Aunque con menos frecuencia que antes, suelo leer las columnas de Javier Marías en EL PAÍS SEMANAL. A veces estoy en desacuerdo con lo que escribe, pero eso para mí es un aliciente porque no me gustan los artículos previsibles. Me resulta entretenido y hasta gracioso encontrar en sus columnas el lado más personal de este escritor con fama de cascarrabias.
Leí con la misma curiosidad de siempre la del pasado domingo, en la que criticaba lo que él denomina la “perrolatría”. Empieza su artículo con una reflexión general sobre los derechos de los animales (“uno de los mayores despropósitos triunfantes de nuestra época”, asegura), para centrarse después en la “beatería por los chuchos”, que le parece que España ha importado de Estados Unidos. Se lamenta de que los dueños de los perros impongan la presencia de los canes en los restaurantes, en los bares, en los museos y en otros espacios públicos, algo más que reprobable y molesto, según él. Y entre otros argumentos se apoya en una cita de Stevenson al respecto. Y concluye así: “En Madrid hay los perros que dije, así que no quiero imaginarme cuántos enemigos me he creado en España con estas líneas. Ninguno tendrá cuatro patas, eso es seguro”.
Iba a dejar pasar mi desacuerdo, sin más, como suelo hacer, pero dado que Madrid –la ciudad en la que ambos vivimos– ha sido declarada Capital Animal (puede que esta noticia, si no la conocía, le amargue la semana), y soy dueño de un perro, me pareció que su artículo merecía alguna respuesta, desde luego no desde la enemistad sino desde la mera y sana controversia.
Se olvida Marías de que, como humano, mal que le pese, él mismo es un animal, un animal más evolucionado, pero animal al fin y al cabo, primo de los simios y otros primates. En contra de lo que pensábamos y nos han enseñado en la escuela, los animales, sobre todo los que la biología considera “superiores”, no solo se mueven por instintos, sino que hay algo más en ellos, hay “inteligencia”, aunque sea distinta a la humana. En su último ensayo, ¿Tenemos suficiente inteligencia para entender la inteligencia de los animales? (Tusquets), el primatólogo Frans De Waal asegura que los primates siguen estrategias políticas, se reconcilian tras una pelea o tienen empatía. La inteligencia humana no es única, asegura De Waal.
Aunque no al mismo nivel de los primates, también los perros, cuya presencia tanto preocupa a Marías, tienen su propia inteligencia y, por supuesto, derechos. Obviamente ellos nunca los van a reclamar, pero nosotros, como humanos, estamos obligados a reconocérselos. Dado que son animales domésticos (no tienen la culpa de haber sido domesticados a lo largo de la historia) y forman parte de nuestra cotidianeidad y hasta de nuestra familia, me parece lógico que se les admita en el espacio público.
Se queja Marías de que no tiene por qué soportar en un restaurante a un animal que a veces huele mal, hace sus necesidades en cualquier sitio o no está lo suficientemente limpio. En primer lugar, nadie obliga a Marías a ir un restaurante u hotel en el que admitan perros. Y en cualquier caso las posibles “molestias” que pudiera padecer son semejantes a las que muchos de nosotros nos encontramos en el día a día, pero no con los animales sino con los humanos: gente que habla a voces y que nos impide mantener una conversación, niños que incordian, adictos al móvil que no paran de chillar... Gente maleducada, en definitiva, como los dueños de perros que no recogen sus cacas o les dejan campar a sus anchas en un restaurante.
El problema, pues, no es que los perros accedan a un lugar público, sino que sus dueños sean unos maleducados. Pero eso pasa en todos los ámbitos de la vida, como digo. Hay padres que no deberían serlo (y no hablo solo de quienes maltratan a sus hijos) y dueños de perros a quienes deberían prohibir tenerlos (algunos los acaban abandonando cuando se cansan de lo que no deja de ser para ellos un juguete), pero que yo sepa hasta ahora no se ha impedido la entrada a una cafetería a un “mal padre”, a un niño a quien no le han enseñado los límites o a un señor o señora que grita más de la cuenta o que ese día no se ha lavado lo suficiente.
Salvando las distancias, todas, las reticencias de Marías y otras personas a reconocer derechos a los animales me recuerda a las que hasta hace no mucho había hacia las mujeres o hacia los negros. ¿Cómo van a ir las mujeres a la universidad, cómo van a escribir, a entrar en un bar? ¿Negros en un lugar reservado a los blancos? Si era mujer ya ni hablamos.
Me sorprende la lógica de Marías con este tema puesto que fue uno de quienes más se quejaron de la ley antitabaco. Hasta hace bien poco era imposible ir a un bar sin que te recibiera una nube de humo. Daba igual que fueras con un bebé o tuvieras asma. Los camareros, aunque no fumaran, acababan con los pulmones como una uva pasa, quemados. Ahí sí que no había alternativa y no solo era molesto sino que afectaba a la salud de quienes no fumamos. ¿El humo sí, pero un pobre perro no?
Marías está en su derecho de no ir a los lugares en los que se convive con los perros. Pero no puede cercenar el derecho de los demás a hacerlo. Considero a mi perro como un miembro más de mi familia y cuando le miro, a veces, me acuerdo de la manida pero no menos cierta aseveración de Kafka cuando decía: “Todo el conocimiento, la totalidad de preguntas y respuestas se encuentran en el perro”.
Aunque con menos frecuencia que antes, suelo leer las columnas de Javier Marías en EL PAÍS SEMANAL. A veces estoy en desacuerdo con lo que escribe, pero eso para mí es un aliciente porque no me gustan los artículos previsibles. Me resulta entretenido y hasta gracioso encontrar en sus columnas el lado más personal de este escritor con fama de cascarrabias.
Leí con la misma curiosidad de siempre la del pasado domingo, en la que criticaba lo que él denomina la “perrolatría”. Empieza su artículo con una reflexión general sobre los derechos de los animales (“uno de los mayores despropósitos triunfantes de nuestra época”, asegura), para centrarse después en la “beatería por los chuchos”, que le parece que España ha importado de Estados Unidos. Se lamenta de que los dueños de los perros impongan la presencia de los canes en los restaurantes, en los bares, en los museos y en otros espacios públicos, algo más que reprobable y molesto, según él. Y entre otros argumentos se apoya en una cita de Stevenson al respecto. Y concluye así: “En Madrid hay los perros que dije, así que no quiero imaginarme cuántos enemigos me he creado en España con estas líneas. Ninguno tendrá cuatro patas, eso es seguro”.