Lejos de estampas mitológicas o del arte rupestre de Altamira, la actividad cinegética es hoy un opulento negocio, generador de facturaciones desorbitadas. Unos 3.600 millones de euros anuales, según datos de Fedenca, fundación dependiente de la Federación Española de Caza. No resulta extraño que quienes se lucran de este comercio de la muerte dibujen todo tipo de razones en su defensa. Términos como deporte, cultura, riqueza o tradición se transforman en excusa cuando los comparamos con los más de 21.000.000 de animales muertos por temporada (INE); con los alrededor de 104.000 perros (Fundación Affinity) que cada año se abandonan a su suerte, buena parte de ellos tras haber servido fieles como simples utensilios en tan siniestras prácticas; con los irreversibles daños causados a la biodiversidad; con el impulso a un modelo económico estacional, inseparable aliado del trabajo precario; o con la contaminación moral que para la sociedad supone hallar el placer en el maltrato hasta la agonía de seres sintientes.
Frente a los esgrimidos por el gran lobby de la caza (propietarios de fincas de recreo, comercio de las armas y de otros bienes empleados en ella, intermediarios, hosteleros, empresas gestoras, criadores, caciques locales y hasta autoridades municipales del medio rural), la lógica permite agrupar los argumentos contrarios en tres grandes bloques.
Desde la ética porque, liberados de visiones especistas, se manifiesta intolerable que la diversión de los unos precise del tormento de los otros; porque asume como propios los valores de un atropocentrismo trasnochado que se encuentra en el sustrato de toda forma de dominación; y porque consagra, fomenta y convalida, la peor de las versiones de ese estigma de la desigualdad de género que nuestra comunidad dice perseguir. No es casual, según información INE-2016, que del total de licencias concedidas en España apenas el 0,6% se expida en favor de mujeres. Aunque el sector intente transmitir lo contrario, el cazador tipo sigue siendo hoy un varón, con altísimos ingresos, que no encuentra mejor quehacer, en sus ratos de ocio, que destruir la existencia de otros seres sintientes.
Desde la defensa de la biodiversidad, porque pocas actividades causan tamaño deterioro del medio. Al margen de lo obvio (el número de capturas), la actividad cinegética destruye hábitats; cerca fincas, impidiendo la movilidad de los animales en libertad y el natural equilibrio de sus poblaciones; extermina depredadores al conceptuarlos como competencia; introduce, cría y extiende especies que, lejos de su entorno natural, en muchos casos terminan por aniquilar a las autóctonas; y contamina el suelo, con las más de 6.000 toneladas anuales del plomo usado en la munición (fuente: Guitart y Thomas, 2005). Y que, como muestra de sus consecuencias, causan la muerte directa de unas 50.000 aves en cada vuelta al sol por simple contaminación del agua (Juan José Rodríguez, Universidad de León, 2005).
Tampoco soporta el análisis desde una mirada estrictamente económica. Una actividad estacional, basada en un empleo precario con alta tasa de temporalidad, que bloquea, además, el desarrollo de otros sectores con mayor beneficio social y que, con frecuencia, se constituye en refugio de capitales opacos al fisco, carece hoy de cualquier justificación diferente al lucro de una minoría privilegiada.
Lo más nefasto, sin duda, la proclamación del derecho a torturar desde la impunidad a seres domésticos o libres (en lenguaje legal), y el de propiedad sobre un patrimonio ecológico que nos pertenece a todos, humanos incluidos. No es casual que, ante la reciente propuesta de reforma del Código Penal, por la que se solicita la extensión del delito de maltrato a los animales salvajes, la revista cinegética Jara y Sedal titule en YouTube: “Proponen prohibir la caza”, asumiendo con ello la identidad entre ambos conceptos (caza y maltrato), en un lamento impregnado del inconfundible aroma a confesión.
Razones suficientes para que cada primer domingo de febrero, coincidiendo con el fin de la temporada oficial de caza con galgo, quizá la más cruel de todas las modalidades cinegéticas, miles de personas, convocadas por la Plataforma NAC con la adhesión de decenas de organizaciones, recorran las calles de las principales ciudades del Estado (y de otras urbes europeas), para proclamar su 'No a la Caza'. Un grito pacífico que habrá de ser escuchado, si de veras deseamos un mundo mejor.
Lejos de estampas mitológicas o del arte rupestre de Altamira, la actividad cinegética es hoy un opulento negocio, generador de facturaciones desorbitadas. Unos 3.600 millones de euros anuales, según datos de Fedenca, fundación dependiente de la Federación Española de Caza. No resulta extraño que quienes se lucran de este comercio de la muerte dibujen todo tipo de razones en su defensa. Términos como deporte, cultura, riqueza o tradición se transforman en excusa cuando los comparamos con los más de 21.000.000 de animales muertos por temporada (INE); con los alrededor de 104.000 perros (Fundación Affinity) que cada año se abandonan a su suerte, buena parte de ellos tras haber servido fieles como simples utensilios en tan siniestras prácticas; con los irreversibles daños causados a la biodiversidad; con el impulso a un modelo económico estacional, inseparable aliado del trabajo precario; o con la contaminación moral que para la sociedad supone hallar el placer en el maltrato hasta la agonía de seres sintientes.
Frente a los esgrimidos por el gran lobby de la caza (propietarios de fincas de recreo, comercio de las armas y de otros bienes empleados en ella, intermediarios, hosteleros, empresas gestoras, criadores, caciques locales y hasta autoridades municipales del medio rural), la lógica permite agrupar los argumentos contrarios en tres grandes bloques.