El pasado 19 de enero moría Agatha. Su desnutrición era extrema, estaba deshidratada e hipovolémica (bajo nivel de sangre en el cuerpo). Una infección no tratada había derivado en una masa de pus solidificado que presionaba sus vísceras provocando un inmenso dolor. Su hígado y su sistema reproductivo estaban destrozados. Casi una cuarta parte del peso de su cuerpo correspondía a la masa infecciosa. Agatha aún era joven. Agatha era fuerte. De hecho, se mantuvo en pie casi hasta el último momento. Agatha era diferente y había sido ubicada en un espacio muy concreto dentro del sistema social del que formaba parte. Su papel asignado era producir para otros con su cuerpo, y a cambio recibía comida y refugio.
Ella tenía suerte en comparación con otras compañeras, ya que no permanecía hacinada en enormes naves de producción y no le exigían mucho. Quienes se apropiaban de lo que generaba, observaron que Agatha llevaba tiempo sin producir, pero no le dieron importancia. A fin de cuentas, pensaban, no eran unos explotadores, y Agatha tenía todo lo que podía necesitar alguien como ella. Cuando, finalmente, la atendió una vecina con formación sanitaria y experiencia ya era tarde y solo pudo verla morir, sabiendo que seguramente su muerte se podría haber evitado con una revisión a tiempo, un tratamiento con antibióticos o, en el peor de los casos, con una operación. Agatha quería vivir, luchó por vivir, y merecía recibir asistencia.
Agatha era una gallina, pero eso no cambia nada. Ante la enfermedad y los accidentes, todas necesitamos y merecemos ser asistidas. Y no se trata solo de empatía o de una cuestión ética, sino también legal. En este caso, la Ley 6/1993, de 29 de octubre, de Protección de los Animales, aprobada por el Parlamento Vasco (cada comunidad autónoma tiene sus propias normas), en su artículo 27 hace explícita la obligación de prestar asistencia veterinaria adecuada a los animales domésticos ante dolencias o sufrimientos graves y manifiestos, siendo considerada una infracción grave no hacerlo. Las gallinas entran en la categoría de animales domésticos por depender de los humanos para subsistir, tal como especifica la misma en su artículo 2. Sin embargo, llevar a las gallinas al veterinario es infrecuente, los veterinarios comunes no suelen atenderlas y pocos tienen formación actualizada para hacerlo. Los más adecuados son los y las veterinarias de animales categorizados como exóticos, básicamente por sus conocimientos sobre aves.
Este texto va de gallinas, pero el mensaje principal podemos extrapolarlo a cualquier especie. Asumir el cuidado de alguien requiere responsabilidad, y esta requiere adquirir (in)formación específica sobre las necesidades y características de cualquier individuo que dependa de nuestra capacidad de actuar con eficacia y a tiempo. Los accidentes ocurren, las enfermedades a veces no se detectan, pero aquí nos referimos a situaciones graves y fatales que se dan por desidia, por ignorancia, por indiferencia y, en el caso de las gallinas, se dan también por no (querer) ver lo que implica hoy para su salud la selección genética que los seres humanos han llevado a cabo sobre sus cuerpos durante miles de años.
En el oviducto (equivalente al útero humano) de Agatha había una masa consolidada y purulenta de restos de huevo. A Agatha, como a tantas otras gallinas, la mataron dos cosas: no recibir tratamiento y una puesta de huevos desmesurada que amplifica enormemente el desgaste y los riesgos asociados a la misma.
La salud de las gallinas y el conocimiento científico al servicio de la maximización (re)productiva
El ancestro común y salvaje de las actuales gallinas domesticadas es el Gallus gallus o Red Jungle Fowl, originario del sudeste asiático. Romanov y Weigend calculan que su domesticación y expansión mundial se inició hace 8.000 años. La selección genética, el uso de tecnología, el estudio de su comportamiento, de la nutrición y de la salud, han sido y son las herramientas empleadas por la zootecnia con el propósito de extraer el máximo rendimiento productivo del cuerpo del animal: huevos y carne principalmente. Así, mientras la Red Jungle Fowl pone de 10 a 15 huevos al año, las actuales gallinas domesticadas ponen de 150 a más de 300. Este logro genera importantes cifras económicas y una amplia inclusión de estas aves en las culturas humanas, vinculada, sobre todo, a la gastronomía. Pero también tiene graves consecuencias en la salud de las gallinas.
