“Si nos gustan los animales, ¿por qué los encerramos tras rejas y cristales?”. Una proclama sencilla y directa. Y una pregunta que, probablemente, muchos de los niños que este sábado acudieron al Zoo Aquarium de Madrid hicieron a sus padres y madres al ver a un nutrido grupo de activistas protestando y repartiendo folletos informativos a las puertas del recinto. “¿Qué es lo que quieren, papá? ¿Por qué protestan?”, se preguntaban los pequeños. Sus progenitores guardaban silencio y miraban hacia otro lado. Quizá porque hay respuestas que caen por su propio peso.
Los niños sienten una curiosidad y fascinación innatas por los animales. Es comprensible que sean muchas las familias que, sin mala intención, lleven a sus hijos a recintos como el Zoo de Madrid para que puedan admirarlos de cerca. Ver cómo se comportan, cómo interaccionan con sus semejantes. Cómo nadan, trepan o nos miran a los ojos. No hay crueldad, sino ignorancia o ausencia de preguntas, de esas que los niños realizan constantemente. Y sin embargo, en un tiempo en el que la información está a golpe de clic, seguir contribuyendo a un negocio tan despiadado como este empieza a ser difícilmente defendible.
No hay nada educativo en ver a una tigresa, en cuyo hábitat natural dispondría de un territorio de unos 20 kilómetros cuadrados, confinada en pocos metros. No es divertido, sino atroz, ver cómo media docena de delfines, que nadarían entre 150 y 180 kilómetros al día, se ven obligados a vivir en una pequeña piscina y a realizar constantes espectáculos para entretenernos durante unos pocos minutos. Y pese a que en algunos zoos los animales viven en mejores condiciones que en otros, no hay bienestar posible cuando se habla de explotación. Tampoco valor pedagógico alguno: sencillamente, porque tratar de mostrar cómo es la vida de unos seres libres por naturaleza a través de su cautiverio es tan absurdo como carente del más mínimo rigor científico.
Si los zoos y acuarios no benefician en modo alguno a nuestros hijos y a la manera en que deberían relacionarse con los animales y la naturaleza, peor parte se llevan los propios habitantes de este tipo de recintos. Hasta un 80% de ellos desarrolla la denominada zoocosis, patología, acuñada en 1992 por Bill Travers, que aglutina todos los síntomas de sufrimiento asociados a la vida en cautividad, desde estrés y depresión hasta autolesiones, y que provoca que su esperanza de vida sea, en muchos casos, muy inferior a la que se daría en su hábitat natural.
Como es lógico, los responsables de zoos y acuarios esgrimen un argumento para defender su condena de por vida: la conservación de determinadas especies que, de no ser por su labor, se verían abocadas a la extinción. La realidad es que sólo unos pocos de los individuos que se muestran en un zoo se encuentran en tal circunstancia. Y parece obvio pensar que, si verdaderamente tuvieran interés en tal empresa, bastaría con destinar las cuantiosas sumas de dinero que se obtienen a su costa en programas para recuperar a esos animales y reintroducirlos en la vida en libertad. Nada de eso ocurre: por el contrario, la compraventa y captura de animales en su entorno natural, así como su cría indiscriminada en cautividad, siguen perpetuando un modelo de negocio cruel e innecesario.
Los animales merecen nuestro respeto. Y ese respeto pasa por entender que no son de nuestra propiedad. Que no son juguetes para entretener a nuestros hijos. Y que antes de llegar a esa jaula tenían una familia y una vida que les ha sido negada con la complicidad de quienes deciden pagar una entrada para verlos enjaulados, desnaturalizados y confusos. Países como Costa Rica ya han prohibido los zoos con animales, adelantándose a un futuro en el que, con total seguridad, veremos estos lugares con el sentimiento de vergüenza y rechazo con el que hoy recordamos los zoos humanos que hasta bien entrado el siglo XX mostraban en las potencias coloniales de Europa a individuos de tribus lejanas bajo un pretexto antropológico y de divulgación.
“Si nos gustan los animales, ¿por qué los encerramos tras rejas y cristales?”. Una proclama sencilla y directa. Y una pregunta que, probablemente, muchos de los niños que este sábado acudieron al Zoo Aquarium de Madrid hicieron a sus padres y madres al ver a un nutrido grupo de activistas protestando y repartiendo folletos informativos a las puertas del recinto. “¿Qué es lo que quieren, papá? ¿Por qué protestan?”, se preguntaban los pequeños. Sus progenitores guardaban silencio y miraban hacia otro lado. Quizá porque hay respuestas que caen por su propio peso.
Los niños sienten una curiosidad y fascinación innatas por los animales. Es comprensible que sean muchas las familias que, sin mala intención, lleven a sus hijos a recintos como el Zoo de Madrid para que puedan admirarlos de cerca. Ver cómo se comportan, cómo interaccionan con sus semejantes. Cómo nadan, trepan o nos miran a los ojos. No hay crueldad, sino ignorancia o ausencia de preguntas, de esas que los niños realizan constantemente. Y sin embargo, en un tiempo en el que la información está a golpe de clic, seguir contribuyendo a un negocio tan despiadado como este empieza a ser difícilmente defendible.