Hace unos meses, en este mismo blog, leí un artículo titulado Las compañeras vacas. Venía precedido de una columna homónima y poco afortunada del periodista Quim Monzó sobre las manifestaciones contra la industria láctea del pasado agosto en Barcelona, cuyas líneas rebatió, con gran acierto, la activista Catia Faria. Así pues, yo no vengo a hablaros de por qué es erróneo no ver a la industria láctea como sangrienta –de ningún modo podría hacerlo mejor que ella–, sino por qué es imprescindible aceptar que el feminismo y el animalismo también van de la mano.
A mediados de verano, a Monzó le pasaba en tres párrafos lo mismo que a cualquier hijo de vecino: que no puede saber de todo, y aunque precisaba su pobre experiencia con las vacas, se atrevía a lanzar aserciones a toda mecha, procurando que el lector embarrancase en un nivel estético del texto y no hubiese manera de que alcanzase el ético. De este modo, tildaba de “pobre metáfora” el sangriento proceso de ordeñado automatizado, e incluso la concepción de la vaca como madre, sin saber, quizá, cómo y por qué se las preña constantemente, y se las hiere y se las recluye en espacios ínfimos destinados a la explotación diaria; espacios que distan mucho de las vaquerizas de mediados de siglo a las que alude y que, si bien usaban al animal, tenían la discutible virtud de no abusar hasta el terror.
Sin embargo, ninguna de estas afirmaciones sorprende. No es extraño que el uso (y abuso) de animales en la industria anteponga argumentos estéticos (la vaca de realidad bucólica ordeñada en el Montseny, por ejemplo) a aquellos racionales e incluso científicos: “¡¿Y las proteínas?!”, “¡Necesitamos comer animales para vivir: somos omnívoros!”, “¡Pero no es una dieta equilibrada!”, “¿No te preocupan tus reservas de vitamina B12?”. La mayoría obviamos el argumento ético. Siempre. Puede que busquemos una excusa en lo estético –no son como nosotros, no piensan como nosotros, no sienten como nosotros, no viven como nosotros– o en la razón, pero, cuando estas fallan, y a menudo lo hacen, solo nos queda la negación.
Quizá la campaña de “las compañeras vacas” no fue una gran acción de marketing. A menudo estas campañas crean rechazo, en vez de concienciar, y cada vez está menos claro que el 'modelo Yourofsky' sea la única herramienta para dar a conocer y luchar por un mundo vegetariano. Sin embargo, ¿por qué molestó tanto la comparación? ¿Había acaso más verdad en esa performance de la que ninguno de los presentes o lectores no vinculados con el movimiento de liberación animal se atrevería a admitir?
Desde luego, más allá de paralelismos figurativos, el feminismo rechaza los patrones sociales opresivos y de subordinación, y, en última instancia, ¿no son estos mismos patrones aquellos que reducen a un uso (y abuso) a las vacas madres –inseminación, dimensiones reducidas, fístulas, ordeñado intensivo y mastitis, separación de los terneros, etcétera– y facilitan el atropello y la discriminación de la mujer?
Puede que el planteamiento de un ordeñado sangriento no sea la mejor metáfora que se podía haber elegido, pero solo es un símbolo y, para los críticos, un clavo ardiendo, justo el mismo clavo al que muchos otros medios se agarraron: “¡Las activistas abogan por el feminismo para dejar de explotar vacas, pero son las primeras que luchan por la libertad de poder abortar!”.
Esto último, en la facultad de Filosofía lo llamábamos reductio ad absurdum, y no es más que una negación de la tesis a demostrar mediante inferencias lógicas válidas que no tienen por qué mantener una relación directa con la primera. Para los menos lógicos de la casa: la crítica se centra en afirmar que no podemos condenar a un conjunto de células vivas que todavía no pueden ser consideradas un feto y, a la vez, defender que las vacas no tienen que ser explotadas ni muertas, como si todo el rango de supuestos que implican la vida y la muerte de un ser pudiera reducirse a dos premisas y una conclusión.
En el caso del feminismo, la lectura nos muestra que tanto las vacas como las mujeres pueden ser madres, y que, si una maternidad debería ser respetada, igualada en sexos y, hasta cierto punto, sacra, ¿por qué no debería serlo la otra? ¿Por qué obligar a un animal, y después discriminarlo por su especie, oprimirlo con nuestros actos y abusar de una situación de superioridad como las sociedades patriarcales han hecho durante siglos?
Pero quizá podemos ir un poco más lejos aún. ¿Cómo es posible asumir que solo está mal discriminar a algunos individuos? Si aceptamos las políticas migratorias de Donald Trump con Latinoamérica o de Mariano Rajoy con el norte de África y el este de Europa, ¿cómo podemos buscar trabajo en otros países, o negar la existencia de un problema, o apoyar la falta de un planteamiento ético con los refugiados sirios?
Es probable que el feminismo pueda no aplicarse al caso de “las compañeras vacas” al cien por cien, pero eso solo demuestra que tampoco ha existido hasta hoy un interés ético por el trato de la industria con estos (y muchos otros) animales. En nuestros argumentos, realizamos paralelismos cuando no existe una conexión ni una realidad directa entre los distintos actores que propulsan nuestros planteamientos. Se trata, pues, de una búsqueda de referentes a través de los que entender el problema, y de una cosa más.
A menudo, racismo, sexismo, clasismo u homofobia son conceptos repletos de sobreentendidos implícitos fruto del desconocimiento: tememos lo que no conocemos, actuamos de un determinado modo porque no sabemos, y nos equivocamos porque no comprendemos todo. Porque cualquier tipo de desconocimiento es desconocimiento y, a menudo, engendra odio. Y todo el odio es odio, y no importa si son vacas o mujeres; no importa si son refugiados a quienes no ofrecemos refugio o animales de granja que viven en penosas condiciones. Construimos sobre la base de referentes éticos, y lo que nos dicen las feministas y las vacas es que todavía quedan muchos referentes por construir hasta una verdadera ética animal.
Hace unos meses, en este mismo blog, leí un artículo titulado Las compañeras vacas. Venía precedido de una columna homónima y poco afortunada del periodista Quim Monzó sobre las manifestaciones contra la industria láctea del pasado agosto en Barcelona, cuyas líneas rebatió, con gran acierto, la activista Catia Faria. Así pues, yo no vengo a hablaros de por qué es erróneo no ver a la industria láctea como sangrienta –de ningún modo podría hacerlo mejor que ella–, sino por qué es imprescindible aceptar que el feminismo y el animalismo también van de la mano.
A mediados de verano, a Monzó le pasaba en tres párrafos lo mismo que a cualquier hijo de vecino: que no puede saber de todo, y aunque precisaba su pobre experiencia con las vacas, se atrevía a lanzar aserciones a toda mecha, procurando que el lector embarrancase en un nivel estético del texto y no hubiese manera de que alcanzase el ético. De este modo, tildaba de “pobre metáfora” el sangriento proceso de ordeñado automatizado, e incluso la concepción de la vaca como madre, sin saber, quizá, cómo y por qué se las preña constantemente, y se las hiere y se las recluye en espacios ínfimos destinados a la explotación diaria; espacios que distan mucho de las vaquerizas de mediados de siglo a las que alude y que, si bien usaban al animal, tenían la discutible virtud de no abusar hasta el terror.