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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

Presos y perros en riesgo de exclusión

Hasta hace poco, si alguien hubiese relacionado perros en adopción y presos de cualquier cárcel de nuestro país, nos hubiera resultado muy difícil ver algún tipo de nexo de unión. Sin embargo, en los últimos años las Terapias Asistidas con Animales (TAA) –sobre todo aquellas que se orientan al beneficio de ambas especies– han forjado un cambio imparable en el que, por lo menos, están implicados educadores caninos, trabajadores sociales, psicólogos y voluntarios.

Aquí, en prisión, todos se conocen por el apellido: está el Martínez, el Cortés, el Sánchez, pero pocos se nos presentan con ese apelativo una vez salen del módulo y se acercan hasta el patio donde realizaremos las sesiones: “Soy Juan”, “Soy Daniel”, “Soy John”... Es tan extraño que, al principio, ni las educadoras saben de quién les estamos hablando. Así se estira esta primera toma de contacto: hasta diez apretones de manos en un patio para esta nueva edición del programa Obrint Portes (Abriendo Puertas) organizada por la Asociación Al Perro Verde; todos son firmes, intensos, calculados. En el Centro Penitenciario Quatre Camins, como en cualquier otra cárcel, la imagen es imprescindible para sobrevivir en el día a día, ya que, por desgracia, la prisión sigue siendo muy a menudo un espacio de castigo, y pocas veces de reinserción. Y las Terapias Asistidas con Animales son, todavía, otro reducto inexplorado con el que potenciar ese cambio necesario.

Semanas antes de entrar por primera vez, se realiza una extensa formación a los voluntarios en la que están presentes todo tipo de conceptos psicológicos, como la autorregulación emocional o la gestión de la impulsividad. El equipo de psicólogos adscrito a la asociación nos ofrece pautas básicas de comportamiento, temas de conversación tabú, si los hubiera, y toda clase de dinámicas que nos ayuden a interactuar con los dos internos de los que seremos responsables junto a un compañero o una compañera.

También se nos entrega a los perros –cinco, en total: Zeus, Tigra, Perla, Polka y Tom; estos dos últimos todavía en adopción– que cede la Associació Defensora d'Animals Abandonats Vilassar de Dalt. Para los voluntarios el trabajo es doble: hay que ayudar a educar en obediencia a estos compañeros de cuatro patas en busca de una segunda oportunidad y, a la vez, trabajar problemas de control de estímulos, resociabilización o gestión emocional mediante el reflejo que los internos perciben en el perro, como en 2015 señaló Laia Perera en su trabajo de fin de máster.

Las sesiones del programa están estructuradas a través de distintos objetivos y solo pueden acceder a las mismas internos de segundo grado e internos de tercer grado: sobre la vida en prisión y el sistema penitenciario también se nos ofrece formación suficiente y, además, se nos facilitan fuentes bibliográficas. Los programas de TAA se plantean como un trabajo de formación para el interno y de reeducación y obediencia de los perros en adopción; no hay engaño: el preso dedicará largas horas a enseñar obediencia al animal a través del método clicker y, a la vez, sin saberlo, participará de ese vínculo sanador que no entiende de especies.

¿Los prejuicios? Si te lanzas al voluntariado, los prejuicios deben quedar en la puerta. No entramos en prisión para juzgar, sino para ayudar a reinsertar y rehabilitar a los internos. Daniel, el coordinador del programa, se lía un cigarrillo en el parking parafraseando a Foucault: “La prisión no puede dejar de fabricar delincuentes. Los fabrica por el tipo de existencia que hace llevar a los detenidos; (...) una existencia contra natura, inútil y peligrosa; (...) destinada a aplicar las leyes y a enseñar a respetarlas; (…) [al fin y al cabo] su funcionamiento se desarrolla sobre el modo de abuso de poder”.

Entonces, no lo entiendo; más tarde, sí. Hayan hecho lo que hayan hecho, la prisión no solo es exclusión social para todos ellos, sino marginación legalizada dentro de una institución total, de trabajo y de vida; un contexto con reglas propias que solo funcionan allí y que, a largo plazo, en lugar de reinsertar, incapacitan para la vida en libertad.

Las TAA son un primer paso en este cambio necesario que se empieza a producir en protectoras y prisiones, donde se comparten las rejas y los anhelos de libertad, y el deseo de un cambio que, sea por medios propios o ajenos, a veces no llega. Los perros en adopción, como elemento motivador, no juzgan al preso, ni intentan establecer una relación social jerárquica y, en ese mundo gris e insustancial de hormigón, los internos encuentran una actividad diferente, a través de la que implicarse y adquirir buenos hábitos, como la paciencia, la tolerancia, el trabajo –en especial, las recompensas a medio y largo plazo– y la empatía.

Pero la cárcel es la cárcel, y la entrada de cinco perros entre esas cuatro paredes es siempre la noticia que se diluye hasta la siguiente semana. Los perros son las charlas en el comedor, con el compañero de celda, en el trabajo… Los perros son evasión necesaria, y gestión de las emociones, y habilidades sociales, y esperanza. Al final, las diez sesiones pasan muy rápido, y se cierra un programa más de terapia con una sonrisa agridulce, porque la vida de todos esos perros cambia a mejor, pero ya se sabe que los seres humanos tenemos la extraña costumbre de tropezar dos veces con la misma piedra.

Los perros dejan el Centro Penitenciario de Quatre Camins con más oportunidades de ser adoptados, más obedientes, más centrados, con más recursos y mejor sociabilizados con otros perros y personas. Quiero pensar que los internos, y un servidor,  también. Nos despedimos de todos, y damos un abrazo a los nuestros, a los más cercanos, a aquellos de los que, de un modo u otro, fuimos un poco más responsables.

—Esto te lleva a otro sitio, ¿no, Javier?– me pregunta uno de ellos.

Yo le miro sin entender.

Él dice:

—Me refiero que esto te lleva a otro sitio, ¿no? Ves que puedes aprender esto, y te da por pensar que puedes aprender otras cosas, y ya está.

Asiento, con una sonrisa de oreja a oreja.

—Esto te lleva a otro sitio– contesto, y le pego otro abrazo.

Hasta hace poco, si alguien hubiese relacionado perros en adopción y presos de cualquier cárcel de nuestro país, nos hubiera resultado muy difícil ver algún tipo de nexo de unión. Sin embargo, en los últimos años las Terapias Asistidas con Animales (TAA) –sobre todo aquellas que se orientan al beneficio de ambas especies– han forjado un cambio imparable en el que, por lo menos, están implicados educadores caninos, trabajadores sociales, psicólogos y voluntarios.

Aquí, en prisión, todos se conocen por el apellido: está el Martínez, el Cortés, el Sánchez, pero pocos se nos presentan con ese apelativo una vez salen del módulo y se acercan hasta el patio donde realizaremos las sesiones: “Soy Juan”, “Soy Daniel”, “Soy John”... Es tan extraño que, al principio, ni las educadoras saben de quién les estamos hablando. Así se estira esta primera toma de contacto: hasta diez apretones de manos en un patio para esta nueva edición del programa Obrint Portes (Abriendo Puertas) organizada por la Asociación Al Perro Verde; todos son firmes, intensos, calculados. En el Centro Penitenciario Quatre Camins, como en cualquier otra cárcel, la imagen es imprescindible para sobrevivir en el día a día, ya que, por desgracia, la prisión sigue siendo muy a menudo un espacio de castigo, y pocas veces de reinserción. Y las Terapias Asistidas con Animales son, todavía, otro reducto inexplorado con el que potenciar ese cambio necesario.