético. Desde la Antigüedad hasta la época contemporánea, la compasión ha sido objeto de análisis y de innumerables controversias, sin que hasta el momento hayamos resuelto la polémica.
Sin embargo, el hecho de que Coetzee califique la compasión como una facultad del alma me parece relevante a la hora de analizar el tema de la compasión hacia los animales que entroncaría directamente con la idea de progreso moral, por cuanto la compasión sería, como en su día la calificó Hume, la emoción moral fundamental. Desde esta perspectiva, la compasión frente a todos los seres sensibles se convertiría en el principio fundamental de la ética.
Las reflexiones del alter ego del autor en torno a la compasión me trajeron al recuerdo aquella terrible frase de Théophile Gautier: “Plutôt la barbarie que l'ennui” –antes la barbarie que el tedio–. Quizá, por eso, resultaba tan necesaria como oportuna esa invocación a la justicia: “No me preocupa el amor, me preocupa la justicia”.
Y, finalmente, la cuestión esencial, la conciencia. ¿Por qué la selección natural debe favorecer la evolución de la conciencia? ¿Quién dice que la conciencia es favorecida por la evolución natural? ¿Quién dice que el homo sapiens sea la culminación de la evolución? Las cucarachas han sobrevivido millones de años a todas las catástrofes, a los mismos humanos que hemos intentado exterminarlas y, sin embargo, la cucaracha permanecerá y la humanidad no habrá acabado con ella. La preocupación de ese alter ego de Coetzee por recopilar todos sus escritos, por enviarle todas y cada una de sus reflexiones a su hijo John, para que no desaparezcan, para que no se destruyan por quien no sea capaz de valorarlas, para que no se pierda algún día todo su pensamiento, me invadió de tristeza por lo que podía querernos transmitir con esos rastros de sabiduría. Preferí no entender lo que podía estar diciéndonos con ese último mensaje... porque lo que sí sé es que el aprendizaje es el oxígeno de la supervivencia.
El blanco perturbador del muro del garaje cegaba mi mirada esquiva de la mañana que se avecinaba; mientras descendía por la rampa, ávida de sombra, un valiente caracol rompía la inmaculada pared con su infatigable rastro circular. Me aproximé a él y con impaciencia lo tomé entre mis dedos para dejarlo cuidadosamente entre la hierba fresca que apenas distaba unos metros, allí proseguiría su andadura a salvo del tórrido cemento. De inmediato, tomé conciencia de mi innegable cortedad. ¿Acaso el caracol, provisto de esa envidiable concha espiral, tenía necesidad de que alguien como yo le cobijara del calor sofocante? ¿Pensé siquiera si sentiría calor?... De límites y de grandezas nos habló el premio Nobel de Literatura John Maxwell Coetzee en el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía de Madrid, dentro del ciclo de Capital Animal, asociación que impulsó entre febrero y junio diferentes proyectos en Madrid, centrados en la concienciación sobre los derechos de los animales.
“Si hubiera un matadero con las paredes de cristal en el centro de las ciudades, donde todo el mundo pudiera verlo, pudiera escuchar a los animales chillar, ver cómo son masacrados sin piedad, quizá cambiarían de idea... La gente tolera el sacrificio animal porque no llega a verlo, tampoco a oírlo, tampoco a olerlo, la gente no quiere que se le recuerde cómo llega a su plato la comida”. Con estas palabras, el escritor sudafricano abrió un acto en el que durante casi dos horas, con voz sobria y acompasada y ante medio millar de asistentes, dio lectura a un relato inédito con el que da continuidad a su libro Elisabeth Costello, personaje fundamental en los libros del autor. A través de las distintas conversaciones entre la anciana protagonista y su hijo John, J.M.Coetzee hizo un recorrido magistral por la filosofía, en su intento de enfrentar la razón al instinto y los límites que nos esclavizan.