Espíritus errantes en tiempos de pandemia
Un viaje de ida y vuelta a la tierra de Mangas Coloradas
Me gusta pensar que todos tenemos un ángel de la guarda. Cuando era pequeña me dormía con ese pensamiento. Ahora me viene a la cabeza el cuadro de Klee, Angelus Novus. Benjamin describe a esa criatura como el ángel de la historia, que contempla horrorizado lo que la humanidad ha dejado tras de sí.
“Bien quisiera él detenerse, despertar a los muertos y recomponer tanta destrucción. Pero desde el Paraíso, sopla una tempestad que se ha enredado en sus alas y que es tan fuerte que el ángel ya no puede cerrarlas. Esta tempestad lo empuja hacia el futuro, al que le da la espalda, mientras que los montones de ruinas van creciendo ante él hasta llegar al cielo. Esta tempestad es lo que llamamos progreso”, escribe Walter Benjamin en sus Iluminaciones).
No sé por qué me acuerdo ahora de esta pieza, supongo que de vez en cuando sienta bien pensar en seres sobrenaturales.
Estoy acampada en mitad de una sierra. El viento sopla racheado y mueve la tienda, pero la lluvia ha parado y eso me tranquiliza. Estoy en la soledad más absoluta, y eso también es relajante, pero cuando se hace de noche, al tiempo le cuesta más pasar. He visto un lobo al anochecer, lo he visto durante menos de un minuto, lo he seguido con el telescopio hasta que ha desaparecido, hasta que se ha fundido con el paisaje. Lo que he visto no me ha parecido el demonio del que hablan los relatos ni tampoco un tótem posmoderno, lo que he visto es un fugitivo. Un animal inteligente, sigiloso, que cada tres o cuatro zancadas mira hacia los lados, que cada ratito se para a ver si el aire huele a peligro.
El pueblo Ojibwa respetaba tanto a los lobos porque los sentían como sus hermanos. Decían que los lobos parecían perros pero que en realidad eran espíritus. Me viene a la mente aquel libro sobre cómo se formó políticamente parte de lo que hoy es el sur de los E.E.U.U y México: Ahora me rindo y todo eso, de Álvaro Enrigue, publicado por Anagrama. De cómo echaron a los apaches de su tierra, de lo difíciles que eran de encontrar cuando se escondían, cómo montaban en sus caballos y hacían que estos caminaran hacia atrás sobre sus propios pasos para huir de los hombres blancos. También me acuerdo de la descripción de la muerte de Mangas Coloradas: decapitado después de ser torturado toda la noche y enterrado en una fosa común. Los apaches eran altos, bellos y valientes. Los lobos tienen esa dignidad, esa belleza que camina entre lo visceral y lo frágil.
Me gustaría poder decirle a ese lobo o loba, que estoy de su lado, que no quiero hacerle daño, pero hace tiempo que las personas rompieron ese pacto y un abismo se abrió provocando no una guerra, sino un genocidio. Me pregunto dónde estará ahora, no quiero que lo capturen ni que le disparen. Quisiera pensar que esto no va a ocurrir, que todo va a ir bien, pero la realidad se aleja de esta idea.
Los lobos no mueren, a los lobos los matan. Ojalá el ángel de la historia pueda despertar a los animales y recomponer su mundo.
De brujas, lobos y poetas
Y el hombre que nunca cerró los ojos
La tierra de la muerte sin ojos, la tierra vieja del candil y de la pena, de viento amarillo y jinetes enlutados. Lorca lo sabía muy bien y así nos lo contó. Poco caso le hicimos y por muchos años el mundo fue así.
Dos cazadores me comentan que estoy en el territorio de un “gran macho”. Las huellas dan cuenta de ello. Sigo en la sierra, hay mucha nieve y el sol hace que camine sobre polvo de estrellas. Las huellas de los animales van y vienen.
Continúo mi camino pensando en los dos cazadores, su ropa y su escopeta, asustan. También sus deseos de capturar a ese lobo. Me viene a la mente el 9 de octubre de 1967. Recuerdo bien esta fecha porque ese mismo día del año 2000 murió mi madre. En el 67, Ernesto 'Che' Guevara fue capturado y ejecutado en un pequeño pueblo boliviano llamado La Hiquera. La fotografía de su cadáver se exhibió años más tarde. Sus ojos abiertos hacen pensar que murió mirando fijamente a su verdugo. Su cuerpo magnífico, con ese aura fría y especial que trae la muerte, genera ridiculez en sus captores. Aun muerto, perdura la fuerza de la vida en él. El tiempo de ellos también pasó, pero han desaparecido sin brillo alguno.
Eso también lo sabía Federico, por eso nunca se embarcó a América (y escribió 'El paso de la siriguiya' en su Poema del Cante Jondo de 1921)
Entre mariposas negras,
va una muchacha morena
junto a una blanca serpiente
de niebla.
Tierra de luz,
cielo de tierra,
Va encadenada al temblor
de un ritmo que nunca llega;
tiene el corazón de plata
y un puñal en la diestra.
¿Adónde vas, siriguiya,
con un ritmo sin cabeza?
¿Qué luna recogerá
tu dolor de cal y adelfa?
Tierra de luz,
cielo de tierra.
La tradición judeocristiana asoció la perversidad a elementos vulnerables pero subversivos. Mujeres que no seguían la norma de la sumisión y animales como el lobo fueron castigados y estigmatizados. Es lógico que tenga más miedo a dos cazadores que a un lobo. Es mi hermano inmoral, mi hermano libre, salvaje y delicado. El que protege a su familia con la vida. El animal sagrado de nuestros antepasados. Estaría loca si no me sintiera así.
En un tiempo en el que la pérdida de la biodiversidad nos ha traído muerte y soledad, el plomo y el culetazo solo pueden pertenecerle a la memoria que, pesada, camina arrastrando el tiempo gris.
Antes de irse a Tahití, Gauguin pintó La pérdida de la virginidad. El lobo y la mujer, la perversidad vista desde los ojos de un hombre.
Esto, obviamente, también lo sabía Lorca.