El proceso de impeachment contra Donald Trump continúa hacia adelante pese a las trabas que le está poniendo la Casa Blanca. Muchos medios estadounidenses hablan ya de su 'presidential meltdown' algo que se podría traducir como una suerte de “colapso” anímico y mental del presidente, que se percibe en detalles como el de que, mientras alardea en Twitter de su “gran e inigualable sabiduría”, sus asesores filtran a la prensa que había propuesto crear un foso con serpientes y caimanes a lo largo de la frontera de Estados Unidos con México.
Sin embargo, no podemos dejar que las anécdotas de este personaje de pseudoficción nos distraigan del mensaje de odio que está extendiendo por su país. Un odio hacia lo ajeno y hacia los seres en situaciones de vulnerabilidad. Lo vemos, por ejemplo, en sus constantes referencias xenófobas a las personas extranjeras: desde el discurso que inauguró su campaña electoral en junio de 2015 viene diciendo que los mexicanos introducen drogas y extienden el crimen en su nación, que son violadores y que suponía que, entre ellos, habría también alguna buena persona. Poco después de jurar su cargo implementó un veto de viajar a una serie de países árabes; y en junio de 2018 se refirió a determinadas naciones centroamericanas y africanas como “agujeros de mierda”.
Pero quizás el momento en el que hizo más patente su odio hacia lo foráneo se produjo en mayo de 2018 cuando, en una reunión con varios líderes de California, se refirió a muchas de las personas extranjeras que habitaban su patria como “animales”: “Tenemos a gente entrando en el país, o intentándolo, estamos parando a muchos de ellos, estamos sacando a mucha gente del país. No os imagináis lo malas que son estas personas. No son personas, son animales”, declaró.
“Animales” y “extranjeros” como sinónimos. Palabras que describen a infraseres que disfrutan de un estatus jurídico más privilegiado que el que realmente les corresponde, gracias al aprovechamiento de lo que él percibe como la debilidad de los progresistas hacia las minorías. Pero eso se va a terminar.
Desde el arranque de su presidencia, la Agencia de Bienestar Animal del Departamento de Agricultura cuenta con nuevas instrucciones para sus funcionarios. Según un artículo en The Washington Post, el nuevo Gobierno ordenó a sus inspectores que “debían tratar a las entidades que normalmente son objeto de la labor de inspección de la Agencia -criaderos, zoos, circos, espectáculos ecuestres y laboratorios de investigación- más como socios que como posibles infractores”.
Esto se ha traducido directamente en una reducción drástica de su actividad. Según informa Vanity Fair , si en el año 2016 la Agencia realizó 4.944 citaciones en el marco de sus investigaciones, en el 2018 esa cifra se redujo a 1.716. En todo el año 2018, este organismo inició tan solo 19 expedientes de revocación de licencias y/o imposición de multas, lo que supone una reducción del 92% en comparación con el 2016.
Un caso citado por el mismo artículo de The Washington Post, relata que en el marco de una investigación que tuvo lugar en Iowa en el verano de 2017, los veterinarios de la Agencia de Bienestar Animal procedieron a confiscar de una granja una serie de mapaches enjaulados y expuestos a temperaturas de más de 38ºC. Poco después, sus superiores -siguiendo las pautas dadas directamente por Sonny Perdue, el Secretario de Agricultura- les obligaron a devolver a las pobres criaturas a sus centros de encierro y a poner fin a un caso de evidente maltrato animal.
Pero el desdén de la Administración Trump por otras especies no se reduce meramente a una reducción de la labor inspectora o dejadez de funciones, sino también a la aprobación de algunos cambios legislativos que afectan directamente al mundo de los animales no humanos y a la salud de nuestro planeta.
Me refiero, concretamente, a la reforma de la Ley de Especies en Peligro de Extinción emprendida este verano, que la deja prácticamente irreconocible.