Una de las principales causas de mortalidad de las denominadas ponedoras es la fragilidad ósea, afectando a más del 50% y siendo, muchas veces, un porcentaje bastante más alto. La descalcificación tiene un vínculo directo con la puesta elevada debido al calcio óseo que se consume para producir la cáscara del huevo. El prolapso es otro problema, en el cual el oviducto sale por la cloaca sin que pueda volver a retraerse. En las granjas va asociado al picaje (unas gallinas pican a otras en la cloaca), pero es importante tener en cuenta que con cada puesta se produce un prolapso fisiológico en el que el oviducto es capaz de volver a su posición. Si se multiplica esta acción por entre 150 a más de 300 veces al año, se deducen las altas probabilidades de que lo acaben sufriendo. También es muy común la peritonitis, o que un huevo se atasque o rompa dentro de su cuerpo, acarreando graves infecciones y mucho dolor.
Esto le sucedió a Agatha y les pasa a tantas otras gallinas que mueren sin atención veterinaria y sin que nadie se preocupe por saber la causa de su muerte. Muchas desarrollan cáncer, habiendo hoy investigaciones que emplean a la gallina como modelo para estudiar el origen del cáncer de ovario, precisamente por su relación con un elevado número de ovulaciones. Estudios sobre ello pueden verse aquí, aquí, y aquí.
En la industria avícola las gallinas que ya no producen o que enferman son desechadas, pero ¿qué pasa con las pequeñas explotaciones familiares, personas que tienen gallinas para el autoconsumo de huevos, o incluso animalistas? ¿Cómo detectar estos problemas si, como norma, no se las lleva al veterinario? En la siguiente foto puede verse una masa, restos de huevo atascado y contenido infeccioso extirpados a una gallina ponedora. Donde ella vivía disponía de tierra, hierba, sol, comida y refugio. Algunas de sus compañeras también murieron y otras morirán mientras sus cuidadores se limiten a asumir que fallecen porque “están malitas”, sin indagar en la magnitud del daño que cargan sus pequeños cuerpos. Al margen de si las gallinas viven en una granja industrial, en una bienestarista o en un santuario de animales, las probabilidades de que acaben sufriendo alguno de los problemas mencionados son altísimas.
Hacia un cuidado empático y responsable de las gallinas
María es veterinaria y lleva más de 15 años involucrada en el activismo por los animales. Hace tres años fundó, junto a Alberto (su pareja), el Microsantuario La Vida Color Frambuesa. Ella atendió y vio morir a Agatha. Su compromiso con las gallinas ha crecido vinculado a su activismo y a la percepción de que estos animales no despiertan el mismo grado de empatía que otros, presenciando desde indiferencia hasta negligencia por parte de sus colegas. Esto la ha llevado a enfocarse en investigar los problemas de salud que afectan a estas aves, tan profundamente imbricadas en las sociedades humanas como ignoradas y maltratadas. Un proceso de aprendizaje continuo que comparte a través de artículos, redes sociales o cursos.
Asumir un cuidado responsable y empático de estas emplumadas (como de otros animales) implica cuestionar muchas ideas preconcebidas y prejuicios acerca de cómo son y cuál es su lugar; requiere minimizar nuestra mirada antropocéntrica y tener claro que la empatía no necesariamente viene dada. La empatía se aprende y, como todo aprendizaje, hay que ejercitarlo. Para cuidar de alguien no siempre basta con buenas intenciones. Las gallinas no se expresan como nosotras o como lo hacen otros animales, y son muy resistentes al dolor, por eso María afirma que cuando una gallina muestra síntomas es porque ya está grave. Sus recomendaciones básicas para quienes conviven con ellas son observarlas a diario, pesarlas a menudo, palparlas, revisar la frecuencia de la puesta y los cambios en la misma. Y, sobre todo, (in)formarse a través de fuentes científicas y de aquellas vinculadas a un cuidado empático, ya que la perspectiva del cuidado con fines productivos o utilitarios tiende a ignorar muchos de los problemas que venimos mencionando, o bien los aborda como una cuestión económica.
Por último, hemos visto que la elevada puesta de huevos es ineludible en las gallinas actuales, con graves repercusiones en su salud, especialmente en las ponedoras. ¿Cómo minimizar este problema? María, como otros santuarios en Inglaterra, Estados Unidos y Australia, lleva más de dos años utilizando implantes hormonales, similares a los anticonceptivos humanos, que detienen la puesta minimizando los riesgos asociados a la misma. Así, al no tener sus cuerpos esa enorme demanda de energía, las gallinas desnutridas o descalcificadas adquieren un peso saludable, aumenta su vitalidad, su plumaje mejora considerablemente y mantienen a raya procesos tumorales o cancerígenos (no todos) que muchas ponedoras acaban desarrollando. Como todo tratamiento, requiere valoración veterinaria individual. Para María, implantar es un aspecto clave del cuidado empático y responsable de estas aves, la única forma conocida hoy de restituir una mínima fracción de lo que les hemos arrebatado, de liberarlas en parte de los efectos de la selección genética, de devolverles la dignidad.
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