Y es que Trump ha tomado las históricas reivindicaciones del Partido Republicano por la desregulación medioambiental (dado que consideran que la legislación ambiental es un escollo para poder aprobar proyectos de desarrollo económico en las grandes joyas naturales que tiene que ofrecer el continente americano) y las ha sublimado. Con ello, dinamita el legado de Richard Nixon -un republicano conservador que en comparación con los seres siniestros que habitan la Casa Blanca actualmente parece el Che Guevara-, que impulsó y aprobó en 1973 la Ley de Especies en Peligro de Extinción. Una ley que otorgaba un estatus de “protegido” a cualquier ser cuya existencia futura se viera amenazada, prohibiendo la provocación de su muerte o destrucción por cualquier medio de su forma de vida.
La reforma de esta norma, aprobada en agosto y que entró en vigor en septiembre, elimina el sistema de “protección automática” para cualquier ser vivo, animal o vegetal, que acceda a la categoría de “especie en peligro”. Es decir, no solo por identificar una seria amenaza para los miembros de una especie se procederá a considerarla automáticamente digna de protección y, en consecuencia, no se ordenará el cese de cualquier tipo de actividad que pudiera provocar su muerte o desaparición.
Asimismo, se han eliminado las disposiciones de la Ley que prohibían que se tuviera en cuenta el coste económico de salvar una especie de animal o planta y, en consecuencia, se acuerda una valoración caso-por-caso de si merece la pena hacerlo. Por lo tanto, si se valorara que preservar la existencia de unos seres -ya sea por acción o por omisión- es demasiado costoso, podría continuar llevándose a cabo la actividad que terminara por provocar su extinción.
Además, la modificación aprobada por Trump relaja los criterios de lo que se considera una “amenaza” para una especie y será más complicado considerar los efectos del cambio climático al decidir si una especie determinada merece protección.
En definitiva, la medida facilitará la eliminación de una especie de la lista de seres en peligro de extinción (que actualmente engloba a más de 1.600 clases de seres) y debilitará las protecciones para las que ya se encuentran amenazadas.
Esta reforma colisiona frontalmente con las conclusiones de un informe publicado el pasado mes de mayo ante la UNESCO por la Plataforma Intergubernamental en Biodiversidad y Servicios Ecosistémicos (IPBES, en sus siglas en inglés), el cual cifraba en un millón el número de especies animales y vegetales en peligro de extinción o, lo que es lo mismo, alrededor de una octava parte del total.
Al menos 680 especies de vertebrados han desaparecido desde el siglo XVI, y está en peligro más del 40% de las especies de anfibios, un 33% de los arrecifes de coral y más de un tercio de los mamíferos marinos. Una estimación provisional sitúa en un 10% el porcentaje de especies de insectos amenazados. El informe añade que el ritmo de extinciones del último medio siglo no tiene precedentes desde que el ser humano está en el planeta, superando en decenas o centenares de veces los valores medios de los últimos 10 millones de años.
Las principales causas de este enorme deterioro se encuentran en el abuso descontrolado de los recursos y seres del planeta, la destrucción de 100 millones de hectáreas de bosque tropical entre 1980 y 2000 para dedicarlo a la crianza de ganado, la contaminación, el cambio climático y las plantaciones de aceite de palma en el sudeste asiático.
Claramente, el gobierno de Estados Unidos no busca atender a las necesidades más básicas de los animales que habitamos este mundo. Ni siquiera las de los humanos que habitamos en él y que sufriremos el cambio del clima, la degradación de la calidad del aire y el deterioro de la calidad de la comida y energía. Es el gobierno de la necropolítica, tomando prestado el concepto que desarrolló el filósofo camerunés Achille Mbembe que se refiere a la gestión de la política basada en la idea de que, para quienes ostentan el poder, unas vidas tienen valor y otras no. No consiste en matar, sino en desarrollar políticas que permiten dejarles morir, con absoluta indiferencia hacia su sufrimiento.
Por eso la Administración Trump defiende de forma enfermiza el carbón en detrimento de las energías renovables, se niega a tomar medidas frente a matanzas armadas, promociona el amianto -que está demostrado que produce cáncer- y abre cárceles de niños y niñas extranjeras en la frontera sur. Porque no le importa la vida, ni la muerte, de las personas y los animales que percibe como sus inferiores.